Feriante del hastío para unos. Cirujano de la decadencia para otros. Del sátiro a la sátira. El vacío es la gasolina que empuja a sus personajes anodinos y electrocutados. La insatisfacción es el pegamento de ese universo gomoso que caracteriza la obra de Michel Houellebecq y que ahora explota, como una reacción química, en Serotonina, la nueva novela del escritor francés. En sus páginas, el Goncourt confecciona una síntesis de todas sus obsesiones: el vacío existencial del bienestar europeo, la naturaleza áspera del sexo como otra forma de soledad y el turismo a gran escala como naufragio, temas que ya abordó en Las partículas elementales y Plataforma, así como la reflexión de la muerte y la industrialización de la enfermedad de Mapa y territorio.
Seretonina (Anagrama), que se publica el 9 de enero de 2019 en España, resume no sólo al Houellebecq hiperbólico de Sumisión (Anagrama), aquella supuesta novela islamofóbica que tenía más de farsa que de proclama, sino que nos muestra a un Houellebecq capaz de ser empático y de rascar en la costra de la tristeza hasta hacerla sangrar. Como en la mayoría de sus libros, Florent-Claude Labrouste, su protagonista, es un trasunto de todo cuanto Houellebecq detesta o padece. Es un diagnóstico de la sociedad y el tiempo que habita: un funcionario del ministerio agrícola francés de 46 años que cae en una profunda depresión, que intenta capear con Captorix, un antidepresivo que libera serotonina y tiene tres efectos adversos: náuseas, desaparición de la libido e impotencia.
Florent sufre del atasco existencial de los protagonistas de Houellebecq —el Jed Martin de Mapa y territorio e incluso del protagonista de Sumisión—. Experimenta, como ellos, un momento de embotamiento y decadencia que se expresa en todo: su relación con el sexo, con las mujeres, con el trabajo o el bienestar económico. Alguien que vive bien —sueldo de funcionario, holgura material— y que aun así cae en picado. Un rasgo distingue a Florent de sus predecesores: este hombre recorre el país que forman las carreteras francesas como si de un mapa de sus relaciones estropeadas se tratara. Ambos suponen un laberinto. Florent huye de París, de una relación extraña con una fría mujer japonesa y de su vida de técnico agrícola.
Algo en el Florent de Serotonina recuerda al Michel de Plataforma, aquel burócrata cínico, nihilista y sexualmente hiperactivo gracias al viagra. La función que cumple el corrector de la disfunción eréctil en Plataforma, la ejerce el Captorix de Serotonina: un catalizador del abismo. Ambas sustancias actúan como metáfora de la Europa actual, una sociedad que echa mano del botiquín para provocar el deseo o la felicidad y que espanta la soledad y la tristeza empujando la gragea del hastío. Hay un espíritu barbitúrico que recorre cada línea de esta historia terrible y oscura. Hay una farmacopea Houellebecq en Serotonina. También abatimiento, un malestar poroso que traspasa la página hasta llegar al lector. Una inmensa hemorragia que se estampa en el ánimo de quien pasa la página.
Houellebecq renueva sus votos en su odio por lo francés, una seña de identidad de todos sus libros. Florent, que recorre toda la Francia de provincias —al igual que lo hacía Jed Martin con la excusa de la Guía Michelín en Mapa y territorio—, se pasea por enormes granjas industriales donde se crían pollos, muestra a un sector agrario aplastado por la industrialización e incluso por la relación comercial que traza la Unión Europea. En Serotonina, Houellebecq mete los pies en el barro de una sociedad atomizada y pre-Macron. Resulta inevitable no leer en clave “chalecos amarillos” este paisaje de perpetua disolución y desilusión. Hay en este libro un viaje europeo hacia la frustración y las cuentas pendientes. No en vano la travesía de Florent arranca en Almería, donde el novelista pasa largas temporadas, y que le sirve para emplazar en España el territorio del deseo y la hipérbole, cual ramalazo Mérimée casi dos siglos después.
Camille, Claire, Yunzun, Kate… Las parejas de Florent parecen afecciones más que relaciones. Kate, aquel amor de juventud que se pierde por cobardía; la japonesa Yunzun, cosificada como un robot que sólo consume y se entrega al sexo con automatismo; Claire, una actriz que nunca consiguió mayor éxito que una obra de George Bataille —una vez más a la cultura francesa siempre la crucifica— y que termina alcohólica, o Camille, la recreación más cercana a la felicidad de este hombre que está, perpetuamente, dando vueltas a la laguna de la muerte. Como lo fue la eutanasia en Mapa y territorio, lo es aquí el suicidio, un elemento especialmente nítido en los padres del protagonista, quienes se provocan la muerte para abandonar juntos este mundo ante el cáncer de cerebro del padre. Todas las puertas afectivas parecen cerradas para Florent, que se mantiene ajeno incluso al intenso amor que sintieron sus padres el uno por el otro y del cual él es excluido. El arsénico de Emma Bovary rebrota en el Captorix de Houellebecq. La farmacopea, pues, en su más puro estado.
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