El homenaje a Góngora se había alargado lo suficiente como para hacer feliz a Ignacio Sánchez Mejías. “Las juergas que no duran hasta el amanecer del día siguiente no son decentes”, solía decir el matador de toros sevillano. El primer día, tras cumplir en el Ateneo, el grupo de poetas se trasladó a la finca de Pino Montano. Por Sevilla andaban patrocinados por la institución cultural y el torero, que buscaba fuera de la ciudad lo que no tenía: gente interesante. Viajaron en tren y se hospedaron en el Hotel París. Más tarde, en el campo, el matador los obligó a vestir chilabas. Por supuesto, bebieron, lo que provocó a los escritores, que gritaban, alcoholizados, versos a la noche. Aprovecharon para visitar el hospital siquiátrico cercano a la hacienda, buscando camuflaje entre los enfermos mentales, tema que obsesionó al matador. Fue una madrugada de las que activan leyendas. Entre los jovencitos ñoños que llegaron a Sevilla un día antes, Ignacio era el hombre de acción, “de rostro viril”, como lo describió Alberti en La arboleda perdida. Hasta el punto que la expedición de poetas comandada por el torero intentó cruzar el Guadalquivir sacudido por las lluvias en una embarcación, e Ignacio, que sin saberlo iba a fijar para siempre a esta generación de autores prometedores, estuvo a punto de ahogarla al segundo día. La idea era que transcendieran vivos. El plan de navegar el río fue de Federico García Lorca y deja una imagen poderosa; “la pléyade brillante” tratando de subir a la barca, el momento de zarpar, las aguas removidas. El juego asustó a los poetas, a los que imagino como protagonistas de un pantallazo del romanticismo, una versión grupal de El caminante sobre el mar de nubes sin prestancia, al revés, acobardados y temblorosos. Jorge Guillén escribiría: “Ignacio tiene cualidades a las que nosotros, pobres de nosotros, no estábamos acostumbrados”. Y de esos tres o cuatro días de convivencia entre los poetas y de los poetas con el torero surgen dos mitos, el literario con la Generación del 27 y el de la literatura con Ignacio Sánchez Mejías.
¿Dónde está la película?
Andrés Amorós, estudioso de su biografía y obra, ha escrito algunos libros que explican al matador, Ignacio Sánchez Mejías (Alianza, 1998) o Ignacio Sánchez Mejías, el hombre de la edad de plata (Almuzara, 2010), además de completar la novela que el torero dejó a medias, La amargura del triunfo (Berenice, 2009), suele repetir amargamente que “si hubiera sido norteamericano, ya habrían hecho muchas películas” sobre él. La faja Toreros con literatura le queda estrecha al matador de toros que mejores autores reunió a su alrededor. La tarde en Manzanares de 1934 quebró algo en la literatura española y del colapso surgieron Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (García Lorca), Verte y no verte (Alberti) Citación-fatal (Miguel Hernández) La sangre derramada (Benjamín Péret) o Presencia de Ignacio Sánchez Mejías (Gerardo Diego) con las que el matador se convirtió en un hombre legendario, de los que funden almanaques. Antes había utilizado su condición de torero como trampolín para desarrollar el resto de inquietudes, completando una existencia canalla, de bon vivant.
Sánchez Mejías, ya retirado, recurrió de nuevo a la tauromaquia para cerrar el círculo, con el espectro de Joselito rondándole los pies de la cama. No escuchó los consejos de los amigos, ni siquiera fue consciente de sus limitaciones, enfundándose el traje de luces otra vez. ¿O sí lo era al coger esa sustitución? Las casualidades siempre se agolpan frente a los cadáveres. ¿Por qué aquí? ¿A qué vino? ¿Qué necesidad había? Creo que las recolectó como quien sostiene un mapa con un destino clarísimo. “El torero no tiene más peligro que dejar de existir, y su muerte no está en el ruedo, sino en su casa”, dejó escrito.
