Foto: Ana Merino
(Domingo, 3 de febrero, 2019)
Vivo en Spyristrasse y sólo tengo que caminar calle arriba mil doscientos pasos para encontrarme con el bosque. Vivo en la ciudad de Zúrich, pero el bosque me contempla desde su parte más alta. Estoy en la ciudad y sin embargo me siento dentro del corazón de los árboles inmensos que rodean el edificio de tres plantas a donde me he mudado este semestre. Es una mudanza breve, pero llena de matices, voy a estar lo suficiente como para ver al invierno convertirse en primavera y a la primavera acariciar el verano.
Algunas ciudades tienen habilidades secretas y se vuelven mágicas, saben vestirse con la elegancia del clima y darle forma al calor y al frío. Hoy nieva en Zúrich y los abetos extienden sus brazos y recogen la blancura de los copos. Es el gesto milenario de los árboles que se sienten poderosos y no le temen al frío. Los abetos desprenden energía y yo me quedo embobada mirándolos desde la ventana de mi apartamento abuhardillado, absorta en esa curiosa perspectiva de tejados y copas de árboles decorados de blancura. El encuadre perfecto para una recién llegada que se siente niña en la ciudad y escucha la respiración del bosque cercana y familiar. Esa es la esencia que tienen los bosques suizos, se alimentan de la dicha, son naturaleza plena que resiste a todas las embestidas de la historia europea. Por ellos no pasa la prisa industrial, ni el consumo desbordado de la madera, ni el asfalto que pretende apropiarse de la tierra. Son bosques de eternidad que nos dicen que nosotros somos los que estamos de paso y que en ese caminar son nuestros pulmones los que se llenan de su gracia de árboles centenarios.
El bosque que habita cerca de mi nuevo cobijo me susurra que estoy viva y soy feliz en ese instante, y que la vida es ese segundo de oxígeno frío y copos de nieve, de vaho encendido en la risa del corazón que asciende la montaña. Voy camino del bosque que intuyo desde la ventana de mi apartamento. Voy a saludar a los árboles, a contarles que he llegado a la ciudad de Zúrich pero que ellos son los reyes de este mundo y antes de detenerme a admirar los edificios y a celebrar las piedras gélidas que esculpieron nuestras civilizaciones, voy a verlos a ellos, que son la vida intacta del tiempo anterior a nuestro tiempo. Quiero agradecerles su constancia y su paciencia, la textura de sus troncos, la elegancia esbelta de sus cuerpos bombeando savia, sumando anillos de corteza, creciendo en la tierra y buscando siempre el abrazo luminoso del cielo, aunque hoy las nubes estén cuajadas de nieve y escondan el sol.
Camino del bosque ya nada me duele. Se curan las heridas, mi piel se vuelve callosa y estriada y florece en mi pelo el musgo del invierno. Ese verdor vital que retiene la humedad del suelo y protege los bosques se enreda en mis mechones, me acompaña en este paseo de niña feliz que conversa con la espesura y sus ramas. Vine a veros, les digo a los árboles cantarina y dichosa, y no me importa este frío de montaña que se oculta entre la niebla. Vine a convertirme a la fe de los bosques, a recorrer sus sendas de hojas secas y raíces desnudas, a descansar del ruido de los que me hicieron daño, para transformar esa amargura en la dulzura del olvido.
El tiempo es olvido cuando las cicatrices se cierran y se borran sus rastros sin dejar marcas, porque crece la piel como corteza nueva de árboles inmensos. Quién no ha querido alguna vez ser como esos árboles, brotar hacia la luz y abrazar al mismo tiempo la tierra con la fuerza de las raíces que buscan los nutrientes. Sentirse pleno y centenario y estar siempre acompañado de la frondosidad de los otros árboles hermanos que tantas cosas vieron.
Hay postes de madera en los cruces de caminos que señalan tramos por descubrir. Con sus carteles picudos te indican que si vas por tu lado izquierdo llegarás al funicular Rigiblick y podrás bajar la ladera de la montaña siguiendo la misma ruta que crearon en 1901. Pero si tomas el sendero de la derecha llegarás a Zürichberg, a la parte de la colina donde está el zoológico y la sede de la FIFA. El eco de la selva y sus animales enjaulados convive con los gritos de los goles planetarios que se archivan en la memoria de las federaciones de fútbol. También hay una flecha que señala la ruta hacia Fluntern. Su cementerio está junto al zoológico, en el mismo distrito de Zürichberg. El bosque lo envuelve por uno de sus costados, ofreciendo el aliento de los árboles a todas las almas que dormitan en ese lugar. Allí está la tumba de James Joyce acompañado de su esposa Nora, de su hijo George y de Asta, la que fuera la segunda mujer de su hijo. Parecen estar tranquilos en su cuidado nicho mientras les contempla de reojo una estatua de bronce del escultor estadounidense Milton Hebald, que simula ser el Joyce reflexivo y fumador, con las piernas cruzadas y un libro en la mano. Elias Canetti está cerca, bajo una lápida sencilla donde esculpieron su peculiar firma para que quedara constancia de su rastro.
Yo vivo en Spyristrasse y sueño por las noches que mi cama está hecha de heno y bebo leche fresca de cabra en un cuenco de madera. Y en el primer amanecer cuando salgo a pasear por el camino del bosque me cruzo con los viejos fantasmas que habitan el cementerio de Fluntern. El liquen casi trasparente de su existencia etérea se mezcla con la nieve, son seres que sonríen y acompañan a los árboles. Algunos fueron grandes escritores, pero eso ahora ya no les importa: la delicada muerte se los llevó consigo a lo más profundo del bosque y cuando vuelven a la zona soleada por donde suelen pasar algunos excursionistas sólo alcanzan a sentir la dicha del instante mezclada con el aire. Todos somos materia de bosque inmenso donde la savia que brota es la comunión perfecta, donde los árboles son el tótem de una religión misteriosa, vestigios milagrosos de una civilización anterior a todas las nuestras.
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