La mañana era gélida como el aliento de la muerte. Debía estar bien entrada la primavera, pero ese año los dioses castigaban a los mortales con inusitados fríos y ventiscas. Las cumbres del Néritos, el de trémulo follaje, permanecían cubiertas de nieve. Antaño le hubieran permitido pasar al corazón del mégaron y calentar sus marchitos huesos en el fuego vivificador que ardía ante el trono de su señor.
Ahora lo echaban a bastonazos si se atrevía a asomar su hocico por palacio. Lo forzaban a buscar algo de calor en el hediondo montón de estiércol y desperdicios, del que los siervos sacaban el abono con el que fertilizar los campos.
Sintió un mordisco bajo la paletilla siniestra. Sería Alecto, la más voraz de entre las garrapatas que lo vampirizaban desde que Telémaco dejó la isla en busca de noticias sobre su padre. Antes lo dejaban vagar por los corredores del palacio y acceder al gineceo, donde su señora hilaba en el telar y supervisaba el trabajo de las esclavas. Las cocineras lo alimentaban con las sobras de la cocina, y Euriclea, la que en la noche de los tiempos amamantara a su dueño, se preocupaba de que fuera desparasitado y aseado con regularidad.
Todo había empezado a cambiar cuando, cual plaga de langostas vomitada desde el Tártaro, se presentó ante los ciclópeos muros del palacio esa caterva de pretendientes, llegados de todas las islas fronteras e, incluso, de tierra firme. Los intrusos ambicionaban forzar a su reina a elegir a uno de ellos para casarse con él y que éste pudiera usurpar el trono que su señor dejara vacante. Con la excusa de que habían traído regalos, abusaban de la hospitalidad de su soberana rapiñando su despensa, agostando sus silos y dejando exánimes sus tinajas.
Pronto empezó a recibir puntapiés y varazos por parte de los pretendientes y sus servidores, confinándolo en el albañal en el que ahora debía sobrevivir. Penélope se había enclaustrado en el gineceo, para no dejarse ver por aquellos carroñeros, y la devota Euriclea, con ella. Parecía que nadie se acordaba ya de él, y se veía obligado a pelear por los desperdicios que arrojaban los sirvientes de las cocinas con las jaurías de perros callejeros, sin amos ni dioses e infinitamente más jóvenes que él.
Otra mordedura de Alecto volvió a turbarlo. De Alecto o, tal vez, de Megera, que, celosa de cómo su hermana iba engordando más que ella, decidió aumentar su ración de sangre. Alecto, Megera… Dos de las Erinias, las temibles furias, las diosas de la venganza que atormentaban a parricidas y a autores de crímenes abominables.
Había escuchado sus nombres y su historia de boca de Méntor, mientras aleccionaba sobre dioses y otras criaturas de la fabulosa mitología aquea a su pupilo, el príncipe Telémaco, en una de aquellas interminables noches de invierno, al amparo del fuego que ardía en el hogar circular del mégaron. Añorando aquellos tiempos de bonanza, cuando se percató de que comenzaba a ser devorado por garrapatas, decidió llamar a cada una de ellas con el nombre de un ser monstruoso. A las pulgas las llamaba las harpías, sin individualizarlas.
Felices tiempos aquellos. Bueno… No tanto. Hacía casi dos décadas que su señor había embarcado en aquel navío negro, con un ojo pintado en la proa y las enormes velas decoradas con la efigie de Atenea, la diosa protectora de la casa de los Laertíadas.
Su amo apareció aquella mañana revestido de su panoplia completa, rutilante de tal modo que eclipsaría al mismísimo Ares, el dios de la guerra. Su armadura, confeccionada a modo de láminas articuladas superpuestas, lo hacía parecer semejante a esos gusanos acorazados que moraban en las tierras fértiles. Su casco, labrado a base de engarzar en una gorra de fieltro colmillos de jabalí. Jabalíes, hasta 30, cazados casi todos por él junto con su señor en aquellas inolvidables jornadas de montería donde ambos eran uno.
Siguiendo a su dueño se subió a la nave capitana, la Glaukopis, tras vencer su pavor a cruzar aquella bamboleante pasarela de madera sobre las aguas amenazadoras del vinoso ponto. Pero el infame Euríloco lo expulsó a patadas del navío, mientras que Odiseo golpeaba a ese desgraciado por haber osado patearlo a él, a Argos, el hermano perro del Laertíada. Los sirvientes le impidieron volver a embarcarse. Su amo estaba demasiado ocupado impartiendo las últimas órdenes como para obligarles a franquearle el paso. Se desgañitó ladrando para llamar su atención. Rugió y enseñó sus temibles colmillos a los esclavos para que se apartaran. En vano.
La Glaukopis zarpó aprovechando una ráfaga de vientos favorables. Los fámulos bajaron la guardia, momentos que aprovechó para, sobreponiéndose a su inveterado pánico a las ondas marinas, arrojarse a éstas tras la estela del navío. Nadó como un poseso, pero Eolo soplaba con ímpetu y la capitana fue marcando cada vez más distancia. Su dueño observó su angustiosa persecución desde la popa y ordenó a gritos a los sirvientes que quedaban en tierra que lo rescataran. Dos se arrojaron a las procelosas olas y consiguieron ponerlo a salvo en el muelle. No se movió de allí, incluso cuando la noche pintó el firmamento con miríadas de estrellas.
El mar se llevó consigo a su amo. El mar lo trajo a él. Lo parieron a bordo de un navío argivo que llegó a las costas de Ítaca transportando un cargamento de vino de Nemea. Odiseo había subido a bordo para supervisar la calidad de los caldos y quedó prendado al descubrir la camada que su madre había parido un par de semanas atrás. El mercader que había fletado la carga quiso ganarse la simpatía del soberano de aquellas tierras y lo invitó a elegir uno de los cachorros, alabando sobremanera las virtudes cinegéticas de los padres. Tras examinar minuciosamente a todos, el divino vástago de Laertes lo eligió a él. Lo llevó en brazos hasta las cocinas de palacio y ordenó que lo alimentaran con sopas de pan y leche.
Cuando la oscuridad cubrió con su velo la bóveda celeste y más añoraba el cachorrillo el calor materno, el Laertíada lo apretó contra su pecho, y mirando a sus desvalidas pupilas profirió aladas palabras:
“De Argos te trajeron, Argos será tu nombre. Desde hoy compartiré mi pan y mi fuego contigo. Donde yo Odiseo, tú Argo”.
Desde esa noche durmió recostado junto a Ulises en el lecho por éste labrado con sus propias manos a partir de un centenario tronco de olivo. No lo convencieron las protestas iniciales de Penélope para que hiciera dormir al can en el suelo o en las cocinas con el resto de la jauría. Más aún, cuando su señor era sólo penoso recuerdo, la propia reina dormía abrazada a él.
Keraunos, el nuevo perro líder de las jaurías reales después de que a él lo condenaran a aquel muladar en el que lo forzaban a sobrevivir, se acercó a él y le trajo un puñado de tripas de buey para que comiera. Se quedó a su lado mientras lo hacía, para que los canes callejeros que pululaban por el estercolero sin atreverse a acercarse no le arrebataran el sustento que le permitiría sobrevivir un día más. Miró con gratitud a Keraunos, mas apenas comió. Sus dientes lo habían ido abandonado en su obstinada lucha contra la muerte y la tristeza sin fondo por la ausencia de su amo le afligía el alma.
Apenas le quedaban dientes. Apenas lo sostenían sus patas, otrora envidia de todos los cuadrúpedos de Ítaca, la batida por las olas. Malditos fueran los corceles del tiempo que acabaron convirtiéndolo en patética sombra de lo que fue.
Rememoró con una pizca de amargura aquellos luminosos años, pocos, muy pocos, en los que su señor lo cuidaba como un igual, compartiendo con él los mejores bocados de su propio plato. Con Odiseo, fecundo en ardides, y de manos de Licaón, el mastín que comandaba las jaurías de palacio por entonces, aprendió a ser el mejor rastreador, el más afamado perro de presa de las áspera Ítaca y de todos sus contornos. Comenzaron instruyéndolo en la caza de liebres en los extensos trigales tostados por Helios que se extendían ante los muros de palacio. Al cabo, lo condujeron hasta los bosques que sombreaban las laderas del escarpado Néritos en pos de cervatos y cabras. No le perdía la pista a ninguna presa. Sus aceradas mandíbulas no soltaban al animal hasta que su señor se lo ordenaba.
