(Apuntes de filosofía para jóvenes, decimosexta entrega)
Bien podría ser esa la conclusión final del contencioso entablado entre Nietzsche y Dios, cuando aquél formuló su famosa sentencia: “Dios ha muerto”. Porque, si nos atenemos a la atención que se presta hoy en día a uno y otro, mientras que sobre Nietzsche siguen apareciendo libros, artículos, se celebran conferencias para reinterpretar una y otra vez su pensamiento, la figura de Dios sólo se analiza en alguna que otra cátedra de Teología, donde todavía persisten en su estudio, quizás por la nostalgia de tiempos pasados.
En cualquier caso, no se puede acusar a Nietzsche de ningún deicidio, ya que no hizo sino certificar la defunción de un dios con la salud bastante quebrantada desde mucho tiempo atrás, víctima de la progresiva secularización de la sociedad. La Ilustración y la Revolución francesa precipitarían un desenlace ya largamente esperado (del que ya habían hablado con anterioridad Hegel y Heine, entre otros). Aun así, Nietzsche fue clemente con el Dios monoteísta cristiano. Prefirió imaginar una muerte decorosa para él. Peor destino le da, hoy en día, la moderna astrofísica, con Hawking a la cabeza, al considerarlo un ente superfluo, intrascendente, una hipótesis innecesaria para explicar el Universo. Triste final para el otrora omnisciente, omnipotente, omnímodo, y todos los atributos que uno pueda llegar a imaginar o inventar, condenado a un papel irrelevante en la historia del hombre.
No se me ocurre nada más adecuado para un joven ávido por experimentar fuertes e intensas emociones intelectuales que la lectura de las obras de Nietzsche. Quizás solamente Schopenhauer, el filósofo del pesimismo, como vimos en la entrega anterior de esta serie, puede comparársele en este sentido. Para un joven con un espíritu inconformista, contestatario, rebelde, que no dé por buenos y sagrados los valores morales que la sociedad acepta sin cuestionar, para el que piense que la realidad humana es mucho más rica y compleja que lo que la Razón lógico-matemática ahora imperante puede explicar, para el que crea que los instintos, el azar, las pasiones son parte esencial de nuestra experiencia vital, para los amantes de la individualidad, para los que crean que la vida merece ser vivida con toda la intensidad posible, para todos ellos, los textos de Nietzsche deberían ser sus libros de cabecera.
Nietzsche colmará ampliamente todas sus expectativas. Fue el enfant terrible, uno de los grandes heterodoxos, el gran iconoclasta de la historia de la filosofía (uno de sus libros se titula El ocaso de los ídolos, o cómo se filosofa a martillazos, o dicho en alemán para que se entienda mejor, Götzen-Dämmerung, oder wie man mit dem Hammer philosophiert). De sí mismo dijo: “No soy un hombre, soy dinamita”.
Y, martillo en ristre, procedió a la demolición de lo más sagrado de la cultura europea: a Sócrates lo acusó de ser un “fanático de la racionalidad” y el origen de la subversión de los valores morales; a Platón, por su parte, lo consideró el padre de la gran falacia de la filosofía occidental, esto es, la creación de un ultramundo eterno, puro, que se contrapone al mundo terrenal, el que nos debería importar; el cristianismo asumió las teorías de Platón, añadiendo de su propia cosecha los sentimientos de culpa, pecado y resentimiento, configurando de esta forma toda la metafísica occidental; los conceptos metafísicos como el Bien, la Verdad, Dios, etcétera le parecieron imposturas que negaban la vida, otorgando un valor absoluto a la Razón; rechazó el idealismo de Hegel por constituir la culminación definitiva de la metafísica occidental; Kant y la Ilustración, que asumió muchas de las propuestas del cristianismo, también fueron víctimas de su martillo filosófico; la ciencia le pareció una sutil variante de la metafísica… En fin, una enmienda a la totalidad de la cultura moderna.
