Una entrevista es una ventana minúscula. A través de sus cristales apenas se puede alcanzar el trazo del mundo exterior. Pienso, cuando me acerco a una persona desconocida para entrevistarla, en qué método podré emplear para quebrar los dos muros primarios que acostumbran a dibujarse: el primero, relacionado con el inexistente espacio de confianza entre tú y tu interlocutor; el segundo, con el distanciamiento lógico que se le intuye a una actividad de índole laboral. Uno lo sabe. El entrevistado también está trabajando. También está alerta. También performa. Hay que buscar en otros lugares las cuestiones relacionadas con la verdad. Hay que prestar atención a la música. Al ritmo de las palmas. Así pues, observaciones impresionistas respecto a la música de Claudia Piñeiro: todo se sucede en calma, apenas un leve viento sacude las ramas más frágiles. Conozco este sonido pausado, esta melodía misteriosa. Este compás firme.
Conozco los datos que, diligentemente, he recopilado para la causa. Claudia Piñeiro firma Lady Trópico en Hombres (y algunas mujeres). Claudia Piñeiro ha sido galardonada con el premio Pepe Carvalho de novela negra. Claudia Piñeiro acaba de publicar su libro de relatos Quién no. He leído sus libros. Pienso en lo mucho que sé de ella —¿sé mucho en realidad?— de antemano y en la escasísima información que ella debe disponer de mí. Pienso en lo descompensado de esta conversación, en lo injusto de sus parámetros. En la ubicación privilegiada desde la que yo parto, consciente de las distancias de mis dominios. Quizá ella también escuche la música. Quizá las entrevistas no sean ya más que canciones de fórmula a la espera de un acorde que las lleve hasta la orilla.
Sigue la música y la entrevista comienza. Mi incapacidad para articular conversaciones lúcidas sobre nada en concreto hace que la grabadora no suponga un gramo añadido de incomodidad. La incomodidad soy yo necesitando ir al grano de manera atropellada. Pero la música de Claudia Piñeiro es suave. Ella contiene, en el interior de sus lúcidas respuestas, los impulsos garabateados de mis preguntas.
***
—Pues mira, Claudia, te cuento: el tema central de esta entrevista es la publicación de Lady Trópico dentro del libro de relatos Hombres (y algunas mujeres). Un libro que se puede contemplar… como una suerte de genealogía de la apertura de espacios de diálogo para las mujeres en la literatura. Me pregunto si una escritora, aunque esté tan consolidada como tú, llega a sentirse realmente cómoda en un mundo tan marcadamente masculinizado como el de la literatura.
—La cuestión es que yo pienso que la literatura sea algo masculino, sino que sus entornos de poder lo son. Sin embargo, también es verdad que procedo de una generación a la que nos costó enormemente conseguir cualquier cosa. Yo soy economista, y cuando salí de la facultad tenía el mejor promedio. Accedí a un estudio de auditorías que era la primera vez que tomaba mujeres, obligada desde organismos superiores y desde Estados Unidos. Entré yo, que tenía el mejor promedio de la universidad, con un montón de hombres que no lo tenían. Así que este tipo de reivindicaciones y luchas por el espacio en determinados círculos de poder están muy ligadas a nuestra generación.
Quizá las chicas más jóvenes tengan un camino más allanado, aunque están luchando en frentes nuevos. En cualquier caso, y pese a que seguramente a personas como yo, Rosa Montero, Clara Usón o Marta Sanz nos cueste menos el acceso, ahora que estamos consolidadas, todas somos personas atentas a lo que pasa a nuestro alrededor. No tenemos dudas de que sigue existiendo una mirada discriminatoria, de invisibilización: hay muchos festivales donde se invitan a los hombres a las mesas de cuento y novela, mientras la mujer se reduce a un espacio de literatura hecha por mujeres o movimientos feministas. Dicho esto, también es cierto que cuando pasé del mundo de la empresa al de la literatura sentí una pequeña liberación. Este es un mundo más fácil, más abierto. Venía entrenada para pelear mi lugar en un mundo más hostil. Pero hay que seguir con la pelea hasta que llegue el punto en que no sea necesario colocar tantos focos encima de la mujer para que pueda ser vista.
—Quizá esa ruptura definitiva con el status quo de género llegará en el momento en que estas voces dejen de funcionar como un contrapeso marginal y se introduzcan de lleno en el mainstream.
