En la web Los libreros recomiendan se pude leer sobre La hazaña secreta (editorial Turner), de Ismael Grasa, lo siguiente: «En un mundo ideal no haría falta un libro como éste, se daría por consabido todo (o casi todo…) lo que se lee en él. Y es que Ismael Grasa, en efecto, ha escrito un pequeño tratado para hacer su aportación a otra sociedad posible y mejor en la que todo (o casi todo…) lo que aquí leemos sean obviedades (los ciclistas no han de invadir la zona de los peatones, no debemos producir un ruido que moleste a los demás, hay que asearse…). Ojalá este libro fuese innecesario, queremos decir, aunque, por otra parte, que no lo sea tiene la ventaja de que hemos podido leerlo, y esa lectura ha sido una verdadera delicia, y es en sí uno de esos actos cívicos y virtuosos y edificantes que en sus páginas se defienden de un modo tan firme y siempre (o casi siempre…) convincente (…) Hay en La hazaña secreta (gran título, procedente de una novela de Ramón Gómez de la Serna) un buen montón de reflexiones sorprendentes, o de certezas clásicas formuladas de una forma nueva y refrescante, divertida y lúcida”.
El autor ha sido galardonado con el premio Tigre Juan por su novela De Madrid al cielo, y premio Ojo crítico por Trescientos días al sol. Es profesor de filosofía en el Liceo Europeo de Zaragoza.
Zenda publica las primeras páginas.
Me dispongo a escribir sobre algunas cosas sencillas. Entiendo que cada cierto tiempo es preciso decir aquello que consideramos bueno, o lo que nos dijeron a nosotros y que pensamos que nos hizo bien. Me refiero a decirlo en voz alta, a decirlo a otros. En ocasiones nos quedamos con la sensación de que deberíamos haber dirigido unas palabras a alguien en lugar de quedarnos callados. O con la sensación de que con nuestro silencio fuimos cómplices de algo que se dijo a nuestro lado, y que en el fondo desaprobamos. Desde luego, no faltan también las ocasiones en que hablamos de más. Pero la cuestión es que entre nosotros se suele criticar eso, el hablar de más, y rara vez el haber hablado de menos.
Algunas de las cosas sobre las que me propongo escribir en estas hojas son asuntos que damos por hecho, hasta el punto de que puede parecer tonto que alguien se incline sobre un papel para tratar de expresarlas. Una de ellas es que las personas, a veces, decimos la verdad, o más o menos la verdad. El mundo es complejo, grandes intereses se mueven tras las apariencias de lo que sucede, entramados económicos y corporaciones hacen valer sus influencias. Pero eso no debe abocarnos a la idea de que la verdad es entonces algo inalcanzable, algo que se oculta tras un laberinto en el que hace mucho tiempo que todos nos perdimos. Las democracias en que deseamos vivir son las formas más complejas de gobierno, pero a un tiempo se apoyan sobre lo más simple, que es la confianza en las otras personas y en la verdad. Es así como nuestra vida empieza a hacerse mejor.
Quiero tratar también en estas hojas sobre el aspecto que ofrecemos y la urbanidad. Uno ha de atender a su forma de vestir, y ha de respetar ciertas normas y tratar a los demás sin rudeza. Puede ser una fuente de placer el aprendizaje sobre los tejidos y los cortes, o el cuidado de los objetos que uno luzca, sean unos zapatos de piel o la cartera en la que guarde el dinero. Uno ha de saber disfrutar eligiendo unas gafas de sol o llevando un reloj heredado. Es una frivolidad tratar la moda como una frivolidad. Cada uno es libre de interpretar la elegancia como quiera, pero no es aceptable la dejadez. Cada vez que uno se viste ha de procurar ofrecer algo a los demás, una prenda escogida, alguna clase de delicadeza. Ese exceso intencionado de tela que hay en una línea de corte, cualquier detalle gratuito, manifiesta una disposición a la alegría de vivir. El escritor Salman Rushdie señaló la moda como una de las maneras que los ciudadanos teníamos de combatir el integrismo. Uno no ha de privarse de entrar de vez en cuando en una tienda bonita.
A modo de introducción, copio aquí la frase de Rushdie a la que me refería: “El integrista cree que nosotros no creemos en nada. Según su visión del mundo, él tiene sus certezas absolutas, mientras que nosotros nos sumimos en excesos sibaríticos. Para demostrarle que se equivoca, primero debemos saber que se equivoca. Debemos ponernos de acuerdo en qué es importante: besarse en público, los bocadillos de beicon, las discrepancias, la moda de rabiosa actualidad, la literatura, la generosidad, el agua, una distribución más equitativa de los recursos del mundo, el cine, la música, la libertad de pensamiento, la belleza, el amor. Esas serán nuestras armas”.
