Como una isla de mujeres en el centro de la cristiandad, Las Huelgas nació con vocación feminista. Fue la reina Leonor, su fundadora, quien puso mayor empeño en conseguir que las mujeres pudieran alcanzar los mismos niveles de mando y responsabilidad que los hombres, al menos dentro de la vida monástica. Y eso no era todo: similar a un pecio hecho de tiempo y memoria, el macizo de aspecto militar del monasterio levantado sobre un prado donde holgaba el ganado, alejado de la próspera ciudad medieval de Burgos, encerraría a lo largo de su existencia mil secretos: nacimientos, coronas, damas, soldados, amoríos, lealtades, venganzas, partos, sangre, arte, muerte.
Caminando por aquellos fríos corredores jalonados de tumbas saqueadas siglos después por los soldados napoleónicos, uno no puede evitar pensar cuán alejados están ya esos hechos de la memoria de los vivos; qué misteriosa se vuelve la Historia a medida que discurre el tiempo oscuro de los hombres por ella. Y precisamente eso es lo que la convierte en objetivo fascinante de algunos rastreadores de aventuras; cazadores organizados en manadas como lobos pacientes que olfatean el olvido para aferrarse a él y hacerlo suyo sabiendo que es el único alimento que merece la pena en estos días de bosques helados y desmemoria.
Esa es la razón por la que nuestros pasos nos llevan hasta el dintel mismo del arco de entrada al Monasterio de las Huelgas. Aquí mandaban ellas, esas niñas que la ley de la naturaleza había antepuesto a la ley Sálica; herederos nacidos hembra que en ciertas (y no pocas) ocasiones presentaban más dotes de mando, agallas y ambición que sus hermanos varones. Aquí aprendieron a crecer bajo el peso de la sangre real y comprendieron su importancia en el mundo, construyendo un reino libre de toda agnación rigorosa bendecido por Dios y por la Iglesia, desde el que tejían y destejían (como sólo las mujeres, desde Penélope, saben hacerlo) el tapiz complejo del cambiante reino de Castilla.
La infanta Constanza, hija de los reyes fundadores, fue una de las primeras abadesas, y al igual que sus sucesoras, llegaría a disfrutar de una autonomía y poder tan elevados que solo estaba obligada a responder ante el papa. Como mujer no podía confesar, decir una misa ni predicar, pero era ella en persona quien daba las licencias para que los sacerdotes hicieran estos trabajos.
Tampoco, claro está, les estaba permitido participar en las ceremonias que tenían lugar entre estos muros, proclamar reyes o armar caballeros, pero ellas se sabían concebidas por la misma semilla real, siendo portadoras silenciosas del valioso tesoro de la estirpe que en aquel tiempo ayudaba a soportar la bastardía con orgullo, así como el secreto de haber amado a hombres coronados (hermanos, padres o amantes), e incluso en ocasiones de haberlos parido.
A través de un dédalo de corredores, patios y bóvedas cistercienses, el monasterio se abre y cierra, como un ente con vida, a las distintas funciones de sus dependencias. Las damas blancas tenían reservada la amplia sala capitular para el encuentro y la oración. Hoy, la luz multicolor de las antiguas vidrieras inequívocamente francesas, colocadas en la sala con posterioridad, nos habla a gritos del mestizaje inevitable que articula el lenguaje de aquella España de fronteras movedizas resumidas en este monasterio: vidrieros de Anjou, alarifes de Sevilla, canteros castellanos, mercaderes textiles de Damasco, plateros flamencos, ebanistas andalusíes. Nada es tan puro y rico en Europa como la híbrida historia de España.
Pero la falsa austeridad cisterciense no ciega del todo el ojo bien adiestrado que adivina en un rincón en sombras una pequeña tabla de estilo flamenco. En ella, la virgen extiende su manto inmaculado para proteger a reyes y abadesas que agradecen, humillados, la gracia de permanecer a salvo de los hijos de Lucifer. Uno de ellos porta las flechas de la muerte; el otro, los libros del pecado: libros gruesos, pesados, apilados sobre el espinazo huesudo de la criatura infernal, que se aleja volando con tan valiosa carga por el cielo azul de Burgos con una sonrisa en los labios tumefactos.