Uno de los grandes atractivos que nos ofrece Nietzsche es el diagnóstico más sugerente y más acertado que se haya podido hacer de la cultura occidental. Un análisis que puso fin al optimismo histórico del siglo XIX, fundado en la Razón como principio rector absoluto de la existencia humana.
Para Nietzsche, Europa, a causa de los valores morales impuestos por el platonismo y el cristianismo —pero también de la democracia y el socialismo—, se encontraba en plena decadencia. “Dios ha muerto”, y con él, muere también la certeza de la existencia de verdades y valores morales absolutos. La muerte de Dios conduce al nihilismo.
Para revertir esa situación, Nietzsche propone deshacerse de todos los valores falsos, propios de lo que denomina “la moral de los esclavos” (la piedad, la compasión, la castidad, la benevolencia y, en especial, el pesimismo vital), que es la negación de la vida, y mediante una transmutación total de los valores, sustituirlos por los valores que emanan de “la moral de los señores” (la audacia, la fuerza, la astucia), que, sobre todas las cosas, ama la vida y propugna vivirla plenamente.
Esto sólo podrá hacerlo un hombre nuevo, un hombre que haga tabula rasa de todos los valores dados como válidos y absolutos basados en la moral judeocristiana e instaure unos nuevos, aquellos propios de la “bestia de rubia cabellera” de los germanos primigenios. Ese no es otro que el Superhombre que anuncia el profeta Zaratustra, en su libro Así habló Zaratustra. Una nueva estirpe que, con la mentalidad de un niño, se deshaga de todo el falso conocimiento aceptado hasta entonces como auténtico.
Pido sinceras excusas por estas apresuradas y burdas pinceladas a brocha gorda de la filosofía de Nietzsche, que sólo pretenden avivar la curiosidad del lector e incitarle a su lectura. Sobre todo, lamento lo prosaico de la descripción, porque desmerece absolutamente de su estilo literario.
Porque Nietzsche escribió con un estilo vibrante, emotivo, arrebatado. Su lenguaje es, en muchas ocasiones, pura poesía, muy alejado de la verborrea filosófica tradicional. Utilizó a menudo parábolas, metáforas y todo tipo de imágenes, a veces en un estilo fragmentario, plagado de aforismos, máximas, etc. Consiguió el pequeño milagro de que la correosa lengua alemana alcanzara la belleza, y muchos le consideran, junto con Goethe, una de las cimas de la literatura alemana. La lectura de Nietzsche exige, en todo caso, un lector diferente del habitual: inteligente, curioso, aventurero y totalmente abierto de espíritu.
Nietzsche no creó escuela, no tuvo discípulos ni seguidores. Es el paradigma del sabio solitario, acompañado únicamente de su inteligencia. Francamente, no podía ser de otra manera: tras sí dejó cenizas, desolación, estupor filosófico. Sin embargo, fue, sin duda, la gran referencia del pensamiento del siglo XIX junto con Marx y con Darwin, y uno de los filósofos más influyentes de la historia. Heidegger, gran estudioso de su obra, allá por la mitad del siglo pasado, afirmó: “Nietzsche, en cuya luz y sombra todo contemporáneo, ya sea ‘con él’ o ‘contra él’, piensa y crea”.
En fin, para otra ocasión dejaremos el análisis de las infinitas interpretaciones que se han hecho de sus textos y de su vida: su utilización para fundamentar el nacionalsocialismo hitleriano, su peculiar misoginia, su amor a la música, su relación de amor y odio con Wagner, su curiosa pasión por la zarzuela, su carácter enamoradizo que hacía que se enamorara de forma contumaz siempre de “la mujer de otro”, y de otras múltiples facetas de este gran pensador.
Sólo me resta recomendar encarecidamente la lectura de sus obras. Sumérjanse en el abismo, en el caos, en las insondables profundidades de su pensamiento. Quizás no compartan sus puntos de vista, pero si es así, al menos habrán podido gozar de algunas de las páginas más bellas de la filosofía universal. Y, es posible que, leyéndole, recuerden aquellos memorables versos de Keats:
«Beauty is truth, truth beauty —that is all
You know on earth, and all you need to know.»
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