Antes de cumplir su primer año de vida, lo llevaron a la caza de jabalíes, batiéndose el cobre contra ejemplares que sextuplicaban su peso, armados de funestos colmillos con los que te enviaban al Hades a poco que te despistaras.
Todas las batidas de caza comenzaban de la misma manera: se levantaban bastante antes de que la aurora tiñera con sus dedos de rosa el cielo. Hacían un sacrificio ante la tosca escultura de Artemisa, deidad protectora de los bosques y de los animales que en ellos moraban, así como de los canes que les daban caza, y le pedían permiso para cazar las presas con las que dar sustento a todos los moradores del palacio. Consumían un recio desayuno a base de torreznos, gachas de cebada y queso elaborado por los propios pastores palaciegos, regado todo con negro vino, el amado don de Dionisos.
Poco antes de que despuntara el sol, ya estaban en el bosque. Los gañidos de la rehala acallaban los trinos de las aves. Cuando les daban suelta y husmeaban el rastro de alguna presa, se lanzaban tras él indiferentes a espinos, matojos o zarzas. Intentaba ir siempre a la estela de Licaón, sin sobrepasarlo nunca y respetando que aquél era el líder de la jauría. Pero, cuando sentía la presa cerca, se olvidaba de ello y se abalanzaba sobre ésta avisando a su señor con sus ladridos.
Jamás podría olvidar el día en el que dieron caza a la Bestia. Los colonos del reino habían acudido varias veces a palacio para quejarse a su soberano de que un jabalí monstruoso, a tenor de sus huellas, destrozaba sus cosechas. Mutiló incluso gravemente a un desdichado que tuvo la mala fortuna de encontrárselo una anochecida. Todos lo llamaban la Bestia y el temor hacia su figura se extendió como el fuego en un campo de mieses agostado por el inclemente sol del estío.
Odiseo organizó una batida con los mejores cazadores de la isla. Estuvieron tres días con sus noches siguiendo la pista del monstruo, que había dado sobradas muestras de su astucia esquivando a sus perseguidores. Al cabo, consiguieron acorralarlo en un desfiladero sin salida. Como era habitual, Licaón y él encabezaban la partida, distanciados varios cientos de pies del resto de cazadores. La Bestia se vio sin salida. Sus ollares parecían vomitar fuego. Sus siniestros ojillos reflejaban el Tártaro. Sus colmillos delanteros, dos veces mayores que dos dedos de un hombre puestos el uno detrás del otro. Lo más sensato, sabían, era acorralarlo hasta que llegara el resto de la rehala y los cazadores pudieran herirlo con su venablos, mas Licaón, cegado por la emoción, acometió al jabalí y se encaramó sobre sus lomos haciendo presa en su hirsuto cuello.
La Bestia consiguió librarse de las tenazas de Licaón y lo empitonó con sus colmillos, dejándolo malherido. Intentó huir, mas aún quedaba Argos, cuya fiereza se había multiplicado al ver a su camarada herido. La Bestia se detuvo para tomar aliento. Arañó la tierra con sus pezuñas, grandes cuales la palma abierta de un hombre, sin apartar sus incendiarios ojillos del perro que se erguía amenazador como único obstáculo para recobrar su libertad.
En esos precisos instantes arribó el resto de la jauría guiada por Odiseo y el mozo Elpénor. Las voces de los demás hombres se escuchaban aún distantes, a la entrada del desfiladero. Odiseo, fecundo en ardides, arrojó su venablo el primero. Hirió a la Bestia en el ijar, cerca del corazón. La herida no resultó mortal, lo cual agudizó aún más la ira del animal. Éste se abalanzó sobre el rey de Ítaca, que le había pedido su lanza a Elpénor y se preparaba a lanzarla, mientras que el resto de perros de la rehala cercaba al jabalí sin atreverse aún a abalanzarse sobre él.
La Bestia se llevó por delante a dos canes antes de alcanzar a Ulises en el costado derecho, llevándose en su embestida trozos de carne sin alcanzar el hueso y dejando inerte al héroe. El jabalí se aprestó a rematar a su agresor, pero Argos se lanzó a su yugular y clavó en ella sus fauces, dispuesto a dejarse la vida para salvar la de su señor. No aflojó su tenaza a pesar de que la Bestia lo aplastó contra una roca enorme y lo hirió con sus colmillos. Sintió la vida escaparse por las heridas. No soltó la presa. Su señor estaba desvalido. La Bestia, súbitamente, dobló las articulaciones y se derrumbó sin vida. Ulises lo había degollado con su machete.
Dueño y perro perdían torrentes de sangre, pero ambos se dirigieron hacia donde yacía Licaón. Odiseo se tendió a su vera, abrazó al mastín y acompañó su tránsito al Hades, mientras Argos lamía sus heridas. Licaón no soltó ni un solo gañido ni tuvo miedo alguno cuando vio abiertas las puertas del inframundo: había entrado en él envuelto en el amor de su señor. Había tenido la muerte más dulce para un perro.
Los sirvientes se abalanzaron sobre Odiseo para curarlo de las graves heridas, pero se negó a gritos. Se había percatado de que las de Argos eran peores. Pidió aguja y hilo y él mismo cosió los cortes que el jabalí le había causado en el vientre y en los costados. Convalecieron juntos, librándose por muy poco Argos de acompañar al Averno a Licaón.
Cuando ya había recobrado las fuerzas, un aciago día se presentaron unos heraldos convocando al divino Odiseo a defender el honor de la Hélade ante los inexpugnables muros de Ilión.
El casco con el que se cubría el hijo de Laertes cuando embarcó en la Glaukopis rumbo a su destino estaba coronado por las dos defensas de la Bestia. Los primeros colmillos de jabalí engarzados en ese mismo casco de guerra fueron los que Ulises ganó en su mocedad, al dar muerte en las cumbres del Parnaso, territorio de su abuelo Autólico, a aquel jabalí que lo hiriera en el muslo.
Veinte años habían pasado desde que la guerra le arrebató a su rey. Veinte años de añoranza y, sobre todo el último, de penalidades y humillación tras la llegada de los pretendientes. Ninguno de sus congéneres ni de los humanos daban crédito a que siguiera vivo. Ni uno solo de entre la raza canina había vivido tantos años como él. Y mucho menos siendo tan grande como lo había sido, aunque ahora los dolores y penalidades lo forzaban a caminar casi arrastrado.
No le temía a la muerte. Al contrario: se había enfrentado a ella cuando había acudido a palacio a arrebatar a alguno de la progenie de Odiseo. Aquella noche funesta no tan lejana en la que se presentaron ante las murallas palaciegas las Moiras, dueñas de la vida y la muerte de todas las criaturas mortales. La señora Anticlea, esposa de Laertes y madre de Odiseo, harta de ser columna de aquella familia y rota por la ausencia de su vástago, al que todos daban ya por muerto, engullido por las ondas del piélago, había decidido convocar a la muerte e ingresar en el Hades por su propia mano. Así, las temibles Moiras vinieron a su llamada. Argos intentó ahuyentarlas mostrándoles los restos de sus temibles colmillos, sabedor de que su amo se rompería si no encontraba viva a su madre a su retorno. Láquesis, la divinidad que mide con su vara la longitud de una vida y que tenía comprobado que la de Anticlea no daba para más, lo miró con compasión y lo acarició con palabras que pretendían ser somníferas, mientras que su hermana Átropos, la inexorable, penetraba en palacio para cortar con su tijeras el hilo que ataba a la vida a la madre de Ulises. Argos no dejó de aullar, cuajado de aflicción, ni cuando acompañó un tramo el ánima de Anticlea, que seguía al dios Hermes, el Psicopompo, el conductor de las almas, mientras la guiaba hacia las moradas de Hades y Perséfone.
No. No temía a la muerte. Ni a las fabulosas criaturas que poblaban el mundo y no podían ser advertidas por los mortales comunes: faunos, ninfas, centauros, lamias…
No quedaba vivo ninguno de los innúmeros hijos que había engendrado a lo largo de su azarosa vida amatoria. Las Moiras habían acudido varias veces ante él apiadadas de sus penares, pero se había negado a que le cortaran el hilo de la vida. No consentía morirse sin volver a lamer las amadas manos de su señor. Contra todo pronóstico, las damas de la vida y la muerte se habían marchado dejándolo vivir.
