Hay ciertas cosas cuya cercanía disipa inquietudes y aporta la falsa sensación de que podemos controlarlo todo. Objetos, personas, animales, canciones, libros, paisajes… y hasta ciudades. Suelen coincidir con nuestro lugar de origen: lo primero que vimos de este vasto mundo. Cuando llegamos a conocer otras localidades casi tan bien como la nuestra, extendemos esa tela de araña de refugios que significan algo para nosotros.
En mi caso, entre todos esos lugares tengo que destacar uno. No es donde he pasado más tiempo, pero sí con el que guardo un inefable nexo. Además de deber mi propio nombre a la carismática Venecia, me veo obligado a visitarla cada dos años, durante su célebre bienal de arquitectura. Cuando me instalé en Dijon por primera vez, el vértigo experimentado por abandonar mi país sin billete de vuelta quedó compensado, en parte, por el hallazgo de un mágico tren nocturno que une la ciudad de la mostaza con la de los canales. Y cuando la vida me ofreció mudarme a Lyon, me sedujo contar con un aeropuerto separado de Venecia por una escasa hora de vuelo.
Suelo ir en otoño, cuando el húmedo frío y los cortos días disuaden eficazmente a los turistas. La ciudad aparece ante nosotros escondida tras una espesa bruma. A medida que se aproxima el barco que cogimos en el aeropuerto, vemos cómo los campanarios sobresalen de una informe masa que flota sobre la laguna. Mientras la niebla nos envuelve, distinguimos la silueta de los edificios. Cuando el barco atraca en Fondamente Nove, tenemos la impresión de estar atrapados en uno de esos sueños lúcidos de los que nunca queremos despertar.
Visitar una ciudad en más de una ocasión, lejos de ser repetitivo, nos permite dejar a un lado los principales reclamos y descubrir sus verdaderas entrañas. Como parte de esa inmersión, me gusta vagar sin rumbo por sus calles en busca de los comercios que dan forma a la vida cotidiana. Cuando doy con una librería, el placer es doble, pues reencuentro la seguridad que da un rincón familiar. En Venecia, los libros abundan en torno a la universidad de Ca Foscari, donde destacan las librerías Cafoscarina o Toletta, una de las más grandes, donde podemos encontrar casi de todo, perdernos entre sus estantes y respirar un aire que solo encontramos en ciertos templos. El encanto del barrio de Dorsoduro nos invita a comprar un libro y sentarnos a leer en la terraza de alguna de sus plazas. Un buen plan es detenerse en el Campo San Barnaba, frente al canal en donde cayó la enamorada Jane (Katharine Hepburn) en Locuras de verano (David Lean, 1955), o en el Campo Santa Margherita, el mejor lugar donde tomar un Spritz, el irresistible cóctel local, durante el aperitivo de las siete.
Otro rincón imprescindible para los bibliófilos venecianos es la librería Acqua Alta, que comparte nombre con las mareas que inundan la ciudad, y el propio local, durante los meses invernales. Por eso los libros descansan aquí sobre góndolas, bañeras o barcas. Estrechas salas dan cabida a variopintos volúmenes de segunda mano, que se agolpan hasta el techo. Si conseguimos sortear los atascos de turistas y curiosos, nos encontraremos con una merecida recompensa: un pequeño embarcadero en donde sentarnos a leer sobre una góndola. Pero el que podía haber sido un rincón evocador se ha convertido en el enésimo lugar donde hacer la foto de turno y donde lo último que haríamos sería abrir un libro. También hay un pequeño patio, donde una escalera formada por libros nos permite acceder a lo alto de una tapia y descubrir las vistas sobre el canal cercano. El olor a humedad y a papel mojado no nos invita a permanecer mucho tiempo, el justo para admirar la poesía de un rincón inesperado.
Esta atípica librería y la propia Venecia forman parte de esos mágicos lugares alejados en el tiempo y el espacio, suspendidos en un indefinible limbo que nos aporta seguridad y que no queremos abandonar. Como todo libro. Como toda biblioteca.
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