El pintor se cuidó muchísimo de no dar pistas sobre los títulos; ni rastro de tejuelo o cabezadas. Sólo un lomo vacío y el corte delantero de los pergaminos apretados entre las tapas de cuero. Intento acercarme más a la tabla sin levantar las sospechas del vigilante para poder fijarme en los detalles. ¿Serían estas hojas de piel o de vitela? Teniendo en cuenta el coste de la segunda, obtenida de un animal nonnato y dedicada exclusivamente a códices miniados y otros libros valiosos, y dado que el diablo los arrebata de manos reales, pudiera ser. Elementa ad librorum pertinenta, recuerdo y pienso en Maimónides, aristotélico y amante de los libros, y en sus instrucciones sobre encuadernación: “Hay tres tipos de pieles: gevil, qlaf y duksustus…”. Imagino a aquellos centenares de hombres silenciosos inclinados durante siglos sobre las mesas de los talleres de los monasterios como este de las Huelgas, reproduciendo para el Dios católico el saber del mundo pagano conservado gracias al amor por la cultura de algunos pensadores herejes.
Vuelvo a mirar la tabla y no puedo evitar sentirme antes identificada con el librero de Belcebú que con los hombres y mujeres coronados capaces de cambiar la luz de la lucidez y la sabiduría de los libros por la seguridad huera de la fe. Aunque bien pensado, Las Huelgas no fue levantado como scriptorium para el conocimiento de la vida, sino como lugar sagrado para la memoria de la muerte, y en eso la fe era imprescindible.
En su hermoso panteón sin biblioteca ni duda metódica, unidas por enrevesados lazos de parentela, descansan, entre otras mujeres, Leonor de Castilla, reina de Aragón, y su hija Constanza de Castilla; también Berenguela de Castilla, hija de Fernando III el Santo y hermana de Alfonso X El Sabio, así como la nieta bastarda de este, Blanca de Portugal. Otro de los sepulcros corresponde al cuerpo de María Ana de Austria, hija ilegítima del, a su vez, ilegítimo Juan de Austria y por tanto nieta natural de emperadores. Abadesa de este monasterio a principios del XVII, es además dama literaria donde las haya, pues siendo monja en el convento de Madrigal de las Altas Torres, protagonizó aquel hecho insólito junto al pastelero de Madrigal, inmortalizado dos siglos más tarde por Zorrilla en su famosa obra Traidor, inconfeso y mártir.
Pero también hay sitio en Las Huelgas para el descanso eterno de los hombres; los valientes y los de sangre real. Los primeros en el atrio, cuyo suelo alberga, se cree, a los caballeros muertos en la batalla de las Navas de Tolosa. Los segundos, aquellos niños tan valiosos, esperanza del futuro de los reinos de España, encarnados en deseados varones, entre los que se encuentra el joven Enrique I de Castilla, heredero de los fundadores de este monasterio, muerto por un accidente azaroso y estúpido (una teja descolgada de un edificio o una piedra vino a caerle en la cabeza cuando despuntaba ya como muchacho de trece años). Su cráneo trepanado fue guardado con desolación entre estos muros.
Igualmente yacen envueltos en rico damasco traído de Bizancio los restos de otro infante, don Fernando de la Cerda, primogénito amado de Alfonso X el Sabio y muerto repentinamente a los 20 años de edad.
El llanto, pienso mientras cruzo el Pórtico de los Caballeros, debió de llenar de luto con su eco estas bóvedas angevinas, mas junto a él resuena en mi memoria un grito dulce de vida, pues un niño estaba destinado a ver por primera vez la luz en una de las celdas de la torre defensiva del monasterio. Ese niño, con el andar de los años convertido en un guerrero vestido de metal, se arrodillaría bajo esas mismas bóvedas para ser armado caballero y después coronado rey con el nombre de Pedro I de Castilla, al que la Historia recordará al mismo tiempo como “el Cruel” y “el Justiciero”. Contradictorios o complementarios, esos dos términos dicen mucho de aquellos días y aquellos hombres.
Bajo el dintel del portón de salida, miro atrás siguiendo una vieja costumbre. Castillos de Castilla y leones dorados Plantagenet me despiden orgullosos desde el muro. Pobre España mía: vieja, olvidada, silenciosa, dormitando cansada sobre su heroicidad y su poderío mientras el mundo, al otro lado de este arco, se abalanza a toda velocidad hacia una nueva y oscura Edad Media donde la desmemoria voluntaria y el olvido serán nuestra peste negra.
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