Según una noticia que leo en El Periódico, asegura la consultora Gartner, en su último Informe de Predicciones Tecnológicas para el 2018 (el mero hecho de que exista algo llamado Informe de Predicciones Tecnológicas me parece fascinante) que en el 2022 el público occidental consumirá más noticias falsas que verdaderas y que no habrá suficiente capacidad ni material ni tecnológica para eliminarlas. No me queda muy claro, dicho sea de paso, si el público oriental no las consumirá o es que ya las consume sin necesidad de esperar al 2022.
Además, también advierte que la mente humana muestra más reticencia a cambiar sus opiniones que a aceptar algo que es mentira, y que el coste de producir noticias falsas es muy inferior al de producir noticias verdaderas, que implica un trabajo periodístico.
Me pregunto, entre otras cosas, si para llegar a esta conclusión hacía falta un informe tecnológico o de cualquier otra índole y, cuánto cobrarán los genios que hay detrás de tan sobresaliente tesis. A no ser que el objetivo sea fomentar el optimismo en la raza humana, haciéndonos creer que la sociedad se equilibrará en un ecuánime fifty fifty de mentiras y verdades.
Que el cuñadismo llegaría a las redes sociales más temprano que tarde no era algo tan difícil de prever. A fin de cuentas, solo es necesario un pequeño aparatito, una conexión a internet y saber teclear. Algo al alcance casi de cualquier mamífero pentadáctilo. Es lo que tiene la democratización de casi todo, mal que nos pese: no entiende de intelectos ni de juicios morales. Una persona un voto, una persona un clic, una persona un post, tanto da. Toda opinión es válida y respetable, aunque las consecuencias sean VOX, Donald Trump o Bolsonaro. La dictadura de las mayorías no deja de ser una imposición como otra cualquiera. Preferimos castigar el humor a la infamia. Nadie puede limpiarse los mocos con una bandera (algo bastante infantil y bobalicón, por otro lado), aunque sea lo único que tiene a mano para aliviarse el catarro, pero sí puede brear al que tiene al lado, o a cientos de kilómetros (poco importa), sin la menor consecuencia. Entre todos hemos decidido una escala de valores que tiene más de escala (en el sentido de escalada) que de valores. Desde niños se alienta al maltratador, y al que denuncia la injusticia se le acusa de chivato; son las reglas del patio y quien quiera sobrevivir en él ha de aceptarlas.
Las redes sociales no son más que un gran bar sin cerveza fría ni aperitivos, pero donde básicamente seguimos escuchando al camarero de turno o a nuestro compañero de barra asegurar que los extranjeros no pagan impuestos, los chinos no se mueren nunca y si se mueren acaban en un plato de cerdo agridulce, o que fulano le es infiel a mengana y que no sé qué vecino le vio salir el otro día del portal de no sé qué otra vecina ligera de cascos.
Las verdades a medias, los juicios de valor, la mentira, el descrédito, la humillación, el martillo al clavo que destaca, el atrevimiento del ignorante, la incultura como bandera, la prepotencia fascista, en el mejor de los casos tomar la parte por el todo obviando los matices… es algo que siempre ha campado a sus anchas sin más castigo que la propagación y la estulticia del que la alimenta, por más que Esopo tratase de convencernos de lo contrario en su fábula El pastor mentiroso ya por el siglo VII a.C.
Ahora lo llamamos posverdad porque somos tan posmodernos que nos encanta todo lo que lleve el prefijo «pos», pero siempre hemos quemado brujas en las hogueras de nuestros propios prejuicios y hemos mirado hacia otro lado.
La culpa no es de las redes sociales, que lo único que hacen es amplificar nuestras imperfecciones, sino de quienes creyeron que serían la panacea hacia un mundo que acercaría más a las personas y que permitiría a un mayor número estar más comunicados e informados.
Por suerte, también hay quien predice —Stephen Hawking lo hizo en su momento— que la tecnología que nosotros mismos hemos creado destruirá a la raza humana en menos tiempo del que creemos. Mientras tanto, sentémonos y disfrutemos del espectáculo.
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