Frente a Toreros con literatura, el título que mejor se le ajusta es el de la tesis de Susana María Teruel Martínez, doctora por la Universidad de Murcia, Ignacio Sánchez Mejías: Un torero en la literatura (Universidad de Sevilla y Fundación Estudios Taurinos, 2016), que recopila en un volumen de 700 páginas la producción literaria del torero y la trayectoria taurina del escritor. La vida transgresora queda diluida por la medida científica que siempre lo acompaña. Ignacio Sánchez Mejías tiene la desgracia de que quieren ver en él una versión reducida de lo que realmente fue, tanto por el aficionado a los toros, que lo cita haciendo contorsiones intelectuales, como por el experto en literatura, que sigue la estela de los poetas como los mosquitos a la luz. Su vida fue eso que los modernos llaman historión. En medio de las investigaciones quedan diluidas las aventuras que vivió Ignacio Sánchez Mejías, al que se le ha colocado la etiqueta de intelectual remilgado cuando su mérito fue otro: no serlo en una sociedad en la que no existía término medio. El envoltorio está institucionalizado y yo mismo lo noto, levanto los dedos del teclado y detrás se viene esa cosa viscosa de la prosa académica, subvencionada, adherida por culpa de la consulta de algunos manuales —¡“manuales”!— sobre el matador.
Sevilla lo condenó
La culpa la tiene la presencia constante de la Generación del 27, que dejó un legado difícil de superar. Federico García Lorca le dio estallido a la muerte, convertida en una onda expansiva que recorrió el mundo. La elegía, uno de los mejores textos que se pueden leer en castellano, sólo pretendía homenajear a un amigo. ¿Qué autor en su sano juicio iba a acercarse después? ¿Cómo escribir sobre él sin rendir cuentas a los poetas? Ignacio Sánchez Mejías tuvo, además, la mala suerte de nacer en Sevilla. Amorós tiene razón. El chovinismo de la capital andaluza asfixia su memoria, convirtiéndola en un reducto academicista. Si cuando era joven fue capaz de escapar del carril estrecho de la vida normal que le señalaba su familia —engañó a su padre, jamás se matriculó en Medicina, ni tampoco heredó su afinidad a Falange y era más bien de izquierdas— huyendo de polizón junto a un primo rumbo a Nueva York, tiene poco sentido deformar el personaje como un intelectual, aunque más tarde diera una conferencia en Columbia o escribiera teatro. Este matador poseía la lucidez del vividor, que es mucho más interesante, y forma parte de esa mitología capaz de romper con la sociedad que le tocó, hacer las cosas de forma diferente, esquivar las expectativas que caían sobre él. A estas alturas, parece, aún no se lo han perdonado. Se ve, por ejemplo, en los testimonios de algunos familiares sobre el torero, que hablan de él apretando la correa de la normalidad, como si después de confirmar que fue muy especial dijeran entre dientes que «todo tiene un límite y nos gusta recordarlo sentado en este sofá de su finca rodeado de sus chiquillos y no pilotando coches o enamorándose de otras mujeres».
La ruptura de Ignacio Sánchez Mejías con la realidad que lo rodea se ve en su producción literaria. Primero, como dramaturgo, fue capaz de adelantar a España una corriente vanguardista de teatro estrenando en el Calderón de Madrid una obra basada en las teorías del sicoánalisis de Freud, Sin razón (Teatro, Austral, 1988) con la que explicaba, entre otras cosas, el tratamiento de la neurosis. En 1928 todos esperaban una secuencia costumbrista de toreros y flamencas y se encontraron con un puñado de locos pululando por el escenario, recreando el hospital siquiátrico de Miraflores, donde se coló con los poetas la madrugada de Góngora. “No puedo con mis locos, los personajes mandan”, comentó a la prensa después del debut.
