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Todo cabe en un día

Hay una fecha por antonomasia en la literatura universal: el 16 de junio de 1904. Ese día, Stephen Dedalus se despertó y se puso a contemplar el mar de Irlanda desde la torre de Martello al mismo tiempo que un publicista judío llamado Leopold Bloom le servía el desayuno a su mujer en un domicilio de Dublín. Todo cuanto sucede a continuación en las páginas de Ulises, la torrencial novela de James Joyce que revolucionó el género narrativo cuando todo parecía ya inventado, se inscribe dentro de las coordenadas temporales que median entre el amanecer y la noche de esa misma jornada. Menos de veinticuatro horas condensadas en aproximadamente un millar de páginas, dependiendo de la edición, que se bastan y se sobran para forjar, sin salir de las calles de la capital irlandesa, toda una visión del mundo. El Ulises es todo un paradigma de las narraciones que transcurren en tan sólo un día, hasta el punto de que se podría pensar que fue esa novela la que inició una tradición que muchos consideran ya todo un género, al que llaman circadiano por esa vocación de constreñir sus límites al periodo que transcurre entre dos amaneceres.

"Hubo otros pioneros antes de que llegase Joyce para poner patas arriba el canon literario occidental"

Sin embargo, hubo otros pioneros antes de que llegase Joyce para poner patas arriba el canon literario occidental. El primero que constriñó la acción narrativa a una sola fecha del calendario fue el francés Victor Hugo en El último día de un condenado a muerte, título lo suficientemente explícito como para que se haga innecesario entrar en más aclaraciones, y por esa senda continuaron George Augustus Sala en Dos veces alrededor del sol o las horas del día y la noche en Londres o Charles Dickens en su celebérrima Canción de Navidad. También cabría destacar el Sábado de Ian McEwan, así como La luz del día, de Graham Swift, Intimidad, de Hanif Kureishi, o After Dark, de Haruki Murakami. Suele haber consenso en la crítica a la hora de citar Carpe Diem, de Saul Bellow, como un referente inexcusable. Por descontado, de ningún modo podemos olvidar otro clásico como La señora Dalloway, de Virginia Woolf, que justamente viene a ser una especie de respuesta, desde la admiración, al afortunado experimento joyceano. Como tampoco debe excluirse a Malcolm Lowry y su Bajo el volcán, con los delirios del cónsul Geoffrey Firmin en una Cuernavaca palpitante en pleno Día de los Muertos.

"Volviendo al Ulises, hay que recordar el homenaje que Enrique Vila-Matas le dedicó en su Dublinesca, en la que un editor español viaja a la capital de Irlanda para sumarse a su manera al Bloomsday"

También en la literatura española ha habido ejemplos notables del circadianismo. Merece un lugar de honor La caída de Madrid, de Rafael Chirbes, en la que el autor valenciano diseccionaba la sociedad (y las suciedades) de su época tomando como eje el 19 de noviembre de 1975, es decir, la víspera del fallecimiento del dictador Francisco Franco. Otra fecha señalada de nuestra historia reciente, el fatídico 11 de marzo de 2004, sirvió como eje temporal de El corrector, novela en la que Ricardo Menéndez Salmón se ocupaba de las tribulaciones de un personaje que vivía los atentados de Madrid desde la distancia. Volviendo al Ulises —es inevitable volver al Ulises cuando se aborda este tema—, hay que recordar el homenaje que Enrique Vila-Matas le dedicó en su Dublinesca, en la que un editor español viaja a la capital de Irlanda para sumarse a su manera al Bloomsday —esto es, la celebración que cada 16 de junio llevan a cabo los devotos de Joyce para conmemorar su obra maestra— en lo que se irá convirtiendo en una mezcla entre el juego literario y el exorcismo personal.

No es, ni mucho menos, un filón agotado, porque en sólo un día pueden tener cabida todas las luces y todas las contradicciones del mundo. Lo demuestran dos títulos de aparición más o menos reciente que ejemplifican los dos puntos de vista que condicionan la asunción, por parte del escritor, de una perspectiva circadiana: bien la convicción de que una jornada cualquiera es el perfecto espejo y resumen de todas las demás y, por extensión, de una vida entera; bien la que elige una fecha concreta y significada del calendario histórico para sacar conclusiones del tiempo que corresponda y extrapolarlas al nuestro.

Al primer ejemplo se adscribe Sur (Galaxia Gutenberg), una portentosa narración de Antonio Soler en el que en una ciudad innominada que responde punto por punto a las características toponímicas y urbanísticas de Málaga van desplegando sus altas y bajas pasiones una serie de personajes cuyas vidas se trenzan para hilar un complejo microcosmos. En una esplendorosa mañana de verano, perfectamente intercambiable por cualquier otro de esa época del año, cuando aparece un hombre agonizante al pie de una valla publicitaria. Lo que, a tenor de ese comienzo, podría parecer una narración de corte policiaco deriva muy pronto en un mosaico que revela la excepcionalidad de lo cotidiano y sus conexiones azarosas y a menudo inverosímiles. La que probablemente sea la mejor novela de Antonio Soler —la que es, sin duda, una de las mejores novelas que vieron la luz a lo largo del año pasado— combina técnicas narrativas y puntos de vista en lo que es un reconocimiento expreso a la gran deuda que el género tiene con Miguel de Cervantes y también una reivindicación de la ficción pura frente a las teorías que esporádicamente, con insistencia mayor o menor, pretenden certificar su muerte. Y todo sin abandonar las coordenadas de un día que nunca se llega a señalar con exactitud en el calendario, porque un día es siempre igual a cualquier otro y, al mismo tiempo, distinto a los demás.

"Todos los días son diferentes, aunque a menudo parezcan el mismo"

En una fecha muy concreta, sin embargo, se centra Éric Vuillard para intentar extraer a partir de ella las claves maestras de una época. Si ya en El orden del día se sirvió el autor francés de un hecho puntual —la reunión en que los grandes capitales alemanes resolvieron ofrecer su apoyo al delirio hitleriano— para mostrar el lado oscuro de un tramo ya de por sí trágico de nuestra reciente historia, en 14 de julio (Tusquets) vuelve sus ojos sobre la jornada en la que estalló la Revolución Francesa para desfilar por distintos acontecimientos acaecidos a lo largo de esas horas y por las personas que los protagonizaron. Se traza, así, un fresco que tiene su centro en el episodio de la toma de la Bastilla pero busca, ante todo, tomar el pulso al instante exacto en el que cambió un mundo, a ese viraje desde un antiguo régimen cada vez más decadente a las expectativas revolucionarias que, tras una sucesión de fracasos, terminaron conduciendo a la consolidación de una idea democrática que aún habría de sufrir empujes y reveses en los siglos que siguieron, pero que con carácter general fijó los principios de libertad y convivencia a los que dicen adherirse las sociedades modernas.

Todos los días son diferentes, aunque a menudo parezcan el mismo. Puede que tal axioma constituya el acicate de la pulsión que origina estas tramas circadianas. También lo monótono, si se alían determinadas circunstancias, puede revestir galones de excepcionalidad. Lo expresó bien Aleksandr Solzhenitsyn en la última frase de la demoledora Un día en la vida de Ivan Denisóvich, que narra las desventuras de un preso del estalinismo: «Había 365 días como éste…»

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