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Tiempos de esperanza, de Emilio Lara

Tiempos de esperanza, de Emilio Lara

Tiempos de esperanza, de Emilio Lara, Premio Edhasa Narrativas Históricas 2019, es novela de amor en años de odios. Un novela de guerras, fanatismos y miedos, pero también de amistad, amor y esperanza. Tras La cofradía de la Armada Invencible y El relojero de la Puerta del Sol, Lara nos traslada a 1212 de la mano de unos niños cruzados que quieren liberar Jerusalén y de un califa que ha jurado que sus caballos abrevarán en las fuentes vaticanas. Zenda ofrece el prólogo y el primer capítulo del libro, que hoy sale a la venta.

PRÓLOGO
Perugia, septiembre de 1260

El mundo estaba en tinieblas. Era la época en que los días se acortaban y las noches se alargaban. Era la temporada de la vendimia, pero el tiempo de hacer vino se había convertido en el de la superstición y de la sangre. Hubo malas cosechas, hambrunas, epidemias y linchamientos de leprosos, convertidos en chivos expiatorios de las calamidades. Las profecías de los ermitaños alertaban sobre el inminente Juicio Final y la gente contaba estrellas fugaces porque decían que anunciaban desgracias. Era el reinado de la noche.

Procesiones de flagelantes recorrían el centro de Italia entre gritos, cánticos fúnebres y azotes. Curas y frailes de ojos desorbitados y voces enronquecidas animaban a la gente a unirse para conseguir la salvación y, en un estado de frenesí, untaban sus manos en la sangre sin coagular de los penitentes y las alzaban gritando que el Apocalipsis estaba al llegar. Y, con los dedos crispados, decían:

–¿No oís cómo resuenan las trompetas del Juicio Final? ¿No las oís?

Atemorizados, hombres y mujeres aguzaban el oído, pero nada les llegaba de la trompetería de los ángeles, sino el llanto histérico de quienes llevaban coronas de espinas en la cabeza, cargaban con cruces de madera y se golpeaban la carne con tiras de cuero o ramales de esparto.

–¡Ya se avecinan las legiones de ángeles para empujar al infierno a los ricos y poderosos! ¡Sólo los pobres se salvarán! ¿Es que no escucháis las trompetas de Jericó allá arriba, en el cielo? ¿Acaso estáis sordos? ¡Vuestros pecados os taponan los oídos!

Algunas personas, sugestionadas por las amenazas apocalípticas de los clérigos y por la visión hipnótica de quienes lloraban y se azotaban, entraban en arrebatos místicos y, echándose las manos a la cabeza, gritaban:

–¡Las trompetas! ¡Vamos a morir! ¡Piedad, Señor, piedad!

"Las terroríficas procesiones engrosaban el número de participantes cada día. Muchos siervos y colonos, al contemplar aquellas fanáticas manifestaciones religiosas, arrojaban a los sembrados los aperos de labranza y se incorporaban a ellas"

Y, poseídas por un incontrolable furor, se tiraban de los pelos, se lamentaban a gritos entre lloros, se mezclaban con los flagelantes y les arrebataban las cuerdas deshilachadas para lastimarse el cuerpo. Y cuanto más voceaban, cantaban, lloriqueaban y se azotaban, más velocidad adquirían aquellas acciones. Hasta que alcanzaban un ritmo trepidante de locura colectiva.

Las terroríficas procesiones engrosaban el número de participantes cada día. Muchos siervos y colonos, al contemplar aquellas fanáticas manifestaciones religiosas, arrojaban a los sembrados los aperos de labranza y se incorporaban a ellas magnetizados por los chillidos de dolor, el anuncio del fin del mundo y la exigencia de pobreza para salvar el alma.