Luego, con los artículos periodísticos, recopilados en Sobre tauromaquia (Berenice, 2010). Sus crónicas sobre las corridas en las que actuaba desafiaron a los críticos taurinos de El Liberal, con los que intercambió reproches desde La Unión, acusándolos de imparciales (Los dos compadres, 7 de mayo de 1925), en una polémica interesantísima. Aprovechó para escribir crónicas de viajes y columnas en las que retrató a “los nuevos sentimentales”, los animalistas que empezaban a surgir a principios del siglo XX, y describió escenas rurales a las que asistía de forma original, como la de Belmonte toreando en el campo, que es una delicia: “Belmonte sale de un burladero y con un capotito engaña una y otra vez a la becerra cárdena”.
Y no sólo escribiendo. La decisión de ser torero también rompe el molde sobre el que estaba encajado. Empezó de mozo de espadas, fue banderillero en la cuadrilla de Joselito y se convirtió en matador de toros, sin obsesionarse con ser sólo un torero valiente, al que se le acusaba de “crear el peligro” o “exagerar el riesgo”. No era la vida que cualquiera esperaría para el hijo de un reconocido médico. Encerró bajo llave a Alberti para que escribiera sobre Joselito tras su muerte en Talavera de la Reina. Y convenció al poeta para que hicieran el paseíllo juntos una tarde que toreaba en Pontevedra. “Qué bruto”, le espetó al autor gaditano cuando se saludaron por primera vez. También fue presidente del Betis, un equipo entonces en construcción, yendo a la contra, de nuevo, de lo que se esperaba de él. Esta faceta ha sido moldeada y se habla de esa experiencia como si fuese una obra de caridad que hizo, como parte de la élite de la ciudad, para darle lustre a un escudo nuevo. Duró poco en la organización del equipo, lo que confirma el capricho, como el de ser empresario taurino adquiriendo una plaza de toros, algo que olvidó pronto.
El maldito morbo literario
Quitando a los poetas, Sánchez Mejías escribió lo más interesante que se ha escrito sobre Sánchez Mejías. El reguero de esa tendencia amanerada que convierte su memoria en un catálogo rococó de buenas intenciones lleva hasta el documental de Canal Sur Ignacio Sánchez Mejías, más allá del toreo, donde el investigador Manuel Grosso resume su vocación de novelista, la amistad con los poetas, su teatro de vanguardia, las crónicas taurinas de sus actuaciones, las columnas y los artículos costumbristas entre risas nerviosas como “el morbo literario”, haciendo cumbre en la montaña de lo patético. El propio matador de toros vería algo freudiano en la sociedad que lo juzga ahora de ese modo, como si no hubieran pasado los años y estuviera, justo en este instante, a punto de escapar otra vez de casa.
En Sevilla queda su recuerdo dándole nombre a una cátedra de comunicación de la Universidad, lo que consideran el homenaje definitivo. Para mí, se le queda pequeño, roza la falta de respeto. La ciudad mantiene esa tensión provinciana del pecado, el complejo frente al diferente, una herencia que ha traspasado épocas. Es curioso cómo casi un siglo después los empollones quieren mantenerse cerca de Ignacio Sánchez Mejías, el hombre de acción, pero esta vez lo reducen a su mundo porque no hay talento para describirlo como ya hicieron y es más fácil asumir que aquel hombre valiente, brillante y aventurero fue algo parecido a un catedrático. Es el espejo que devuelve las limitaciones y los prejuicios de quien pretende mirarse ahí, asistiendo al mundo con una flojera existencial que tiene la intención de asfaltar lo sublime, urbanizar territorios genuinos. Son los mismos que han comercializado las amistades del matador como argumentos para defender las corridas sin entender que Ignacio Sánchez Mejías las tuvo porque era diferente al resto de matadores y no porque fuese matador.
El libro que habría merecido Ignacio Sánchez Mejías lo escribió Jaime de Armiñán y lo tituló Juncal, convertido ahora en referencia de la afición, en el limbo entre la ficción y la realidad gracias la serie del mismo nombre, definitivamente una posición que debería pertenecer al sevillano, que sí viajó, sí tuvo aventuras con varias mujeres, sí era un pícaro, sí murió en el ruedo, sí existió. “El mundo es una gran plaza de toros donde el que no torea embiste”, pronunció en la Universidad de Columbia Ignacio que, salta a la vista, sigue toreando.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: