Foto de José Tomás
«Me considero un explorador musical», dice Santiago Auserón, alias Juan Perro. No es para menos. A sus 64 años, esta institución de la música popular española y doctor en Filosofía por la Complutense, cumple ya cuatro décadas experimentando con el rock, el pop, el jazz, el son, el soul, el rhythm & blues, el reggae… En fin, lo que le echen. Sólo le faltaba, de hecho, grabar un disco con una orquesta sinfónica. Y eso hizo hace unos meses, con un título, Vagamundo, que expresa certero el espíritu nómada de su autor. «Toda mi carrera ha consistido en aprovechar oportunidades que me han salido al paso —asegura—. Creo en el azar como regla del juego». En diciembre, sin ir más lejos, aprovechó una de esas oportunidades que se le cruzan, «como sin querer», para interpretar su nueva obra con la Orquesta Sinfónica Nacional de Cuba en La Habana, ciudad que lleva adherida a las entrañas desde que la visitó por primera vez allá por 1984. Antes de arrancar el Juan Perro Tour 2019, con el que recorrerá España en diferentes formatos –—empieza en Mallorca, como sexteto, el 15 de febrero—, el mayor de los siete hermanos Auserón radiografía su vida, su carrera, España, Cuba y las perturbaciones que acechan al mundo en que vivimos.
—¿Se acerca hoy a lo que, siendo un veinteañero, pensó que sería a los 64?
—No lo creo, la verdad, porque esto de la música no me rondaba la cabeza. Yo estudié Filosofía, en Madrid y luego, incluso, proseguí en París, con la firme intención de dedicarme a la actividad intelectual y a las Letras. Lo que pasa es que un día me metí al local de Radio Futura y me salí por la tangente. Al final, todo ha sido un ir y venir entre las letras y el sonido musical, pero nunca me he compuesto una imagen de mí mismo muy determinada.
—Siendo artista, de eso ya se encarga el resto del mundo, ¿no?
—[Se ríe]. No me veo como un icono musical ni como un intelectual; avanzo, simplemente, por atracciones periódicas que me llevan de un lugar a otro. «Seguir los caminos por los que sientas atracción, caminos con corazón, hasta donde quiera la naturaleza», como decía el indio Don Juan de Carlos Castaneda. Siempre voy perdiendo un poco las plumas: toco un poco la guitarra, ejercito la voz, escribo lo que puedo, leo mucho, reflexiono lo que me exige el insomnio; y si algo he aprendido en la vida es que hacer una cosa bien, de verdad, requiere toda una vida de ejercicio.
—¿Cómo se siente en estos tiempos de Instagram, donde todo el mundo intenta controlar el modo en que les ven los demás?
—Todo esto para mí es una gran incógnita, que la gente se construya una proyección de su ego. Nunca me he sentido atraído por ese tipo de pulsiones, más allá, claro, de que todos los días uno se levanta con los ojos semicerrados, se lava, se afeita, se peina y se adecenta un poco ante el espejo [se ríe]. Pero no entiendo este esfuerzo por modelar tu propio mito, porque los mitos son construcciones del colectivo, no puedes controlar cómo te ven los demás.
—Convertirse en mito, de hecho, quizá sea más probable si se cultiva cierto misterio…
—Es cierto y, sin embargo, la gente parece ansiosa por dejar más huellas y rastros, más imágenes de sí mismos y de los que los rodean. En la abundancia todo se banaliza y el mito pierde importancia. Esa es la mayor certeza. El álbum familiar, por ejemplo, ha perdido su valor de huella que acaricias con veneración y te deja estupefacto ante el paso del tiempo. Hoy todo pasa como un vendaval y no nos da tiempo a muchas cosas.
—¿Hay algo que le quede por hacer, alguna cuenta pendiente?
—No tengo cuentas pendientes, pero es que la mayor parte de las cosas que he hecho tampoco me las había planteado como objetivos. Toda mi carrera ha consistido en aprovechar oportunidades que me han salido al paso como sin querer. Y yo respondo a cada reto, porque creo en el azar como regla del juego. Y convertir el azar en formas sugerentes es un reto interesante entre el arte y la vida.