Alecto volvió a hacer de las suyas. Suspiró resignado. Intentó conjurar su miseria actual rememorando las pocas escenas de felicidad plena compartidas con Ulises. Sus patas apenas lo sostenían, estaba casi ciego, su olfato, capaz de oler a decenas de pasos el rastro de una presa, parecía colapsado. Si le quedaran lágrimas, lloraría la infamia con la que lo trataban, pero las había gastado llorando la ausencia de su amo.
Venteó desolado intentando llenar sus exhaustos pulmones. El aire apenas le llegó a la garganta. Había percibido un olor que llevaba dos decenios sin oler: el de Odiseo. Sintió un pálpito que casi lo ahogó. Volvió a olfatear. No había duda. ¡Su rey había vuelto! Irguió su maltrecha cabeza e intentó aclarar su vista, sobreponiéndose a glaucomas y cataratas. Los dioses sabrán cómo pero consiguió localizar no muy distante al porquero Eumeo, el mayoral de los cerdos, uno de los pocos que se habían mantenido fieles a su soberano tras la invasión de los pretendientes. Su olor era inconfundible. A Eumeo lo acompañaba un zarrapastroso anciano, un mendigo que se apoyaba en un tosco báculo, cubierto de andrajos y suciedad. Pero los dioses no lo engañaban: el intruso no era un mendigo, sino su Odiseo. Su amo, su señor, su wanax.
Nadie lo reconocía bajo su disfraz. Nadie excepto él: Argos, su hermano de vida. Movió con alegría su mugrienta cola. Ordenó a sus músculos que se pusieran en marcha y que lo condujeran, aunque fuera a rastras, hacia su bienamado Odiseo.
Las Moiras le reservaban un postrer martirio. Su corazón no pudo soportar tanta emoción. Reventó igual que un melón maduro al golpear contra un muro. Átropos cortó con sus tijeras su hilo de vida, al incorporarse sólo con sus patas delanteras.
Nadie se percató de su tránsito. Nadie excepto aquel mísero mendigo, que hubo de enjugarse las lágrimas a escondidas y hurtar su rostro, para no delatarse ante los que sabía enemigos y que no dudarían en matarlo al descubrirlo de vuelta sin escolta.
Argos se maldijo por no haberse percatado de la presencia de las Moiras. Observó con tristeza su cuerpo yerto. Vio venir hacia él a Hermes empuñando su caduceo. El dios lo llamaba con palabras cariñosas invitándolo a seguirlo, entre promesas de cacerías eternas en los Bosques Elíseos, mientras esperaba que Odiseo se uniera con él ya para toda la eternidad. Seguir al dios era tentador. Pero no pensaba volver a perder a Ulises. Sería un perro muerto, mas seguía siendo el perro de Odiseo.
Libre de sus ataduras mortales trotó tras su dueño, que ya había penetrado en el patio de palacio. Lo halló refugiado de las burlas y patadas de los pretendientes y los suyos, en un hediondo montón de pieles sin curtir. Odiseo, el pródigo en ardides, el igual a un dios, rumiaba desolado su miseria. Argos colocó la trufa de su hocico en su amado rostro. Lamió sus lágrimas. Lamió sus manos y volvió a lamer su rostro.
El laertíada se sobresaltó. Ni un ser vivo ante él. Estaba miserablemente solo, arramblado en aquel pestífero rincón. Pero… No estaba solo, por Zeus. ¡No estaba solo, por todos los dioses! Alguien lamía sus manos, alguien enjugaba sus lágrimas. Cerró los ojos y se concentró. ¡Por los dioses todos! Había notado la trufa de un perro. Lo estaba besando la áspera lengua de un can. ¡Dioses del Hades: era Argos! No daba crédito. Él mismo había sido testigo de su muerte. Él mismo estaba llorando su pérdida. Un nuevo lengüetazo lo sacó de dudas. Era Argos. Entonces abrió del todo las compuertas del llanto. No eran lágrimas de pesar.
En el extremo opuesto donde can y humano celebraban su reencuentro, Argos entrevió a un humano. No era un humano corriente. Juraría que ni siquiera estaba vivo como ellos. Ni siquiera era de su mismo tiempo. No perdía detalle de nada, a pesar de que sus ojos estaban ciegos. Él también lloraba, mientras intentaba retener en su alma todo lo vivido, para inmortalizarlo cientos de años después en sus hexámetros.
genial
¡Extraordinario!