—Yo sigo creyendo que aún hoy se nos continúa incluyendo en ciertos espacios porque es políticamente incorrecto que no haya mujeres. Espero que llegue el momento en que nos incluyan porque sí, porque nadie piense en términos de género cuando tiene que montar una antología, un festival o un sello literario. Hoy creo que existe a veces una cuestión especulativa, y nosotras somos conscientes también de eso. En cualquier caso, este camino es necesario. Es necesario que ahora exista una cierta conciencia, una cierta vergüenza a la hora de no modificar el status quo. Una vergüenza que devendrá en naturalidad con el tiempo.
—Quizá esta presión no deba venir de un ámbito social —el pensar en qué me dirán si no incluyo mujeres—, sino de un ámbito discursivo —el pensar en de qué cosas no se hablará si no invito a mujeres—.
—Claro. Al final, introducir en el debate a individuos diferentes entre sí enriquece a ambas partes, proporciona una visión más amplia. Si lo piensas, incluso los propios hombres terminan por incluir algún retazo de mirada femenina cuando escriben, porque ellos también poseen una parte femenina. Un mundo donde ambas fuerzas estuviesen equilibradas y dispuestas en armonía sería, desde luego, un mundo mejor para vivir.
—En tus cuentos acostumbras a aplicar un gesto narrativo que me llama mucho la atención: no desvelar el sexo del narrador o narradora hasta bien avanzado el relato. Describes su psicología y su entorno emocional antes de que el lector sepa si es hombre o mujer.
—Es que, al menos en lo relacionado a una serie de cuestiones fundamentales, me parece que es exactamente lo mismo. Hoy los límites del género están desdibujados: no sólo existen hombres y mujeres. Me parece que para definir a un personaje, para definir su drama existencial o el próximo abismo que debe atravesar, uno no necesita desvelar cuál es su sexo. Eso… surge posteriormente en el relato, de manera natural.
—Por cuestiones lingüísticas.
—Sí, porque no te queda más remedio. Cuando yo escribí Las grietas de Jara quise aproximarme al punto de vista de un hombre, colocarme tras su mirada. Durante mucho tiempo me torturé. El protagonista es un tipo que tiene un matrimonio de muchos años y que, pese a que no se piensa separar ni piensa dejar su trabajo, es infeliz. El caso es que todo el tiempo se está haciendo los ratones —es decir: teniendo fantasías eróticas— con una compañera de trabajo. Yo me torturaba preguntándome si los hombres se harían los ratones todos de la misma manera. Quise juntarme con varios varones, les pedí juntarnos para que me contasen… Pero después dije: yo tengo tres hijos, dos son varones; he tenido muchas parejas; yo misma tengo fantasías sexuales y emocionales… ¿Por qué será que yo no me puedo atrever, como hacen los hombres, a escribir desde la cabeza de una persona del sexo opuesto? Muchas veces una se autocensura el ponerse en la cabeza del otro género, cuando las cosas no son tan distintas.
—De vuelta a Lady Trópico: aquí aúnas una serie de elementos que atraviesan tu literatura. Está ese tono policíaco —en referencia a cómo gestionas la tensión dramática y el misterio—; también esa perspectiva de género siempre presente; y la que creo que es la línea vertebral de toda tu literatura: la distancia entre familiares, los silencios y la incomunicación doméstica.
—Me gusta mucho el suspense. Me gusta manejar la información, decidir cuánto te cuento y cuánto no. Aunque esté escribiendo un cuento como Lady Trópico, en el que la intriga está relacionada con secretos familiares y ocultamientos, me sigue gustando contarlo de manera que sea casi un descubrimiento. Que el lector se plantee qué es lo que se esconde detrás de lo que cuenta el personaje. También me gustan mucho los relatos en los que el lector termina de entender las cosas antes que el propio protagonista. Yo creo que en esa última imagen de él en el aeropuerto, donde toma conciencia de lo que pasó, muchos lectores ya se habrán dado cuenta de todo tiempo antes. Entonces, sigues el proceso de un personaje hasta que accede a la verdad. Por otra parte, lo familiar está presente en todas mis novelas, a menudo afrontado desde una perspectiva de la hipocresía que existe en nuestros vínculos. Es aquella cosa de Anna Karenina de que «todas las familias infelices se parecen y las felices lo son a su modo». Me parece que la literatura cuenta mejor las historias de las familias infelices, porque es más interesante ver las diferencias entre sus miembros, las particularidades de los personajes. Además, el espacio doméstico es un lugar en el que habitan muchos secretos y sentimientos reprimidos. La familia es, de alguna manera, un entrenamiento para la vida.