—¿Quiere decir que su carrera y su vida han sido una cadena de oportunidades aprovechadas?
—Tal cual, hay que vivir lo que viene y mover la vela en relación a ello. Es que si pienso en cosas que me gustaría haber hecho necesitaría otra vida para abordarlo todo: investigar más, hacer la carrera completa de música y piano, estudiar clásicas, griego y latín, en la Universidad de Salamanca…
—Tras 40 años de carrera musical, ¿considera un gran logro haber conseguido vivir de la música tanto tiempo?
—Pues no está mal para Iberia, no. Aquí es excepcional que los músicos interesantes salgan en televisión. Los medios de mayor audiencia han sido ocupados por negocios de explotación de la música que la mantiene deliberadamente rebajada de grados para que no escape al control de los despachos. Esta es una situación que hemos aceptado como normal. Es el bienestar, que adormece a la gente.
—Usted pertenece a aquella generación rebelde y rabiosa que, tras la muerte de Franco, parecía que iba a comerse el mundo. ¿En qué ha quedado?
—La Transición, digamos, apagó algunos fuegos. Hoy nos hemos contentado con una apariencia de democracia que es muy dudosa. Hay que reclamar un ejercicio verdadero de la democracia, más controlado, y rehacer un consenso a escala nacional que es indispensable.
—Más controlado, ¿quiere decir reducir la corrupción?
—Entre otras cosas, sí, pero es que la corrupción es endémica en España desde los Reyes Católicos. Los poderosos llevan siglos sintiéndose con el derecho divino de apropiarse de lo público, que para eso existe el confesionario donde limpiarse después del pecado. Esa connivencia entre los excesos del poder y su ratificación por parte de los poderes espirituales debe terminar. Todos los males de España vienen de ahí. Hasta que no acabemos con eso no tendremos una democracia saneada.
—Mencionó un consenso nacional. ¿El odio, la división, es otro de los retos sociales de España?
—Yo, desde luego, no me alimento de odio, pero sí. El odio enconado es una representación social de las frustraciones de la gente. Es muy sencillo formar ejércitos o banderías para canalizar las energías de los colectivos en beneficio propio. Es algo que en Iberia se nos da muy bien y que iguala a todas las comunidades peninsulares. No hay una vocación de conocer nuestra complejidad, nuestra historia común, para superar estas rivalidades mediante una unidad superior no impuesta por ideologías. Eso sólo se obtiene a través de la educación y el conocimiento de todo aquello que en la sociedad española tiende a ser relegado.
—¿Nunca ha pensado meterse en política?
—[Se ríe] No me veo ahí, la verdad. Me perturba esta gente que nos manda, los imagino desde niños deseando el poder, haciendo poses ante el espejo: «Quiero mandar». Es muy raro, ¿no? Que alguien crezca queriendo mandar habla de un sujeto particularmente extraño. Y al final dejamos que mande esa gente. Y claro, su preocupación no es entender la complejidad de las españas. Hace falta una reeducación política.
—«Reeducación política» destila tintes totalitarios, ¿no?
—No hombre, no quiero decir adoctrinamiento, sino algo vinculado a una reeducación integral que nos acerque más a la ciencia, a los conocimientos de todo tipo, a la historia… Necesitamos una revolución cultural permanente para que las sociedades contemporáneas, tan complicadas, permitan a sus miembros llevar la vida con dignidad, sin arrojarse al sometimiento de la primera consigna mediática que impere.
—¿Mejora España con el fin del bipartidismo?
—Debería ser mejor, pero hasta hoy no ha mejorado de forma sustancial. Se está cayendo en los mismos vicios polarizantes.
—¿Qué es lo que más le perturba del mundo de hoy?
—La cuestión de las fake news. Que la realidad se represente a diario manipulada para obtener un rendimiento, que la gente busque soluciones artificiales a problemas complejos sin molestarse en desviar la cabeza un poco al lado. Que la naturaleza esté parcelada en propiedades con las que se especula, que se quemen los montes, que los mares estén llenos de plástico y la atmósfera contaminada. La sensación de que el ser humano está enfermo de sus propias potencias y que no sabe vivir sino autodestruyéndose crea cierta congoja.
