Llego a fin de año con el cerebro boqueando, sin alcanzar, las cosas como son, ese estado premortal de los salmones a punto de desovar, pero sí con necesidades urgentes de oxígeno mental. Estas se acentúan a medida que se acercan las vacaciones. Evidentemente, no es lo mismo leer y escribir que estar picando en una mina, mas lo primero, si bien no tanto como lo segundo, también desgasta. Aun a riesgo de parecer un esnob, confieso que —¿quizá tarde?— me he dado cuenta de que leer por voluntad propia, leer lo que uno quiere, es un acto de libertad y de puro placer. No es lo mismo leer con placer que leer por placer. Leer por trabajo tiene sus riesgos: en ocasiones, encuentro maravillas —se puede leer por trabajo y con placer, claro—; en otras, criaturicas de lavín compae.
En estas, con el año agonizando y con mi testa a por uvas, una obra reeditada de Antonio Escohotado, Rameras y esposas (La Emboscadura, 2018), aflora en mí como un «venero de poder cósmico» (Jünger). No sé si el genio seguirá manteniendo aquello que le contó a Quintero de que el orgasmo es una broma en comparación con la capacidad de aprender; yo, como lector y como caballero en edad de merecer, muestro mis reservas sobre esa sentencia. Sí que aplaudo y admiro y me deleito con esa pasión suya de estudiar, de buscar, de entender y de divulgar. Esa pasión es contagiosa, e ilumina, descubre y allana caminos que uno creía intransitables, cuando no ignotos.
Rameras y esposas, decía. En este breve ensayo —150 páginas—, Escohotado rememora, acudiendo a fuentes canónicas y extraoficiales, los mitos de Ishtar y Gilgamesh, Hera y Zeus, Deyanira y Hércules, y María, José y Jesús. Partiendo de ellos, el autor aborda cómo han cambiado los roles del hombre y de la mujer en las relaciones humanas.
La narración oscila entre la diosa Ishtar, de la ciudad de Uruk, con sus hieródulas o rameras sagradas, y la Virgen María, «ejemplo perfecto de alguien que se niega a ser considerado un cuerpo con sexo» y «de mujer opuesta a admitir una identidad apoyada sobre determinaciones venéreas», que no sólo «anticipa sino que eleva a niveles míticos el principio feminista». Son muy curiosas, por cierto, las historias que recoge sobre el niño Jesucristo. Por ejemplo, Escohotado cita el Evangelio de Pseudo-Mateo, donde se dice que san José fue elegido para criar al Mesías por su verga «pequeñísima», o el Evangelio de Tomás, en el que el Cordero de Dios era un malbicho que iba dejando secos, «como un árbol muerto», a todos aquellos que le molestaran.
El autor explica que el fin de la igualdad política representó el fin de la libertad sexual. Nos descubre que el de ramera no era un rol marginal: frente a la mujer respetable, que vivía recluida «como luego sucederá con la mahometana», la prostituta se inclinaba «hacia los azares de la libertad»: «El espíritu pagano no pretende humillar a la carne, decretando destierro o vergonzosa sombra para las encarnaciones de Venus. De ahí que sólo las prostitutas no esclavas fuesen mujeres libres, tanto a la hora de elegir compañía y empleo del tiempo como a la hora de obrar en derecho». Rechaza comparaciones con el estado actual del mundo cuando refiere, por ejemplo, que en la Atenas clásica había cinco hombres por cada mujer y que el infanticidio sistemático trataba de mantener niveles demográficos no explosivos. Aun así, recuerda que «nada hay tan extraño a la antigüedad griega como el puritanismo y otras modalidades de rigidez sexual», donde la «bisexualidad no era excepción, sino regla», y que, después, con el helenismo, cuando el «mito ejemplar es el principio de la Inmaculada Concepción» y hubo menos patriarcalismo, algunas condiciones —no me atrevo a hablar de derechos— de las mujeres empeoraron. Por ejemplo, en Atenas y en otras ciudades griegas, la violación se castigaba con una multa mientras que, reinando Constantino, apareció un nuevo edicto regulando la violación.
Es muy interesante el apunte sobre cómo aparece la crianza de los hijos en los mitos. Las leyendas muestran cómo los tiranos nacen y se forman al amparo de una «nodriza» con el propósito de «criar al rey del mundo». Según Escohotado, si Hércules ostenta el modelo de niñez dichosa, Ares y Jesús «dibujan variantes del tirano inerme, inclinado a recibir con desprecio tanto como a exigir sin dar».
Finalmente, un apunte sobre el conflicto entre géneros: Escohotado señala que «si la soterrada guerra entre varones y hembras se debía a un desigual reparto en los derechos, la guerra debe considerarse concluida o vigente tan solo en periferias, donde maquis islámicos traten de seguir haciendo valer el avasallamiento». El escritor considera que la emancipación jurídica de estas «es un descomunal logro, reciente y consolidado al mismo tiempo».
En definitiva, Rameras y esposas es un caramelo mentolado para la mente. Ensayo de lectura rápida, sus páginas albergan relatos que supuran curiosidad y sorpresas, reflexiones lúcidas y críticas y, como es habitual en la obra de Escohotado, esa ironía justa, intermitente y lubricante, que fabrica sonrisas y que tritura el típico tópico y vulgar de que la cultura y el aprendizaje son cosas aburridas. A bote pronto, no se me ocurre mejor lectura, con y por placer, para empezar el año.
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Autor: Antonio Escohotado. Título: Rameras y esposas. Editorial: La Emboscadura. Venta: La Emboscadura
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