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Lugares donde leer un libro

Lugares donde leer un libro

Foto: Victoria Iglesias

Mi magdalena proustiana es el olor a césped recién cortado y a piscina clorada. Veraneábamos en unos apartamentos en el Puente de la Sierra, en las feraces cercanías de mi ciudad, y entre los cinco y ocho años leía sentado en la hierba mientras, de fondo, oía el repetitivo sonido de las pelotas de tenis y los chapuzones de los bañistas. Leer y escuchar historias de los mayores me pacificaba y entretenía, y cuando no estaba ensimismado leyendo o escuchando capitaneaba bombardeos de pellas de barro contra fachadas recién encaladas, exploraba las arboledas de las riberas de los ríos y pensaba que el fango eran arenas movedizas y las hormigas marabuntas, componía coplillas burlonas para chinchar a los atontados, jugaba a vaqueros con un colt de plástico, comandaba excursiones nocturnas por senderos y carriles empuñando una linterna de pila de petaca, cogía higos de higueras para darme panzadas que terminaban en urgencias, buceaba junto a un monitor de natación con pinta de Jesucristo, pintarrajeaba con colorines los pasillos blanqueados del bloque de apartamentos y era perseguido por cuadrillas de padres airados, y tras ver a Uri Geller en la tele doblaba —con las manos, claro— todos los cubiertos preparados para una multitudinaria cena vecinal al aire libre. Mi padre, lector enviciado, cuando regresaba del trabajo o enfundaba sus raquetas de tenis de madera lacada, cogía un libro y se sentaba en la terracita. Y yo agarraba un tebeo o un libro de una adaptación juvenil de Julio Verne y me sentaba en el verdor de la hierba a leer, encapsularme y fantasear hasta que mis amigos me buscaban para construir cabañas con juncos y cañas. Aquellas lecturas estivales fueron mi paraíso. Aún me lo parecen.

"Leer al aire libre, en comunión con la naturaleza, tiene algo de telúrico, de parar el tiempo que exige la lectura provechosa"

Leer al aire libre, en comunión con la naturaleza, tiene algo de telúrico, de parar el tiempo que exige la lectura provechosa. Para mí Memorias de África fue antes la película y luego el libro de Isak Dinesen. Hay una envolvente sensualidad en la música de Mozart y de John Barry y en Robert Redford lavándole el pelo a Meryl Streep mientras le recita un poema. Pero la emoción se electrifica en la escena del entierro en un promontorio de la sabana, cuando ella despide a su amado leyendo el poema de Alfred E. Housman: «Sabio aquél que sabe escapar pronto / allí donde la gloria no perdura. / Porque aunque pronto crece el laurel / mucho antes que la rosa se marchita». Lo mismo me ocurrió con Fahrenheit 451, pues la vi antes de leerla. De la película no sé qué me gusta más, si la perturbadora belleza de la banda sonora de Bernard Herrmann o la de Julie Christie, y me sigue sorprendiendo la distópica escena final en el bosque, donde viven escondidos los hombres que memorizan libros, pues refugiados en los árboles es donde se encuentran a salvo los proscritos de la literatura. La feria del libro de Madrid, a finales de primavera, tiene algo de esa relación con la naturaleza al estar enclavada en el Retiro y permite, si uno quiere, escaquearse del bullicio y leer a la sombra de un árbol. A veces lo he hecho.

Es curioso, pero las bibliotecas nunca han sido mi lugar predilecto para leer, salvo en la infancia, cuando mi hermano y yo íbamos a la Biblioteca Infantil del parque y, en aquel silencio que olía a letra impresa, nos ventilábamos las historietas de Astérix y de Tintín. De las bibliotecas me ha gustado sacar libros y luego disfrutarlos en casa, tranquilamente, salvo en mi época universitaria, cuando consultaba varios a la vez antes de decidirme cuál llevarme mientras, alrededor, los demás estudiaban apuntes o hacían como que estudiaban. Pero como me daba tanta pena desprenderme de los libros que me gustaban, cultivé la manía de comprarlos y así no sufrir ese desapego, ese trasunto del mal de amores. Sólo los letraheridos comprendemos eso.