—En los años 70, ¿cuántos de sus amigos y colegas músicos pensaban alcanzar los 64 años?
—Bueno, yo nunca he tenido vocación kamikaze, me gusta calentarme al fuego con cautela, en tanto tenga interés por hacer y descubrir cosas, pero sí que hubo gente entre nosotros que alardeaba de querer quemar la vida rápido y demás frases hechas. Quizá, también, por no tener otro eslogan que llevarse a la boca.
—Las adicciones, a veces, llenan vacíos, compensan traumas…
—Seguramente, pero bueno, digamos que cada cual se buscaba la vida respondiendo a su curiosidad natural, aunque tampoco es cuestión de juzgar a nadie. La vida es un milagro que se sostiene por hilos muy finos. Te toque donde te toque. En todo caso, el acceso a las drogas tampoco se percibía como un asunto de primera necesidad hasta que fueron inducidas y mitificadas por las modas, los medios y los propios traficantes.
—El rock, con canciones como Heroin, de Lou Reed, también contribuyó a esa mitificación…
—Eso y las lecturas de Burroughs. El almuerzo desnudo y The Soft Machine pasaban de mano en mano y se mitificaba la heroína. Se hablaba también de los Stones, de otras bandas, y de que era algo que provenía del jazz. El consumo de estupefacientes se relaciona con ciertas costumbres sociales y géneros musicales, pero lo principal es que la droga está ahí, disponible, y en las sociedades occidentales se prohíbe al tiempo que se incita a su consumo, ya que muchos se benefician del negocio. Es una máquina perversa…
—Los músicos, de algún modo, han sido utilizados por los narcos para promover su producto.
—De algún modo viene a ser eso. Los músicos de aquella generación de los 60 y 70, con el flower power y otros movimientos más crudos, buscaban el placer en las drogas, nuevas experiencias, explorar las posibilidades de su energía sin saber que sus comportamientos viciosos estaban estimulados por las mafias y por la industria.
—Hubo algunos, como John Coltrane, que exploraron esa energía, sobrevivieron, y pasaron a…
—… Sí, Coltrane pasó directamente a la mística [se ríe]. Buceó en sí mismo, es cierto, y logró después obras superlativas. Pero esta generación mía de los últimos años del franquismo y los primeros de la Movida ha visto caer a mucha gente.
—¿La muerte de Franco marcó una diferencia en vuestra desinhibición adolescente?
—No tanto como se puede pensar. En la última fase del franquismo ya nos buscábamos la vida para hacer lo que queríamos, y mostrábamos rebeldía en casa y en las instituciones; quizá con más cautela que después, pero no nos cortábamos. Ya me había cortado bastante en la primera parte de la infancia, en dos colegios Escolapios, uno de Maristas, otro de Corazonistas…
—¿Qué dice? ¿Por cuántos colegios pasó?
—Unos cuantos: privados, públicos, religiosos, laicos… Eso fue por el oficio de mi padre, que era topógrafo y nos obligó a una vida itinerante. Luego terminé el bachillerato por libre, ya que en el pueblo de Huelva donde vivíamos no había instituto y tenías que estudiar tú solo y examinarte después en la capital.
—Esa itinerancia, ¿lo ayudó en su desarraigo musical?
—Sí, la infancia me dispuso hacia una actitud nómada algo desarraigada, pero también reforzó la necesidad de establecer un vínculo con cada lugar al que llegas. Dejabas unas amistades atrás y conocías otras nuevas. En mi casa siempre hubo mucha alegría, diversión y desparpajo. Y yo siempre he sido tirando a extrovertido y de carácter social.
—¿Se considera un explorador?