Nadie dormía por las noches. Las exaltadas multitudes entraban en las ciudades y pueblos al atardecer, cuando se desperezaban las estrellas del cielo. Los vecinos de las aldeas salían de sus hogares alarmados y sobrecogidos para ver tan inesperado espectáculo. Campesinos, menestrales, nobles, frailes y mercaderes, todos los estamentos, contemplaban la riada humana que anegaba calles y plazuelas. Las campanas de las iglesias repicaban para convocar a los feligreses. Los perros ladraban y los burros, en las cuadras, rebuznaban asustados por el ruido. Penitentes vestidos con harapos buscaban iglesias y monasterios, se concentraban delante de sus portadas y confesaban en voz alta sus pecados, al tiempo que se flagelaban las espaldas desnudas y encendían velas. La cera derretida les quemaba las manos.

El otoño miraba hacia delante, hacia el invierno. Hacía un frío desusado y se decía que no era normal, que era señal de que el mundo estaba cambiando. Hubo partos malogrados en los que los niños nacieron asfixiados, con el cordón umbilical anudado alrededor del cuello, y las matronas lo achacaban a que las criaturas se negaban a vivir en aquella época de pecado en la que el sentido del bien se había trastocado y reinaban las tinieblas.

* * *

Aquel día, como siempre al caer la tarde, una turba de flagelantes dirigida por sacerdotes y monjes radicales llegó a Perugia. Los penitentes ascendieron trabajosamente por las empinadas cuestas de la ciudad, muchos de ellos de rodillas para lacerarse la piel y mortificar el cuerpo, jaleados por otros hermanos de penitencia.

–¡Vamos! ¡Tened fe! ¡El cielo se consigue con sangre! ¡Purificaos! ¡Vamos, seguid adelante!

Llegaron a la abadía benedictina de San Pedro y la rodearon. Cientos de velas y teas ardían en torno al monasterio a la luz tiznada del anochecer.

Lo más triste eran los niños.

Solos. Asustados. Temblando. Eran la viva imagen de la pena con las manitas achicharradas por la cera y los hombros en carne viva de los cinchazos que se propinaban, alentados a azotarse por quienes cargaban cruces o empuñaban antorchas.

Un hombre mayor se los quedó mirando. Era alto y delgado, vestía buena ropa, tenía la frente surcada de arrugas y una mirada dulce y penetrante. Suspiró al ver a los chiquillos, tan indefensos y abrumados por el vocerío y los cánticos hipnóticos de la muchedumbre.

El hombre, casi un anciano, se entremezcló entre aquella masa humana que hedía a sudor rancio y a mugre y se abrió paso hasta los niños dando codazos.

–Otra vez no. Ya fue suficiente con una vez –musitó.

Diez chiquillos se arracimaban junto a la esquina de la abadía. Miraban a su alrededor con lágrimas en los ojos, desamparados, sin alcanzar a comprender el significado de aquello.

Al llegar junto a ellos, les dijo, con un tono de voz dulce, para no intimidarlos:

–¿Vuestros padres están aquí, con vosotros?

Los pequeños, con los labios fruncidos y haciendo pucheros, negaron con la cabeza.

–No os preocupéis. No va a pasaros nada malo. Tirad esas cuerdas y venid conmigo. Yo cuidaré de vosotros.

"Los niños dejaron pronto de tiritar de frío y miedo. Abrieron desmesuradamente los ojos al ver cortar trozos de queso y gruesas rodajas de una hogaza de pan"

Tendió la mano al más pequeñín, de unos cinco años, calculó, y éste se la cogió, obediente y conmovido por el cariñoso trato. Los dos comenzaron a andar y rápidamente siguieron los otros nueve niños, que arrojaron al suelo los cordeles ensangrentados con los que se fustigaban. Ningún clérigo exaltado intentó evitarlo, pues los participantes en la sangrienta ceremonia estaban ensimismados en sus cantos, azotazos y lamentos por el Juicio Universal que creían inmediato.

El hombre, seguido por los chiquillos, dejó atrás la ruidosa multitud y se adentró por las callejuelas. Ni un solo candil alumbraba en los alféizares de las ventanas o en la fachada de las casas, pero gracias a la luna llena pudo orientarse en la oscuridad. Las escenas de pesadilla quedaban atrás. Aullaban perros en la lejanía.