—Y, además, es un constructo que tiene mucho de social, cuyos roles nos vienen impuestos por una concepción heredada de la realidad.
—Los roles de la mujer y el hombre en la familia están anquilosados. Cuando vienen partidos políticos diciendo que quieren recuperar el concepto de familia… seguramente lo que buscan es recuperar el hecho de que la mujer esté en casa cuidando de los hijos y que el marido vaya a trabajar. Eso es algo que las mujeres no queremos recuperar, pero no significa que no queramos tener una familia. Podemos querer o no, ya es una decisión personal. Pero las familias no son necesariamente lo mismo que el concepto predefinido de familia impuesto hace años y años.
—Claro, es importante que el lenguaje evolucione de manera paralela a la que lo hace la sociedad. Si un concepto deja de estar asociado a una realidad social…
—Cuando en Argentina se aprobó la ley del matrimonio igualitario, la RAE todavía no aceptaba dentro del concepto de matrimonio la idea de que fuese entre dos personas del mismo sexo. Creo que ahora mismo ya está aceptado, pero en ese momento la definición rezaba hombre y mujer. Si no, no podía ser matrimonio. Algunos de los que se oponían a la ley en Argentina decían: ¡pónganle otro nombre, pero no ley de matrimonio igualitario! Yo pienso que el lenguaje se va construyendo con el uso por parte de las personas a través del tiempo.
—En Quién no está todo esto que comentamos de Lady Trópico, pero de manera mucho más expandida. Es como un fresco de todos tus temas. De nuevo la familia, de nuevo la perspectiva de qué es ser una mujer dentro de su núcleo. Ocurre que a menudo es el narrador o narradora la única persona que sabe lo que está pasando en estos lugares, incluso más que el personaje central, que se niega mucho a sí mismo saber lo que le está pasando a nivel emocional.
—Una cosa que me gusta trabajar mucho en los personajes es la negación. Eso de que estés hablando con una persona y que te resulte evidente que tiene un ojo desviado, pero que la persona no se dé cuenta. A veces ocurre también con cosas que no son patentes a la vista. El proceso de negación del personaje hace que pueda vivir sin plantearse esa incomodidad. Esas negaciones, dentro del seno familiar, generan volcanes que en algún momento terminan por explotar.
—En Elena sabe, por ejemplo, esa visión sesgada de la realidad está expuesta de manera literal a través de esa narradora que, por culpa del párkinson, sólo puede mirar al suelo y a las piernas de las personas.
—Es que una persona que mira al suelo mira un mundo; un niño que mira a cierta altura observa otro; nosotros, a la nuestra, accedemos a un mundo diferente. Sería interesante que asumiéramos que no pasa nada porque cada uno de nosotros mire un mundo diferente. Creemos que el mundo es lo que nosotros miramos y no lo que el otro mira. El mundo es todo. Es una confluencia de perspectivas.
—A diferencia de la apuesta narrativa más psicologista —en la que el narrador accede a los mecanismos emocionales de los protagonistas constantemente— de novelas como Las viudas de los jueves o Elena sabe, en Quién no y tus últimos libros hay un trazo más suave, casi más impresionista a la hora de enfrentarte a la emoción.
—Yo creo que también tiene que ver con el relato que estás contando. Por ejemplo, en Una suerte pequeña hablo de una madre que lo ha sido sin habérselo planteado nunca. Una madre a la que la maternidad la coge por sorpresa. Hablo mucho sobre el deseo de ser madre que parece que todas las mujeres debemos tener. Trato a una mujer que debe tomar una decisión que parte su vida de algún modo. De ese modo, la emoción estaba en la naturaleza del relato, era imposible no ponerla. Ahora bien: en una novela que transcurre en el mundo de la política, como es el caso de Las maldiciones, no necesariamente necesitas que la emoción esté de una manera tan manifiesta. Te puedes permitir tener una mirada más alejada. Es más: me parece que algunos de los protagonistas de Las maldiciones, que son políticos, necesitan bloquear la emoción para poder hacer las cosas que hacen.
—Claro: el relato se contagia de sus propios protagonistas y viceversa.
—Es importante tener esa flexibilidad. En Elena sabe, por ejemplo, incluso la prosa está contagiada del cuerpo de Elena. Esa prosa que vuelve siempre sobre sí misma tiene que ver con su espera para que el cuerpo arranque después de ingerir las pastillas del párkinson. Me parece que una prosa más directa, como la que acostumbro a tener en otros libros, no habría sido pertinente para contar el cuerpo de esa mujer concreta.
—En Quién no, en líneas generales, sí que está presente esa visión más apartada.
—Yo creo que el cuento te da menos oportunidades para meterte en esos resquicios, quizá porque tiene que ir al meollo. Skármeta definía la diferencia entre novela y cuento a través de la imagen de una persona cayendo al fondo del océano. Decía que si al llegar allí describes la totalidad del océano, estás escribiendo una novela; si describes a un pez que pasa a tu lado, estás escribiendo un cuento. Entonces, en este último caso, hay una elección fundamental de punto de vista, de qué es lo que quieres contar y desde dónde. Me parece que tienes poco tiempo para contar las emociones en un cuento. Yo escribo teatro, y ahí tienes una hora para que lo que dice el personaje conmueva a la persona que tiene enfrente. Tienes que elegir las palabras con una precisión extrema. No escribo poesía, pero supongo que esa exigencia será aún mayor. Creo que el cuento es un punto intermedio. La novela me permite expandirme, mientras que el cuento también exige cierta precisión que me obliga a dejar de lado algunas emociones. Aunque hay una cuestión fundamental en la manera de afrontar todo eso desde un cuento: la priorización de la sugestión. Sugerir emociones en lugar de describirlas directamente. Que el lector complete lo demás.
—Hay un cuento concreto, titulado La basura de las gallinas, en el que enfrentas el tema del aborto desde una sensibilidad aparentemente muy inocente, al hablar desde el punto de vista de una niña, pero con un fondo verdaderamente roto. Ahí está, por ejemplo, esa ruptura entre lo que se dice y lo que late detrás.
—Sí. Sabes que en Argentina, el año pasado, hubo un debate muy fuerte en torno a la ley del aborto. Yo había escrito este cuento hace 8 o 9 años y, al manifestar mi opinión por redes sociales, los antiderechos me salieron con que me acordaba ahora del tema porque me convenía. Ya en mi primera novela lo había afrontado. En Elena sabe también está. Son obsesiones que se repiten. En el caso de La basura de las gallinas lo que cuento es cómo todo esto, fuera del sistema de sanidad pública, es algo que se va transmitiendo de generación en generación de la peor manera posible, asumiendo como algo naturalidad la posibilidad de mutilación o de muerte al abortar. Una abuela se lo enseña a una madre, una madre se lo practica a una hija… y así seguirá, si el estado no interviene.
—Se genera un estado de sororidad muy marginal.
—Sí. Muy marginal y muy real: es lo que sucede en Argentina hoy. Si tienes pocos recursos, inevitablemente será así de marginal. Si tienes más… también habrá sororidad, porque las mujeres recurren a las mujeres cuando tienen este tipo de problemas. Piden ayuda y que las acompañen, te preguntan si conoces algún dato, incluso en las clases altas. Siempre hay un elemento de secretismo dentro del tema del aborto, como de culpa, de no querer que te vean al salir del consultorio. De vergüenza.
—A la hora de colocarte en el punto de vista de un hombre también rompes con esa distancia fáctica en torno a ciertas cuestiones como la maternidad, el aborto, la menstruación… de los que parece que el hombre se aleja de manera voluntaria.
—Es que, de hecho, yo creo que un hombre puede leer La basura de las gallinas sin darse cuenta de que estoy hablando del aborto. Quizá si lo señalase en el título ya habría un rechazo previo. Eso sucede porque… es verdad que quizá ahora se haga un poco más, pero tradicionalmente los hombres no han sido entrenados para ver lo universal desde lo femenino. Si a mí me dan a leer Carta al padre, de Kafka, o La invención de la soledad, de Auster, no se me ocurriría decir: «No, esto es un relato padre-hijo así que no me concierne, no me interesa». En cambio, los hombres han tenido, durante mucho tiempo, un sentimiento de que temas como el aborto o las relaciones madre-hija no les podían interesar. Yo creo que, a veces, las mujeres hacemos estas pequeñas trampas —como tratar de disimular el tema en La basura de las gallinas— para que, en el momento en que el lector se dé cuenta, ya esté dentro del relato.
—De ese retrato de la sororidad subyace siempre un repensamiento de lo que es la masculinidad.
—Por eso yo elegí que el primer cuento de de Quién no fuese Lo de papá, que retrata a dos hombres que se quedaron mirando para los costados, preguntándose: ¿y cómo es ser padre sin una mujer que me diga qué tengo que hacer cada día? Los dos son personajes que tienen que ejercer su paternidad sin que les estén diciendo lo que tienen que hacer por primera vez, y se sienten en arenas movedizas. También hay una especie de sororidad entre hombres, un acto de darse la mano mutuamente.