"Leer en una librería es el deleite de la impunidad, una barra libre que nunca emborracha"

Fui a EGB a un colegio «nacional» al que luego extirparon esa palabra —que debía de sonar a palabrota— para sustituirla por «público». En 5º mi maestra de Lengua montó una biblioteca de aula y, en los ratos libres de algunas clases, los que queríamos cogíamos un libro. Aquellas lecturas de Julio Verne y de Los Cinco acodado en mi pupitre combustionaron mi imaginación mientras veía por la ventana un jardín colgante de uña de gato. Allí despertó mi vocación literaria. Escribí un cuento que ganó un concurso escolar y que aún conservo: a lápiz y en cuartillas de dos rayas arrancadas de la libreta. En aquellos años de la Transición y asentamiento democrático otros maestros de mi colegio, por las tardes y fuera de su horario reglado, nos proyectaban películas de súper ocho, nos daban clases de música y montaban obras de teatro en las que actuábamos. Vista con catalejo aquella época se me antoja la Atenas de Pericles, y reafirmó en mí una triple pasión lectora, cinéfila y melómana previamente inoculada en mi casa. Y como me gusta la frase de Marañón de ser un trapero del tiempo, no he abandonado la costumbre de leer en los tiempos muertos del trabajo, de modo que en los huecos de mis clases, si no estoy de cháchara con compañeros, me encastillo en mi departamento del instituto con algún libro y entrecierro la puerta en la que sigue pegado el fotograma de Río Bravo que puse hace años.

Leer en una librería es el deleite de la impunidad, una barra libre que nunca emborracha. Me resulta fascinante demorarme en la elección de unos libros y el descarte de otros en función del flechazo de sus primeras páginas, porque en el ritual de la lectura y de la seducción los tanteos son indispensables. Algunos quedan desechados y otros postergados, pues quizá les dé una segunda oportunidad en otro momento más propicio. Las librerías son el único reducto español en el que se habla en voz baja, lo que ayuda a entrar en un trance de baja intensidad idóneo para el romance lector. Algunas montan una pequeña grada para tomar asiento con el libro escogido, lo que es el colmo del sibaritismo, pues el mundo se para así diluvie fuera o el calor derrita el asfalto.

"La lectura ferroviaria es una paradoja, porque no es estática, sino dinámica"

Me mareo si intento leer en coche o en autobús, pero me encanta hacerlo en tren. Me gusta sentarme junto a la ventanilla, bajar la tapa del asiento delantero y apoyarme en ella para leer durante el viaje, absorto, alzando la vista de vez en cuando para reflexionar sobre lo leído y contemplar el paisaje en movimiento, descubriendo a veces en mi reflejo en el cristal una sonrisa leonardesca cuando un párrafo me maravilla. La lectura ferroviaria es una paradoja, porque no es estática, sino dinámica, y aunque uno no se mueva del asiento, la cambiante geografía hace cierta la máxima cervantina de que es mejor el camino que la posada. Si llueve, mi placer lector se multiplica. Las silenciosas gotas ametrallando el vidrio y la luz brumosa generan una atmósfera aburguesada que me hacen imaginar que viajo en el Orient Exprés o en el vagón restaurante de Con la muerte en los talones, el de los diálogos afilados de la escena de amor entre Cary Grant y Eva Marie Saint.

En las estaciones de RENFE sólo me gusta leer periódicos, pero en los aeropuertos prefiero un libro, ajeno a las prisas zombis de los viajeros, a su impaciencia para hacer cola delante de las puertas de embarque, a las llamadas por megafonía de las salidas de los vuelos. Tengo facilidad para abstraerme del entorno, para pulsar un interruptor mental que me aísla de los ruidos y del bullebulle. Nada más abrir las páginas de un libro ya soy un náufrago en una isla desierta aunque esté rodeado de miles de personas que arrastran maletas con ruedas. En el avión la lectura me absorbe desde que las azafatas (o azafatos, ¿eh?) explican con mecánicos gestos cómo abrocharse el cinturón y qué hacer en casos de emergencia, y sólo la interrumpo durante el despegue, no por miedo, sino porque la maniobra me descompensa. Y ya en pleno vuelo retomo el libro sin que el ruido de las turbinas me afecte ni piense que el aparato va a capotar.

El Metro sigue siendo uno de los mejores escaparates del fomento de la lectura. Cuando voy a Madrid y me subo en el metropolitano me gusta el acusado contraste entre quienes sostienen un libro y quienes teclean catatónicos en el móvil. Mis trayectos son cortos, pero cuando desciendo las escaleras de la boca de metro de Callao con uno o dos libros recién comprados, lo primero que hago si tomo asiento en el tren subterráneo es comenzar a leer con avaricia para aprovechar el tiempo hasta mi parada, acuciado por el sonido tubular, indiferente al tumultuoso subir y bajar en los apeaderos.

"Que la lectura es terapéutica redobla su sentido en los hospitales"

Que la lectura es terapéutica redobla su sentido en los hospitales. Tanto para el enfermo como para sus acompañantes. Nada más abrir el libro se produce una desconexión con aquel universo doliente. Leí la trilogía La forja de un rebelde de Arturo Barea en los duros sillones de una sala que olía a yodo, y durante una ominosa racha frecuenté una atestada sala oncológica porque a mis dos hermanos y a mi padre les administraban quimio. Algunos días los acompañaba y, mientras les ponían los sueros abrasivos, me quedaba leyendo en una enorme habitación en la que los niños y adolescentes con cáncer eran los únicos que sonreían y hablaban con naturalidad. La reconcentrada lectura me servía como catarsis emocional. De vez en cuando entraba en la sala de quimioterapia para preguntarle a mi padre si le apetecía un bocadillo, y él, con el gotero puesto y acomodado en un sillón, dejaba su libro abierto sobre las rodillas, me respondía si quería comer o no y comentábamos algún pasaje de nuestras lecturas en una ósmosis sentimental.