Llegó a su casa. Extrajo de sus ropajes una pesada llave y abrió el portalón. Llamó a voces a sus criados y al instante aparecieron en el zaguán dos jóvenes, alarmados, con sendas lamparillas de aceite que daban una débil luz.

–Poned agua a calentar. Despiojad a estos niños y lavadlos. Dadles de comer y de beber. Estarán hambrientos y sedientos. Y después, que uno de vosotros avise a mi médico para que les cure las heridas.

Los dos criados se quedaron petrificados al ver a los famélicos chiquillos. Su amo los sacó del estado de estupefacción con una palmada:

–¡Rápido!

Cerró la pesada puerta con dos vueltas de llave, echó la tranca y guió a los pequeños hasta la caldeada cocina, en la que sus servidores se afanaban en encender fuego para calentar ollas de agua y preparar comida.

Los niños dejaron pronto de tiritar de frío y miedo. Abrieron desmesuradamente los ojos al ver cortar trozos de queso y gruesas rodajas de una hogaza de pan.

El hombre sonrió. Los había salvado del fanatismo al igual que habían hecho con él.

De eso hacía mucho tiempo.

La historia se repetía.

1

Abadía de San Denís, 4 de mayo de 1212

El sol de primavera iluminaba y templaba la sala de la abadía. Por las altas ventanas de arco apuntado penetraba una luz dorada que hacía refulgir las lanzas y cotas de malla de los guardias. Llegaban aromas de incienso y se escuchaban, lejanos, los cadenciosos cánticos litúrgicos de los monjes. Una mullida alfombra carmesí ayudaba a aislar la estancia del frío, y caminar sobre ella era algo parecido a hacerlo en sueños. A la sala no ascendía la humedad de la cripta donde estaban enterrados los reyes de Francia. Los huesos reales se deshacían como hojaldre viejo en sus tumbas mientras resonaban los cánticos de los latines.

El rey no estaba solo. Los consejeros reales, entre los que se encontraban profesores de la recién fundada Universidad de París, aguardaban una extraña visita. Habían sido convocados por expreso deseo del soberano para ayudarlo a dilucidar qué había de cierto en un mensaje que estaban a punto de entregarle.

Los clérigos consejeros del rey parecían amodorrados, como cuando, tras una opípara comida, se quedaban traspuestos en sus sitiales del coro o en la cátedra durante los largos oficios litúrgicos.

El bufón andorreaba por la sala vestido de morado, con su gorro rematado con cascabeles.

"La maravillosa epístola y el carismático verbo del zagal habían capturado la atención de muchos parisinos, de modo que el niño emprendió camino hacia la abadía de San Denís seguido por muchas personas"

Mientras tanto, el rey Felipe Augusto, sentado en un sillón frailuno con respaldo de cuero, guardaba silencio. Con su único ojo sano escrutaba las nervaduras góticas del techo y examinaba los rostros de los presentes. Era un hombre de acción más que de reflexión, y dominar sus impulsos le exigía un gran control de sí mismo. Esa permanente lucha interior se traslucía en su gesto tenso, en la boca contraída.

Los docentes, revestidos con sus ropones académicos, cuchicheaban entre sí, expectantes. El portador del mensaje era un niño. Al parecer, éste había caminado hasta París para preguntar dónde se hallaba el rey, pues traía un recado urgente para él. Le indicaron que no se encontraba en el palacio de la Cité, sino en la abadía de San Denís, distante a unas cinco millas.

Se rumoreaba que iba a darle al monarca una carta de trascendental importancia.

Una carta que le había dado Jesucristo. En persona.

La maravillosa epístola y el carismático verbo del zagal habían capturado la atención de muchos parisinos, de modo que el niño emprendió camino hacia la abadía de San Denís seguido por muchas personas que, complacidas y conturbadas, esperaban con ansia la decisión del monarca. Decían que estaban a las puertas de algo grande y hermoso. De un mundo nuevo.

Al fin la pesada puerta de madera se abrió entre chirridos y un oficial de la guardia entró escoltando a un niño rubio, flaco y de escasa estatura. El muchacho andaba con paso decidido, sin amilanarse por estar en presencia de hombres poderosos. Todas las miradas se clavaron en él, inquisitivas. ¿Aquel pequeñajo era el carismático orador? ¿Ese niño que calzaba sandalias medio rotas?

Se detuvo justo frente al monarca y un rayo de sol incidió en su cara. Sus ojos tenían luz propia, como de una rara combustión interna. Alzó la barbilla y, sin pestañear, sostuvo la mirada al rey. Ni se arrodilló ante él ni le besó las manos en señal de respeto.

Se alzó un murmullo de reproche por semejante falta de cortesía que el monarca atajó con un gesto de la mano.

–¿Cómo te llamas? –preguntó.

–Esteban, majestad.

–¿Cuántos años tienes?

–Doce.

–¿De dónde eres?

–De Cloyes, Señor.

–Has recorrido un largo camino para verme.

El chico asintió. Vestía ropas humildes y llevaba colgado un zurrón de piel. No titubeaba en las respuestas y su voz era infantil. Aún no la había mudado.

–Y bien. ¿Para qué querías verme?

–Tengo una carta para Su Majestad.

–¿De quién?

–De Cristo.

De todas las gargantas brotaron sonidos guturales, palabras de asombro y expresiones de desagrado. Los clérigos presentes se persignaron al considerar aquello una blasfemia, y los profesores universitarios sonrieron con suficiencia. Unos y otros habían catalogado al niño como un mentiroso. Un loco.

El bufón hizo una pedorreta, agitó la cabeza y el cascabeleo de su gorro se prolongó unos segundos.

–¡Está más loco que yo! –exclamó con voz aguda.

El rey, impasible, tamborileó con los dedos sobre los brazos de madera del sillón.

–¿Se te apareció Nuestro Señor Jesucristo mientras dormías? –continuó el interrogatorio al fin–. ¿Jesucristo estaba clavado en la cruz? –inquirió, suspicaz.

–Yo estaba cuidando las ovejas de mi padre cuando Él se me acercó.

"Mostró una sencilla cruz de madera que llevaba al cuello y dijo que la había pasado por las manos taladradas de aquel hombre, que había afirmado que era Cristo"

Sin que se le trabasen las palabras, Esteban explicó que era pastor y que una mañana, mientras el rebaño pastaba en un prado, se le acercó un hombre alto, moreno, con barba y cabello largo que vestía a la usanza de los campesinos del lugar. El perrillo, en lugar de ladrarle, meneó el rabo y se acercó al extraño con docilidad para lamerle las manos. Entonces se dio cuenta de que las tenía agujereadas. Lejos de perturbarse, Esteban había sentido una gran paz en su presencia y un calorcillo en el pecho. Mostró una sencilla cruz de madera que llevaba al cuello y dijo que la había pasado por las manos taladradas de aquel hombre, que había afirmado que era Cristo, que había descendido de los cielos para entregarle una carta cuyo contenido no debía revelar a nadie más que al rey de Francia.

–Ésta es la carta que Jesucristo me encomendó dar a Su Majestad.

El niño sacó del zurrón un papel doblado y se lo entregó al rey. Se hizo un abrupto silencio en la sala abacial. Los consejeros contenían la respiración.

–Esta epístola, dirigida a mí, habla de la necesidad de convocar una nueva cruzada para reconquistar Tierra Santa –dijo al fin en voz alta.

Ninguno de los presentes se inmutó. Todos sabían que el rey había sido uno de los convocantes de la Tercera Cruzada junto a Ricardo Corazón de León y que había participado en el asedio de Acre en el año 1191. En toda Europa era célebre la acometividad del monarca, sus dotes organizativas y su carisma. Lo insólito era que aquel pastorcillo hubiera tenido la osadía de erigirse en mensajero del Hijo de Dios. Pero cuando parecía que los consejeros se disponían a tomar la palabra atropelladamente, el monarca levantó la mano derecha para imponer silencio.

–La epístola exige que la cruzada sea de niños –añadió.

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Autor: Emilio Lara. Título: Tiempos de esperanza. Editorial: Edhasa. Venta: Amazon 

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