La vida lenta: Notas para tres diarios, de Josep Pla.
Es objetivamente desagradable no sentir ninguna ilusión, ni la ilusión de las mujeres, ni la del dinero, ni la de llegar a ser alguna cosa en la vida. Nada más sentir esa secreta y diabólica manía de escribir, con tan pocos resultados, a la cual lo sacrifico todo, a la cual, probablemente, lo sacrificaré todo en la vida.
Y así fue. Literalmente, porque el verdadero y único gran amor de Pla fue la escritura. Hubo una mujer, Aurora. La única a la que amó. Pero no fue suficiente para iniciar una vida en la que la escritura no fuera el único y exclusivo eje central. Le preocupaba a Pla su supervivencia, mejor dicho la supervivencia de su obra, a la que tanto esfuerzo había dedicado. En muchas ocasiones sentía que no había servido para nada. Nadie puede decirle ahora lo errado que iba. Para este escritor de sangre ampurdanesa que se creía la persona más insignificante del mundo, la envidia era el defecto del ser humano que más infelicidad causaba. Él no lo era, y no se tenía en demasía a sí mismo ni a sus libros. Quizá por eso fue una persona relativamente feliz, como él mismo reconocería en una entrevista.
Leer es lo único que me apasiona, que me hace vivir.
Sabemos que Pla fue un gran observador y descriptor minucioso de la realidad porque sus escritos se anclan en terreno seguro, donde la imaginación evasiva no tiene cabida salvo para la mente del lector. La literatura que hizo durante sus innumerables viajes es un referente para conocer el detalle que ayuda a construir el conjunto, la visión de un lugar. Los adjetivos, siempre en su justa medida. Solía decir que si se daba con ellos, tarea nada fácil, uno ya se podía ir a casa a dormir tranquilo. Pero ¿qué anhelaba? ¿Qué temía? ¿Cómo narraba? ¿Cómo surge toda esa obra inabarcable, ingente? Pues en este dietario, recopilado en un volumen, se abre una puerta a la intimidad del infatigable escritor para descubrirnos a la persona.
Estoy viejo… Cada día soy más viejo ¿Cuánto viviré? ¿Tres años? ¿Seis años? No me dará tiempo a nada.
En su origen se llamó Notas para tres diarios. El título, La vida lenta, se le asignó a raíz de una reflexión que anotó en 1956:
Esta noche, cuando volvía a casa a pie, con una tramontana fortísima en contra, pensaba que, a veces, la vida parece más larga que la eternidad.
Estas notas fueron escritas en 1956, 1957 y 1964, cuando Pla tenía entre 59 y 67 años de edad. Durante ese tiempo trabaja para la revista Destino, inicia la edición de sus Obres Completes (45 volúmenes, editorial Selecta) y elabora la que posiblemente sea su obra cumbre El quadern gris, un dietario en el que recuerda su vida de estudiante de Derecho en la Universidad de Barcelona. En La vida lenta se recogen sus volteos por los pueblos de este rincón de la Costa Brava, como Llafranc, Tamariu, Begur, Pals, Estartit, La Escala o Palamós, su principal quehacer en esa etapa de su vida, además de viajes a Italia, Grecia, Argentina, Austria y Escandinavia.
La vida lenta es un pálpito de su día a día, de un Pla en los prolegómenos de la vejez, cuando se refugió en su masía, Mas Pla, en Llofriu, pequeño municipio junto a Palafrugell, un enclave excepcional por su belleza. Josep Pla dijo literalmente que esa casa le había salvado la vida.
Este documento nos deja entrever a una persona compleja, contradictoria, amarga, en ocasiones divertida, irónica. El insomnio pertinaz, los excesos con la bebida y las comidas, el desorden diario, las charlas enardecidas con sus amigos y conocidos, el ser atormentado y arrepentido en algunos aspectos, el pesimista que sentía fatiga al leer y al que no le gustaba envejecer, el que amaba a la Naturaleza y observaba los celajes y cómo rolaban los vientos, ya fueran la tramuntana o el garbí. Pero, sobre todo, vemos al Josep Pla que regresaba a la vida cuando escribía, tarea que en muchas ocasiones hacía en la cama sobre cualquier cuartilla, comprimiendo una letra apenas legible (Josep Vergés, su editor, se las vio y deseó para entender a veces las palabras de Pla). Y que vibraba al narrar, lejos de una censura que lo asfixiaba, los viajes que hacía para cubrir los reportajes de la revista Destino. Sus notas denotan mucho cansancio y una soledad que no era física, pues no le faltaban visitas de amigos ni salidas con conocidos, sino una soledad íntima al escribir, consigo mismo. Como si fuera un don Quijote perdido en una tierra que desaparece y en la que solo él cree. Y algo así sucedía, pues Pla fue el cronista del mundo que se desmoronaba y cambiaba. Y él lo veía. Por eso quizá ese arraigo a la tierra, al mundo auténtico de la payesia al que deseaba pertenecer.