Emiilo Lara en el verano del 75. Maquinando algo.

En primavera y verano continúo apegado a un pequeño placer desde mis tiempos universitarios: comprar un libro y comenzar a leerlo sentado en un velador al aire libre, solo, mientras doy sorbos a una copa de vino y, al hacer una pausa, levantar la mirada y reposarla en edificios históricos, en los viandantes o en mujeres que, al sentarse y pedir una consumición, sonríen y cruzan las piernas con desenvoltura de actrices de cine clásico. Me gusta sobre todo el mes de abril, cuando en las plazas sureñas con naranjos abre la flor de azahar, y el aroma denso, blanco y voluptuoso vuelve sensorial la lectura y la vida se parece a aquella copla de Carlos Cano: «Abril para sentir, abril para soñar. / Abril la primavera amaneció». En otoño e invierno hago lo mismo pero dentro de las cafeterías, porque soy friolero. Y ya sea con tiempo bonancible o desangelado, también me gusta quedar con alguien en una cafetería, llegar con mucha antelación y, cuando los posos del café se han solidificado en la taza y he leído un buen puñado de páginas, alzar la vista y sonreír cuando la persona llega, pues sé que al gozo de la lectura lo sustituye el de la amistad o el cariño.

"La playa está hecha para tomar el sol y para la lectura"

La playa está hecha para tomar el sol y para la lectura. Las vacaciones estivales son para mí un acopio de libros entre los que, junto a las novedades novelescas, siempre selecciono clásicos de narrativa y ensayos de historia. No me agrada leer en la orilla del mar, ya sea tumbado en la esterilla o sentado en una silla plegable, porque no estoy cómodo y me fastidia que la arena se cuele entre las hojas, que éstas se mojen con el agua o queden pringosas de bronceador. Pero sí me gusta ver a quienes leen novelas apaciblemente bajo la sombrilla, oyendo el rumor de las olas.

En la playa leo a mansalva junto a un ventanal que enmarca el Mediterráneo. No existe mejor luz que la del mar de Homero, de Robert Graves, de Manuel Vicent, de Pérez-Reverte. En mi sillón aprovecho las largas horas de sol de julio y constato con melancolía cómo éstas se encogen conforme agosto agoniza, pero no por la vuelta al trabajo, sino porque prefiero la luz natural a la eléctrica. No conozco mejor lugar que leer en la playa, cuando los cuerpos huelen a crema y el aire a salitre y los ritmos de la vida se desaceleran.

A veces, cuando el calor pica como un alacrán, me he metido en una iglesia para, sentado en un banco, hojear el libro al fresquito y en un silencio submarino. De joven hacía eso en la catedral de mi ciudad algunos sábados al mediodía, aprovechando que el canónigo organista interpretaba corales y fugas de Bach con más sentimiento que técnica. También practico esos preliminares lectores al ir de tiendas, de acompañante, y nada más entrar, mi radar interno me señala dónde hay un asiento en el que enfrascarme con el libro mientras aspiro ese aroma a madera, ropa nueva y perfume de las boutiques.

"Y como cualquier vampirizado por la lectura he abierto un libro en lugares insospechados por raros o inconfesables"

En casa leo en un sillón, en el despacho (¿o es un estudio?), rodeado de libros, fotos y chirimbolos sentimentales. Normalmente me gusta hacerlo con música. Cuando no pongo un cedé el dial lo mantengo en Radio Clásica, emisora que me ayuda a levantar las almenas de mi mundo. Si estoy liado con la escritura de una novela o de un artículo la alterno con la escritura para desengrasar, y si ando en la fase previa de documentación, simultaneo la lectura con la anotación de ideas en una libreta que tengo a mano.

De pequeño sí leía en la cama al acostarme. Desde hace muchísimo dejé de hacerlo porque me quedo frito enseguida, así que en la mesilla de noche no hay libros apilados. Y tampoco lo hago en la bañera porque soy más de ducha, y además, porque me fastidian los libros a los que la humedad les comba las hojas y se quedan como aquejados de artritis.

Y como cualquier vampirizado por la lectura he abierto un libro en lugares insospechados por raros o inconfesables. Aunque quizá no tanto, porque los pertenecientes a la fraternidad lectora sabemos que cualquier lugar es bueno por extravagante que parezca.

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