Es preciso amar el centro de nuestra ciudad. No digo que uno haga mal en vivir en una casa con jardín de las afueras, en una zona residencial, me refiero a que no se ha de perder de vista el centro. No se puede ser feliz si uno vive simplemente protegido tras el muro de una urbanización. Se ha de tener el centro como referencia, con su pasado, sus plazas públicas y sus edificios antiguos y algo deteriorados. Se han de considerar afortunadas las personas que se alojan en alguna de las calles o avenidas del centro, o en el mismo casco histórico. Las que viven en otros lugares han de pasear esos espacios del centro y hacerlos también suyos. Uno elige una prenda que ponerse, coge de la mano o del brazo a alguien querido y camina por una de esas aceras con firmeza. Porque esas avenidas o bulevares no dejan de ser la continuación de la calle más bella de Budapest, de Nueva York o de Buenos Aires. Todos los centros de las ciudades, si son ciudades, forman un centro común.
No es necesario ir muy lejos para hacer mejor el mundo, porque tal vez uno debería empezar por el centro de su ciudad. Como primer paso uno debería recorrer tranquilamente, ejemplarmente, una calle arbolada. Después hay que sentarse en un banco, hay que entrar en una heladería o en una tienda de nuestro gusto, aunque no podamos comprar nada, y hay que detenerse a mirar una fachada o la cartelera de un cine. Quizá muchas de las calles históricas de nuestras ciudades estén degradadas o no ofrezcan un aspecto invitador, pero eso no debería apartarnos de ellas o hacernos renunciar a ese espacio antiguo y central. Uno no debería detener ahí su paseo. Porque la realidad no solo es lo que es, sino también el modo en que la miramos. Y es sabido que el modo de mirar transforma ya las cosas.
Quienes se desplacen en bicicleta, por su parte, no deben circular entre los peatones ni sobresaltar su paseo con adelantamientos o timbrazos, porque la vida que queremos se sostiene en ese paseo de los peatones sobre la acera, ese detenerse a contemplar algo, un tipo particular de conversación.
La cita que copio hoy es de Aristóteles. Se refiere a la simplicidad última de la que trataba en el texto anterior. Dice este filósofo que verdad es decir que es lo que es, y que no es lo que no es, y lo contrario es la mentira. También lo expresa con estas palabras: “Hay en los entes cierto principio acerca del cual no es posible engañarse, sino que necesariamente se hará siempre lo contrario, es decir, descubrir la verdad; a saber: que no cabe que la misma cosa sea y no sea simultáneamente”.
Como escribió en una de sus sentencias el pintor Pepe Cerdá, un día es una cosa muy seria. Es nuestra unidad de medida de vivir. No tenemos otra cosa que unos cuantos días, un número concreto. Para los que trabajan de modo autónomo un día es además el tiempo para ganar el sustento de otro día. Y para los que tenemos un sueldo un día debería ser lo mismo, si somos honestos.
De joven me dijeron que debía hacerme la cama al levantarme, y lo mismo he dicho luego a otros. Si uno no tiene ninguna tarea, si uno está triste, quizá deba sentarse en la cama que acaba de hacer y respetar así la estructura del día. Es posible que sea su ocupación ese estar sentado. Tal vez le sobrevenga entonces alguna clase de luz. Cuando llegue la noche uno vuelve a deshacer aquella cama. Igual que el artista espera la inspiración en su estudio, o el escritor en su silla, conviene esperar lo que traiga el día con la cama hecha, por decirlo de algún modo. Y si no es gran cosa lo que trae, no debería poder decirse lo mismo de nuestra disposición.
Otra cosa que me enseñaron es a empezar el día por ducharse y, en el caso del varón, por afeitarse. Uno se ha de arreglar el pelo y ha de cepillar unos zapatos. Uno ha de mirarse en un espejo de cuerpo entero –en toda casa debería haberlo–. Es posible que la imagen que nos devuelva el espejo sea la de una persona sola, pero otros tal vez se hagan sitio en ese reflejo junto a nosotros en el futuro. Uno lleva a cabo sus tareas, sus obligaciones. Uno lee el periódico de esa mañana y dice delante de otros, en voz alta, una opinión que no suene demasiado destemplada. Pasan las horas y uno procura no perder el respeto a lo que quede de día. Sucede que a ratos nos sentimos alegres, como una brisa que nos atraviesa.
Copio hoy una cita de Albert Camus, de Cartas a un amigo alemán. El autor, previendo que los nazis van a perder la guerra, escribe a uno de ellos: “Vosotros habéis escogido el heroísmo sin dirección, porque es el único valor que queda en un mundo que ha perdido su sentido. Y al escogerlo para vosotros, lo habéis escogido para todo el mundo y para nosotros. Hemos sido obligados a imitaros con el fin de no morir. Pero nos hemos dado cuenta entonces de que nuestra superioridad sobre vosotros era la de tener una dirección. Ahora que esto se va a acabar, podemos deciros lo que hemos aprendido: es que el heroísmo es poca cosa, que es más difícil la felicidad”.
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Autor: Ismael Grasa. Título: La hazaña secreta. Editorial: Turner. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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