«Creo que en este libro están tocadas todas las fibras de la demolición nacional. Había que contar la historia de las víctimas de esta masacre. Ese es el gran relato de esta novela. A los revolucionarios ya los defienden los suyos». El habla directa de Karina Sainz Borgo (Caracas, 1982) no se deja nada en el camino. No puede y no quiere y se ve, aunque lo diga todo con amabilidad, pasión y un acento que permanece, signo de otra vida, tras 12 años en España. Sainz Borgo es la responsable del pelotazo literario del año, La hija de la española (Lumen), vendida en la Feria de Fráncfort a 22 países, y que acapara titulares estos días en los que parece que Venezuela encuentra la manera de seguir hundiéndose a manos de los matones de siempre.
La política se cuela una y otra vez en la conversación, pero La hija de la española es mucho más, y conviene empezar por ahí. Sainz Borgo tiene gusto por la frase bulldozer, la sentencia que todo lo machaca. Se ve en el libro, donde las usa para cerrar párrafos y capítulos. Se ve en la entrevista, que la autora, conocedora del oficio del periodista cultural, trata de llevar a su terreno. Aquí los trucos de la profesión no tienen cabida, así que empezamos fuerte.
Se da una paradoja terrible, y es que sin “ese país que es una picadora” no tendríamos esta novela, ni su responsable este éxito. Respira cuando se le plantea así, tarda en responder y se lanza: “La depredación se daba ya cuando Venezuela fue una Arcadia. Es un lugar en el que hasta las flores depredan e incluso la representación de nosotros mismos, de la belleza, del paisaje, es violenta. He necesitado todo este tiempo para escribirla. La novela ha sido como una cura de Alcohólicos Anónimos para mi venezolanidad. Antes no tenía el español enriquecido por el ejercicio de la profesión periodística. Con otras historias no era capaz anímicamente. Me tumbaban. Descubrí a Thomas Bernhard y conseguí que los caballos me respondieran”, cuenta para explicar por qué ahora, a la tercera, ha ido la vencida.
Un escritor es lo que lee y en la conversación aparecen también Javier Marías y la memoria, la belleza en dosis pequeñas y brutales de La carretera de McCarthy, los mundos que se vienen abajo de Yolanda Pantin y J.M. Coetzee, sobre todo Coetzee. “Siempre me han gustado las imágenes desagradables, que las cosas supuren. Acceder a la belleza por la vía más difícil”, dice, evocando al maestro sudafricano.
La hija de la española es el relato que Adelaida Falcón nos ofrece de la Venezuela que vivió, de la muerte de su madre, de la pérdida de su marido, de su casa, de su país, de su vida. Del derrumbe. Es también un canto a la supervivencia, una evocación, el quejido culpable del superviviente. “Adelaida pierde tanto que ni puede gritar en su propia casa. Es una mujer de clase media, que trabaja en una editorial, sensible, con una idea clara de lo que es cumplir la ley pero que tiene que hacer cosas para sobrevivir”. Y esas cosas, que no vamos a contar, la definen, nos definen, nos adentran en una zona de grises, en un relato terrible. “Se ve cómo el poder aniquila, pervierte, lesiona a los individuos”, resume Sainz Borgo.
Es Venezuela, claro, pero podría ser cualquier lugar. La autora no nombra al país, no da fechas, usa las alegorías e imágenes para llevar al lector donde quiere. “Si adelgazo, si le quito referencias históricas y geográficas, es más probable que al lector le llegue y el relato se convierta en algo deliberadamente más universal”, explica. La voz en primera persona y el tono evocador son decisiones técnicas para buscar la tensión necesaria. “Se trataba de adaptarme a mis destrezas actuales. Como se decía en el colegio, métete con uno de tu tamaño”, resume. El libro, otra paradoja, no se podrá comprar en Venezuela, donde la industria editorial ha caído, víctima del mismo proceso de aniquilación chavista que otras tantas cosas. Además, una copia costaría dos o tres buenos sueldos.
Tres temas obsesionan a esta periodista metida a escritora, o quizás ya al revés. “La muerte y qué hacemos con los muertos”, comienza. Conviene aclarar que, como se ve en La hija de la española, en Venezuela los entierran como pueden, en cementerios saqueados una y otra vez, a la carrera para no ser asaltados por cualquier banda. También, que allí ha sido un ingrediente más de cada día. “Yo crecí viendo muertos apilados en camiones durante el Caracazo. Primero en ataúdes, luego en bolsas y luego ya los tiraban a la fosa”, explica. La segunda obsesión es la memoria y “la migración y la identidad como conceptos muy pegados, al menos en el Caribe”, explica esta nieta de españoles que salieron dejando, literal, la mesa puesta, y que no volvieron a hablar de la patria abandonada. Y, por último, la frontera, la que hay entre el amor y la depredación, la que está en todas las familias, universal.
Para no transitar los mismos caminos que ya se sabe de memoria, le buscamos las cosquillas. No nos parece para nada así, vaya por delante, pero si no le han caído le caerán palos por cómo retrata, por ejemplo, a un personaje como La Mariscala, un monstruo chavista. O igual estamos siendo agoreros, pero un poco de gimnasia tampoco viene mal. «¿Chabacana? Claro que había que exagerarlo porque el régimen se valió de la pobreza para igualar a la baja. El hambre y la muerte son lo único democrático en Venezuela», contraataca. Hablando de comida, o más bien de hambre, hay una parte del libro, maravillosa, en la que habla de la harina PAN, ese alimento transversal que atravesaba toda la estructura social. Una harina como símbolo democrático. «Hasta con eso han acabado. Ya no se consigue», lamenta.
“La novela no acusa a un sistema, a un gobierno. Está contando lo que ha hecho un régimen absolutamente totalitario. Canibalizaron una estructura social. Me pregunto: ¿si no fuera un proceso en marcha sería considerada como clasista? No es un reportaje ni una crónica periodística, es una novela, pero sí es verosímil. Por otro lado, es normal e interesante que se lleve a un terreno ideológico. Me gusta porque eso significa que incomoda”, remata, desafiante, de vuelta a la política, esa trampa a la que, sin embargo, esta vez ha vencido la buena literatura.
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