(apuntes de filosofía para jóvenes, decimoséptima entrega)
En este periplo por la historia de los grandes pensadores de la filosofía occidental, llegamos ahora a uno de los grandes hitos: Martin Heidegger (1889–1976), el filósofo de la oscuridad, del hermetismo —él mismo decía que el intento de hacerse comprensible es el suicidio de la filosofía—.
En capítulos anteriores, nos hemos enfrentado ya a algunos de los grandes “ochomiles” del pensamiento: La Metafísica de Aristóteles, La Fenomenología del Espíritu de Hegel, La Ética de Spinoza, etc. Textos difíciles, espesos, sin duda. Pero lo que tenemos ahora enfrente de nosotros, por la dificultad que presenta a la hora de acometerlo, podría calificarse como el “Everest” de la filosofía.
Una forma muy ilustrativa de acercarse a la obra de Heidegger podría ser la revisión de los diversos adjetivos a los que sus glosadores han recurrido para tratar de describir su pensamiento: difícil, raro, ambiguo, inextricable, abstruso, esotérico… Y si vamos recorriendo la escala de epítetos que le han dedicado, el tono va adquiriendo un cariz más desesperado: desasosegante, místico, extravagante, etc.
El más expeditivo sería, sin duda, el utilizado por Mario Bunge, filósofo y físico argentino, con una piel racionalista demasiado fina como para degustar las “delicatessen filosóficas” de Heidegger. Bunge calificó su obra, se supone que después de una mala digestión, como pseudofilosofía, y el lenguaje que empleaba como propio de un esquizofrénico. Para empezar, le parecía inaudito que se pudieran escribir más de 400 páginas tratando exclusivamente del ser, y, luego, no sin cierta maldad, citaba algunas afirmaciones de Heidegger como ejemplo (eso sí, fuera de su contexto): «El ser es ello mismo»; o la definición de tiempo: «Es la maduración de la temporalidad». A Bunge le parecían frases vacías, carentes de cualquier sentido, bordeando el ridículo.
En cualquier caso, Heidegger, con sus seguidores y sus detractores, es sin ninguna duda el filósofo más influyente del siglo XX, por encima incluso de sus coetáneos Husserl y Wittgenstein. Su obra ha dejado una profunda huella no solo en el campo de la filosofía sino en otras áreas tan diversas como la teología, la teoría política, el arte, la arquitectura o la psiquiatría.
Pensador de formación nietzscheana, llevó a cabo un ataque radical contra la cultura y el pensamiento occidental, al igual que había hecho el propio Nietzsche. Lo que preocupaba a Heidegger era “el problema del ser”. Para él, la metafísica occidental se había olvidado de su estudio. Sólo los filósofos presocráticos se habían acercado a lo que, según él, debería constituir el objeto central de la filosofía: el ser y su sentido.
El concepto angular de la filosofía heideggeriana es el Dasein, traducido por “ser-ahí”. El Dasein es el hombre concreto, el único que puede interrogarse sobre su propio ser. Su característica esencial es, ante todo, la de “estar-en-el-mundo”.
En su libro Ser y Tiempo, sostiene que nuestra existencia se desarrolla en una dimensión temporal que se extiende desde nuestro nacimiento hasta la muerte. Hemos sido “arrojados” a ella sin nuestra aquiescencia, con la única perspectiva de la muerte (“el hombre es un ser para la muerte”). Ese horizonte nos aboca a la angustia existencial, a vivir inmersos en el miedo a dejar de ser —ya había dicho Platón que la filosofía no era otra cosa que una meditación para la muerte—.
Únicamente, cuando nos enfrentamos a la realidad de la finitud de nuestro tiempo, nuestro yo puede “llegar a ser quién realmente es”, en palabras de Nietzsche. Por ello, pensar en la muerte, tenerla presente en todo momento en el ámbito temporal de la vida, permite al Dasein realizarse en toda su plenitud. Pero, ¿para qué tratar de interpretar lo que dice Heidegger, pudiendo remitirnos a la sencillez y a la claridad meridiana con la que se expresa?: «El tiempo es lo que hace posible ese “estar-por-delante-de-sí-estando-ya-en”, nos dice. En fin, Heidegger en estado puro…
Spinoza dijo que «todo lo excelso es tan difícil como raro», una forma sutil y elegante, por otra parte, de autojustificarse y de autoensalzarse, porque la lectura de su Ética exige también un especial estado de ánimo. Si Spinoza estaba en lo cierto, no hay duda de que Heidegger alcanzó la excelencia, porque al proponer un nuevo objetivo para la filosofía (el ser) y una nueva forma de pensar, se impone a sí mismo la tarea de crear un nuevo lenguaje, con nuevos términos y nuevos conceptos. Para él, “la lengua es la casa de la verdad del ser”, el instrumento que permite pensarse a sí mismo. En este sentido, Heidegger, para desesperación de sus sufridos traductores, llevó a la lengua alemana hasta límites inverosímiles.
Sin embargo, su estilo, una vez que se ha superado esa primera fase de sorpresa ante lo inusual, ante lo desconocido, cautiva, arrastra, arrebata. En sus últimos escritos, es incluso más etéreo y esotérico, con un estilo carente de rigor lógico, asistemático, en algunos momentos rayando en el misticismo. Es la filosofía de alguien más inclinado a crear dudas e incertidumbres que a resolverlas. A pesar de ello, algunos fragmentos son de indudable belleza, llenos de poesía.
La genialidad de Heidegger queda ensombrecida, sin embargo, por el sorprendente apoyo que prestó al régimen nazi. Ello le llevó a actos de auténtica indignidad, como retirar la dedicatoria a su maestro Husserl de su libro Ser y Tiempo porque era judío, o negarse a ayudar a su examante y exalumna Hannah Arendt, que tuvo que huir de Alemania para escapar del Holocausto. Como bien dice Steiner, ante Heidegger siempre estaremos entre la fascinación y la repugnancia.
“Heidegger es siempre profundo, y esto quiere decir que es uno de los más grandes filósofos que hayan existido nunca”, o «quiero parecerme a nuestro gran Heidegger, que no gusta, como los otros hombres, de detenerse sólo en las cosas, sino sobre todo, y esto es muy peculiar en él, en las palabras», son palabras del filósofo español —triste oxímoron, por cierto— Ortega y Gasset. Toda una invitación a su lectura.
Yo también invito, más modestamente por supuesto, al joven Dasein, al joven “ser-ahí-que-está-en-el-mundo” (perdón por esa pequeña broma utilizando la jerga heideggeriana), aficionado a la filosofía, a hojear algún fragmento de Ser y Tiempo, su obra magna. Estoy seguro de que, al hilo de su lectura, seducido por el estilo, no resistirá la tentación de elucubrar, de desarrollar sus propias ideas con un lenguaje también propio. No estará haciendo otra cosa que ampliar los límites de su lengua y, con ello, los límites de su pensamiento y de su mundo. Eso, al fin y al cabo, no es otra cosa que aquello que desde tiempos inmemoriales denominamos filosofar.
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