—Y, sin romper el diálogo con el resto del libro, en tu último relato abres una reflexión sobre el rol del escritor superventas desde la masculinidad predominante. Te sueltas con la metaficción.
—Hay dos o tres relatos en los que la literatura planea como tema pero sí: es verdad que ese es el que pone un foco sobre ella y lleva a cabo una ruptura mayor. A mí me gusta reírme de mí misma, del mundo en el que estoy y en el que trabajo. El humor está presente en muchos momentos de mi literatura; me parece que en ese cuento también lo está, pese a lo tremendo de lo que está pasando. A mí me gusta el humor como lo definía Pirandello, que decía que lo importante no es el chiste, sino lo que él llamaba humorismo: que te rías y luego pienses cómo te puedes estar riendo de semejante barbaridad. También me gusta el humor que consiste más en reírse de uno mismo que de los demás, y en ese cuento hay muchos elementos míos, de mi mundo.
—Muy interesante. Es bastante frecuente que ahora, en cierto tipo de literatura, se tienda a sobrecargar el dramatismo de un relato. Quizá a veces lo cómico resulte más eficaz como herramienta dramática que el drama per se, por el ejercicio de contraste.
—A mí me parece que es una herramienta excelente para introducir temas que no podrías sacar de otra manera. Hay temas con los que no, claro: yo no podría escribir sobre pedofilia desde el humor. Pero en algunos otros, ante los que quizá el lector sea reacio de partida, el humor allana el camino. Hace que las cosas entren más fácilmente.
—Este año también recibes el premio Pepe Carvalho de novela negra. Me parece interesante que lo recibas tú, dado que tengo la sensación de que, desde la sociedad y el propio mundo de la literatura, existe un prejuicio respecto a la novela negra, a la que se califica como literatura de género de manera peyorativa. Tus novelas son un buen ejemplo de que este prejuicio no tiene mucho sentido, dado que utilizas el género policíaco como herramienta de aproximación al relato.
—A mí todas esas discusiones sobre la literatura de género me fatigan un poco. En Argentina tenemos la suerte de que dos de nuestros grandes escritores, Borges y Piglia, trataron con frecuencia el género negro. No sentimos tanto ese distanciamiento como ocurre en otros países porque si Borges lo dijo… Pero sí, la verdad es que lo que creo que ha pasado es que en la novela negra entran demasiadas cosas. De esa manera, entran muchos libros relacionados más con el puzle, con la resolución de un enigma, que con la literatura. Libros que no pretenden crear buenos personajes ni establecer búsquedas de lenguaje. Dentro de la novela negra se han publicado cosas que no son buenas porque es más sencillo colarlas que en otro tipo de novela. Tú no puedes reproducir a través de una fórmula el Ulysses de Joyce; sin embargo, a partir de ciertos elementos comunes de la novela negra, sí puedes escribir con automatismos y generar un producto con el que la gente se pueda entretener mientras va en el tren. Sin embargo, dentro de la novela negra también hay gente que escribe al nivel de cualquier novelista que no recibe ese prejuicio. Yo que sé: Georges Simenon, Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Patricia Highsmith. Son autores de literatura, no de género. Qué me importa a mí si una novela es negra o no. Yo no elijo la literatura por el género, la elijo generalmente por el autor. Todo esto también tiene que ver un poco con las reglas del mercado: hay gente pensando desde la literatura y gente pensando desde el mercado. Proliferan los festivales de novela negra, las estanterías de novela negra en las librerías, colecciones de novela negra… todo esto tiene que ver con el mercado. Pero creo que nosotros, como escritores, nos sentamos a pensar en la literatura desde otro lugar.
***
Ese compás firme. ¿Escucháis la música de Claudia Piñeiro? Quiero ser una antena parabólica. Quiero que el mundo se recoja en el sonido suave, contundente y ágil de sus palabras.
La entrevista no es una ventana, es un abismo. Es el paradigma de la ceguera social. Es el tiempo de cortesía que late en los márgenes de la intimidad transcrito con gesto osado.
Claudia Piñeiro escribe con los lápices afilados: en su prosa importan los filamentos de las palabras, los contornos de los personajes. En su prosa late el mismo misterio que cabalga a su alrededor, que domina la música que suena cuando un desconocido la conoce —¿qué es conocer a alguien? ¿es acaso posible?—. Sirva esta ventana, sirva este abismo para desentrañar ese burbujeo distante. Sirva la entrevista para acercarnos.
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