—Sin voluntad de conquistar nuevos territorios, pero sí. Desde la infancia he buscado resolver incógnitas que se plantean. Por ejemplo, los chiquillos de mi generación nos educamos en la calle, cantando en una lengua extranjera, y al empezar el oficio musical exploré el modo de trasladar el ritmo y el verso a nuestra lengua sin que sonara forzado. El viaje comenzó por ahí, y eso nos ha ido conduciendo a territorios nuevos, alejados; propios. Y todo ha sido exploración, conquista de nuevos mundos.
—¿Llegaron a plantearse cantar en inglés?
—Sí, bueno, eso es algo en lo que pensó toda la gente de mi generación. Y todos acabamos cantando en castellano, claro. Pero es que crecimos, los chiquillos y las chiquillas de mi época, a ritmo de rock, de soul; percibíamos un poder vinculante en esas formas, un horizonte de emociones compartible que queríamos descifrar e imitar. Después, eso sí, había diferencias importantes entre ciudades, porque en Zaragoza, por ejemplo, se oía más beat británico, en Huelva sonaba más música negra…
—De Huelva, por cierto, decía que se educó mucho en la calle. ¿Se acercó allí al flamenco?
—Sí, sí. Yo nací en Zaragoza, luego pasamos por Cantabria, el Pirineo… y llegar a Huelva fue un choque sonoro importante. Hablaban un castellano que yo no entendía; muy fluido y musical, pero tan contraído que me costó pillarlo. Y veías a los chiquillos de mi edad festejando, llevando el compás, cantando, tocando la guitarra, las palmas a compás en grupo… Era fascinante; y para ingresar a la tribu había que tomar la iniciativa, aprender.
—Y de ahí se vino a Madrid. ¿Había ya tribus musicales?
—En la época en que llegamos a Madrid, la primera mitad de los 70, todavía no. Estaba Franco, había mucha ansiedad y tensión en el aire, y en los círculos estudiantiles predominaba más la preocupación por la situación social. Yo además trabajé como delineante en una empresa, desde los 15 años, y viví aquella agitación también en el mundo obrero. Pude contrastar así las dificultades y los atractivos en uno y otro medio.
—¿A qué diferencias se refiere?
—Bueno, era gente muy distinta. Los líderes, por ejemplo, entre los estudiantes eran pequeños aprendices de revolucionarios de pose airada, muy gesticulantes y un poco caricaturescos, que se presentaban siempre como los más radicales; burgueses en su mayoría, aunque yo pertenezco a esa generación de la clase trabajadora que en España accede a la universidad por primera vez. Algo que me marcó mucho. Y luego estaba la gente de barrio obrero, también muy activa o radical, pero mucho más accesible, más suave y comprensiva. Se jugaban el tipo de verdad, pero era gente sencilla, tratable, lúcida, más empática.
—Perdone que vuelva atrás, pero ¿cómo empezó a trabajar de delineante con 15 años?
—Bueno, yo soy el hijo mayor de una familia numerosa —cuando llegamos a Huelva ya éramos seis y allí nació Pilar, la pequeña—, y bueno, digamos que con el sueldo de topógrafo no era fácil salir adelante. A mí me educaron para ser un niño excesivamente consciente de los problemas y de las necesidades inmediatas, además de ser muy inquieto, así que le dije a mi padre que quería ayudar y que me metiera en la empresa donde trabajaba, como aprendiz, mientras terminaba el bachillerato. Me atraía esa especie de pequeño heroísmo a lo David Copperfield, que puede llegar a ser repelente, y la curiosidad de ver mundo y hacer cosas. Recuerdo, de hecho, que en cuanto aprendí un poco los rudimentos del oficio ya estaba enredando con el libro de filosofía y pensando en que quería hacer otras cosas.
—¿Qué es lo que más quiere en la vida?
—Las personas más cercanas que me ayudan a entenderme mientras yo busco entenderlas mejor a ellas, como un reflejo de las ventajas y dificultades de la convivencia. Ellas son el eslabón que te comunica con el resto, en lo que uno se sujeta. Después de eso, los libros, las guitarras y las personas no cercanas. Tengo una especial sensibilidad en relación con el prójimo, porque lo veo como igual, incluso en la diferencia extrema. Estoy subyugado por el hechizo de la naturaleza, de los seres vivos y de los inorgánicos. Cada cuerpo es único, un milagro insustituible; en cada cerebro humano las neuronas se asocian de manera diferente, y eso me produce un gran respeto. Soy filósofo de vocación porque no doy abasto con el asombro ante el fino hilo que permite el milagro de la vida y de la evolución, aunque tampoco soy humanista hasta el punto de creer en el hombre como una religión, porque sé la cantidad de imbecilidad y de torpeza y de maldad que pueden ejercer los seres humanos.
—Son, sin embargo, malos tiempos para la filosofía…
—Sí, que la quieren desterrar de los currículos, pero no importa [pone voz de suspense], habrá que estudiarla en escuelas clandestinas [se ríe], como si fuéramos una especie de terroristas [carcajadas].
—De entre todas sus canciones, ¿tiene alguna que sea su gran «tesoro»?
—Las canciones te sorprenden. Hay canciones de las que estabas harto y, de pronto vuelven a tus manos como un objeto que, aligerado, puede ser tratado de una manera mucho más fresca. Hace poco, invité al tresista Pancho Amat al escenario en el teatro del Museo de Bellas Artes de La Habana e improvisamos un Semilla negra con un aire africano delicioso y muy sorprendente. Ya la habíamos hecho juntos alguna vez con Juan Perro, pero nunca con un tres cubano.
—¿Está revisando muchas canciones antiguas?
—De vez en cuando surgen cosas así, pero ahora mismo estamos dotando de nuevas vestimentas a algunas de El viaje, el último de Juan Perro que saqué en 2016 con acústica y voz. Con la banda y el sexteto las estamos haciendo crecer para darles nuevos aires. Están evolucionando muy bien. En el disco con la orquesta ya puse alguna y ahora para la gira han adquirido una nueva sonoridad muy interesante que me servirá de patrón para las canciones del próximo disco.
—¿Grabar un disco con una sinfónica ha contribuido a esa nueva sonoridad?
—Todo es parte de un aprendizaje. Nunca me imaginé en un escenario con una sinfónica, pero me llamaron y acudí. Vi ahí una gran oportunidad de avanzar el repertorio de Juan Perro en un sentido aventurero, vanguardista. Gershwin, Henry Mancini, Nino Rota, Cole Porter, lo que hizo Kurt Weill con Bertolt Brecht, ese fue el abanico que exploramos. Amparo Edo, la arreglista, acertó completamente con el espíritu de cada tema. Ella me dijo, muy gentilmente, que si no hubiera un germen musical dentro no le habría podido sacar esos valores, pero hizo un trabajo excelente. Y el director Ricardo Casero también.
—¿Cómo reciben los músicos de formación clásica afrontar un repertorio popular?
—Hombre, cuando tú les pones la partitura con mis canciones, su actitud no es del mismo nivel de exigencia que si tienen delante una sinfonía de Mahler, pero Ricardo les exigió desde el primer día: «Señores, esto tiene que sonar como en el mejor de los conciertos clásicos que hayan hecho». El primer enganche se produce al ver que los arreglos funcionan y permiten interacción entre las diversas secciones; todo el mundo se lo pasa bien haciendo sus partes.
—Y entonces llega usted a cantar con su voz de cantante pop. ¿Cómo lo recibieron?
—Yo llegué con bastante inseguridad, pero también con decisión y cierta preparación previa. Cada cierto tiempo tomo mis leccioncillas de canto y de guitarra y trato de seguir avanzando en mi preparación musical, porque soy totalmente autodidacta. Desde Radio Futura, con Enrique Sierra, siempre he tenido que ponerme las pilas para estar al nivel de los músicos. Yo he contado con primeras figuras de su instrumento e improvisadores de primerísimo nivel de varios géneros y, claro, para dialogar con ellos debo presentar guiones bien estructurados y pulidos y ejecutarlos en un nivel convincente. Todo eso me obliga. Y con una orquesta, donde cada instrumentista es un maestro ya ni te cuento. Pero bueno, defiendo los temas con pasión, con emoción, buscando que las letras y las melodías de mis cancioncillas funcionen.
