Con el libro de poemas Aquelarre en Madrid Fernando Beltrán obtiene el accésit del Premio Adonais. Tiene 26 años y levanta ya su aullido poético con este himno existencial considerado desde entonces uno de los poemarios emblemáticos de la generación de los 80.
La amada invencible: 80 poemas incurables, El corazón no muere, Mujeres encontradas, o Donde nadie me llama, que reúne toda su obra, desde 1980 al 2010, son solo cuatro títulos de su elegante y comprometido edificio poético, y para ampliar esta gran casa que ha ido construyendo a lo largo de media vida, hace tres años nos entregó las llaves de Hotel Vivir, un libro con el que continuó elevándose como una cometa indómita rompiendo cualquier barrera establecida por el mercado, las modas o la crítica.
Cuando leí Hotel Vivir tuve la certeza de que Fernando había alcanzado una madurez poética a la que es muy difícil llegar, y lo digo con la convicción de quien ha buscado desesperadamente en los últimos años una voz que pudiera devolverme la fe en la poesía. Escribí sobre él para La Nueva España, casi desde el taxi en el que me había metido para ir leyéndolo. Recuerdo haber pensado entonces que este libro merecería el premio nacional, aunque enseguida me vino a la cabeza la realidad pacata y corta de vista que suele existir en estos negociados.
Solo los grandes poetas son capaces de concentrar en un libro 52 poemas sin que ninguno sobre y que logren alcanzar una altura semejante como él ha conseguido en este poema, que es la llave que cierra el libro a modo de testamento sentimental como un palpitante legado de amor. Se titula “Instrucciones para el día después”, y leeré solo poquitos versos siquiera sea para poner un poco de música a este encuentro: ”
“Mis alas para ellas / Mi música también. Y mis errores. Y la palabra padre”.
En este reparto Fernando no olvida las dos ciudades de su vida. Dice:
“Para Oviedo la tinta de mis charcos. / Mi voz. Mis ojos verdes. Mi página incurable. / Para Madrid mis pies. / Y la palabra edad”.
Cartel de la expo. Diseño de Manuel Estrada
En La vida en ello la Universidad de Valladolid ha tenido el acierto y la delicadeza de incluir su obra en prosa en la colección Renglón Seguido, dirigida por Javier García Rodríguez, al cuidado de Leopoldo Sánchez Torre, poeta y profesor de literatura —dos oficios muy del 27—.
La vida en ello contiene toda la prosa de Fernando Beltrán que Sánchez Torre ordenó con estos epígrafes que hablan también del mundo personalísimo del autor:
“Hombre con paraguas”, que comienza con el texto “Errores y paraguas”, es un homenaje a su padre, que es un aturdido grito de amor, un viaje al fondo de todo, un deshacerse por dentro (lean el poema “La gabardina de mi padre” en Hotel Vivir, si quieren sentir un temblor existencial). Están también “Músicas escuchadas”, en donde se recogen, entre otros textos sobre Gelman, Dámaso, Pessoa…, los que se publicaron en la revista Zenda sobre los poetas de la generación beat: Gary Snyder, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y Gregory Corso. Hay otros capítulos que por sus títulos beltranianos quiero nombrar, como “Abismos y bellezas”, Ásperos y esenciales”, “El mundo entero” y ya, “Canción del hijo” que contiene dos textos sobre su madre “la más hermosa”. Amor y dolor… “Morirse”, escribe Beltrán, “es quedarse con la palabra en la boca… Con mil palabras en la boca”.
La vida en ello es un libro capital para ahondar aún más en su obra. Una gozosa recuperación para descubrir a un poeta que escribe en prosa con la determinación lingüística y el vuelo poético de Salinas, con la dramatización contenida de César Vallejo.
“Prosas a pie de poema”, como dice el subtítulo de este libro, escritas a la manera clásica, es decir, con belleza y claridad de ideas, porque Fernando Beltrán es un hombre de su tiempo, lo que significa que es también un poeta que recoge la tradición y la devuelve transformada. Es un poeta de ahora mismo al que me lo puedo imaginar también sentado cerca de una chimenea al anochecer ideando poemas e historias junto a Lord Byron y Shelley, y también compartiendo mesa y mantel con Lorca y Cernuda, con Aleixandre y Dámaso Alonso, a quien conoció.
Cartel de la presentación del libro La vida en ello. Beltrán caminando entre las obras de su expo en La Casa del Lector
Fernando, que ya había dado a sus lectores parte de su biografía en sus poemas, con La vida en ello lo tenemos abierto en canal, con sus miedos y sus vértigos, sus zozobras y sus lluvias, su luminosidad y su verdad. Corregido y aumentado. Un poeta en carne viva.
Hace unos días, editando una entrevista para Zenda que Raquel Jiménez le había hecho al escritor islandés Birgisson por su novela Para Helga, me encuentro con esta frase que copio y le mando a Fernando diciéndole: “Mira, parece que lo ha dicho para ti”:
“Básicamente estoy convencido de que el escritor actual, si volvemos a la Edad de Piedra o al hombre primitivo que se sentaba junto al fuego, nos damos cuenta de que él es el que pone nombre a las cosas, el que nombra lo que ocurre, y los que se sientan en torno al fuego están ahí para decirle “¡Claro que sí! Te entiendo. Entiendo esa sensación. Gracias por ponerle nombre”.”
La respuesta de Fernando, que llega a vuelta de correo, como decíamos cuando escribíamos cartas, dice:
“Miguel, me ha emocionado esa frase, qué verdad, y qué bella esa imagen junto al fuego nombrando, y asintiendo los otros…”
Ahora está embarcado en otra serie. Esta vez se trata de textos escritos a la manera de los románticos sobre poetas muertos, como los del Club, solo que a estos él los visita en el cementerio. Es una serie deliciosa que ha empezado con “La tumba sola”, sobre Zorrilla; después “La tumba encontrada”, sobre Bécquer, y la tercera, “La tumba imprevista”, sobre Amado Nervo.
Fernando Beltrán, ciudadano experto en fatigar aceras, amigo con el que todavía se puede seguir creyendo en la magia cotidiana, y no es palabrería vana porque lo comprobamos cada vez que nos vemos; con el que puedo intentar poéticas imposibles que luego se hacen realidad —o irrealidad casi nube—; un poeta de la calle, en su vertiente más reivindicativa y manifestante: “Perdimos la palabra” y “Hacia una poesía entrometida”… hoy sigue siendo el mismo de siempre, el eterno aquejado de una enfermedad incurable, “porque la poesía es una fiebre que no se cura”, dijo una vez.
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