Por el horror que me dan los borrachos me hago idea del horror que debo de dar a la gente cuando me emborracho. Tan mal me sienta la buena vida como la mala.
Es una pena que para llevar una vida en soledad absoluta haga falta tener tanto dinero.
Se gana dinero y después se despilfarra. Curiosísimo.
Su personalidad se enriquece a base de contradicciones que lo definen. El payés que quería pisar el mismo suelo por el que paseó Sócrates en su adorada Grecia. El sentimental acorazado. El hosco solitario que disfrutaba de las tertulias. El que rehuía a las mujeres y al tiempo sentía y anhelaba su sensualidad.
Muy autocrítico con su trabajo, y poco o nada dado a sublimidades o a elogios gratuitos, Josep Pla iba por libre, sin encasillarse. Eso siempre trae consecuencias, por ejemplo que su candidatura al Premi d‘Honor de les Lletres Catalanes fuese sistemáticamente rechazada, año tras año, por su falta de complicidad con la lucha antifranquista de los años 60, aunque sí se le otorgó en cuatro ocasiones el Premi Crítica Serra d’Or y al final de su vida la Medalla d’Or. Francisco Umbral cuenta en un artículo que el actual rey emérito, don Juan Carlos, guardó un minuto de silencio durante una reunión el día del fallecimiento de Pla. Lo conocía personalmente, pues lo había visitado con doña Sofía en el Mas Pla. No escribía para monárquicos o republicanos, sino para la gente, con una literatura inteligible, siguiendo el consejo de su mentor, Alexandre Plana, de que escribiera como si redactara una carta a su familia.
Pla se muestra parco en estas notas, pero intenso a la vez. Cuenta sus quehaceres, sus colaboraciones en la prensa, sus escritos en libros, sus lecturas —su admiración por Stendhal y Montaigne, concretamente por la obra Ensayos de este último, así como por Voltaire y Francesco de Sanctis—, sus tertulias en torno a la lumbre del hogar de la masía, donde acudían amistades anónimas y hasta admiradores de la talla de Cela, Luján o Dalí. Josep Pla se muestra sincero, directo, sin recodos, especialmente en sus momentos más emotivos, ya fuera por un estado de alegría o melancolía. Recuerda su amor perdido, una mujer a la que se refiere con la sigla A., y que se identificó con Aurora Perea, con la que convivió en la villa de La Escala hasta que ella partió para Buenos Aires y no regresó jamás. Pla, atormentado, asumió su culpa por la ruptura de aquella relación.
Esta chica tiene razón. Me lo he perdido todo, he sido un borrico. La tendencia a la ternura me lleva, por huir del ridículo, a la dureza y al exceso.
Tendría que casarme con una mujer joven de cuerpo bonito y no moverme nunca más de esta casa. Pero ¡estoy tan viejo y gastado!
Se trata, en definitiva, de un libro exquisito, profundamente intimista y sincero, donde su autor abre el alma al lector a través de pinceladas que permiten acercarnos al Pla más auténtico y humano. Una alegoría a la vida sencilla y lenta, sin más gran aspiración que el vivir, o simplemente existir. El Pla de cigarro en mano, con la boina de paño, chaqueta de pana, pantalones y alpargatas de campesino, que nos deleita con una monotonía que no aburre, sino al contrario. En esos retazos testimoniales Pla nos trasmite el transcurso de sus horas de forma natural, no forzada, sin darse cuenta su vida fluye de forma inteligente, tal vez como en realidad debería ser.
Qué vida tan extraña y aburrida. Es un suicidio lento pero asegurado.
Solo Josep Pla podía hacer de una lectura un paseo rebosante de sencillez y falta de pretensiones. Lo atractivo es que parece que no sucede nada. Y en efecto: no sucede nada extraordinario, salvo que la vida en sí sola pueda gozar de ese calificativo. Para los lectores que crean esto último, este libro será un goce para los sentidos. Un lento deleite.
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