—Ha tocado últimamente con orquesta, en solitario acústico, en cuarteto, en sexteto, con banda… ¿Algún formato pendiente por probar?
—[Se ríe]. No, no por favor. Llevo unos años sosteniendo diversos proyectos en escena con una dedicación constante. Sin tiempo libre. Ha habido momentos al borde de lo físicamente imposible. Cada fin de semana un formato, con distinto repertorio y reparto de funciones; un no parar de ensayar y de tocar, pero es que hay que trabajar duro para mantener activo el equipo de La Huella Sonora, nuestra oficina y plataforma digital, que somos cuatro personas que lo hacemos todo. Estoy deseando volver a estar con un solo proyecto, mi banda, ensayar al arrancar la temporada, rodar, mejorar con los directos y dedicar el tiempo libre a preparar otras cosas.
—¿Viajar más a Cuba, por ejemplo?
—[Se ríe]. No me importaría, la verdad. Llevo yendo a Cuba desde 1984, compilando materiales, estudiando y relacionándome con los soneros desde 1989, y ahora empiezo a sentir que allí van entendiendo lo que es Juan Perro y el trabajo que hemos hecho con la música cubana. Siento, que, por fin, fructifica mi relación con Cuba y que los músicos y las instituciones reconocen la trayectoria hecha, y me preguntan y quieren que les mande textos, que dé conferencias e inicie caminos de investigación sobre la deriva de sus músicas tradicionales en relación con el rock, el jazz, el rhythm & blues… Resulta muy emocionante.
—¿Y el público también?
—Sí, se nota un interés creciente y eso es muy estimulante. Cuba, de todos modos, no es un lugar para ganar dinero, pero tocar para los cubanos es alucinante. Es un público muy interactivo, exigente, musical, receptivo; allí uno crece como músico. Te exiges tu mejor nivel. Eso te educa.
—Lleva 35 años viajando a Cuba con frecuencia. ¿Cómo ve la situación en la isla?
—Lo primero es que la gente quiere preservar lo obtenido con tantísimo sacrificio durante la Revolución. Es una sociedad muy dinámica que, con los mínimos recursos, ha aprendido a montárselo como sea para aspirar a todo. Hacen una gala o un homenaje y, en algunos aspectos, consiguen resultados mejores que unos Goya o unos Oscar. La vida cultural es el arma de la Revolución, su gran secreto. Han sido capaces de aguantar el periodo especial, el bloqueo y demás generando una conciencia colectiva de estar construyendo un porvenir independiente del imperialismo. Eso les da un orgullo y una dignidad incomparables.
—Tampoco todos piensan así…
—Se puede debatir sobre Cuba, hay otros problemas internos, los recovecos del régimen y demás, pero esto me parece incuestionable. Los diversos relatos ideológicos sobre Cuba, tanto desde el comunismo doctrinario como desde el anticomunismo ferviente, no responden a la realidad. Cuba es mucho más flexible, y la sociedad tiene una vivacidad admirable. Ansían un desahogo en el intercambio y el consumo, pero existe conciencia de una cultura autónoma y productiva: «La cultura nos hace seres humanos dignos». Esto es algo muy vivo allí, la fuerza de la identidad. Y es muy de agradecer.
—En julio pasado arrancó el proceso constituyente. ¿La gente debate sobre el futuro?
—Sí, sí, toda la sociedad, desde las bases, es un debate de toda la nación. Lo ves en la calle. No recuerdo el proceso exacto, pero cada ciudadano tratará el asunto al menos tres veces: en su cuadra, en el barrio, en asambleas de centros de trabajo y universidades… Luego habrá que ver cómo se sustancia ese debate, pero en general lo que yo he visto es que la mayoría quiere preservar los logros, pero con mayor holgura económica.
—Por lo que veo, cualquier día de estos se va a usted a Cuba y no vuelve…
—[Se ríe]. Bueno, si hay cubanos que, por razones respetables y comprensibles, piden asilo político en el extranjero, en el terreno de la cultura yo, desde luego, estoy a punto de pedir asilo cultural en Cuba.
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