Foto de portada: Daniel Mordzinski
Mi españolidad yo me la he ganado a pulso, pero mi país, a cambio, ya no me reconoce, y yo no me reconozco en él.
Nadie quería perderse este acontecimiento. Sábado, mediodía, y un Madrid primaveral que se abría como una flor carnívora para celebrarlo. El lugar de la cita es la Librería Tipos Infames. Libros y vinos, un singular espacio híbrido ubicado en el epicéntrico barrio de Malasaña, que desde hace ya casi 10 años nos viene demostrado la compatibilidad entre el sacro placer de la lectura y el pagano disfrute de los sentidos. Nuestra memoria latina de discutidores en el foro se recupera milagrosamente en lugares así.
Todo era apropiado, hasta el bullicio exterior; a menos de 800 metros de allí los independentistas catalanes desfilaban en una columna insegura reclamando unos derechos que hoy, con La hija de la española en la cabeza y Venezuela desangrándose por los cuatro costados, sonaban más que nunca a capricho de niño malcriado.
El periodista y poeta Antonio Lucas fue el encargado de abrir boca, pero en vez del entrante frugal, fiel a su manera sorpresiva de leer y de contar, nos tenía preparado un manjar tan poderoso que casi logra arrancar a Karina de su ya difícil tarea de no emocionarse más de lo públicamente permitido.
—Es esta una novela cartesiana —sostiene—, combinación de ansiedades perfectamente calculadas para que se equilibren en el texto. En ella se nos retrata un país bastardeado pero que es también rehén de los políticos de fuera. Y mientras, en lo narrativo, el personaje está dentro; no es un observador, es pura carne que al sentir nos transmite lo esencial: que la vida también es cruel y siniestra y que en momentos desesperados obliga al ser humano a lo peor; a cambiar su yo; a transmutar las entrañas. Nadie es capaz de vivir en un lugar que presenta un futuro precintado. Y todo eso es muy difícil de contar (y que suene a verdad) desde fuera. Por eso Adelaida Falcón, la protagonista de esta historia, no tiene más remedio que prestarle a esta novela el corazón. Lo hace para que podamos entender.
(Todos escuchamos, Karina lo mira con emoción. El espejo plegable que Antonio Lucas guardaba en la cartera se extiende reflejando un País de las Maravillas distópico.)
—Sin embargo —continúa Antonio en mitad de un silencio abrasador— no se trata de una novela de morbo, sino de auxilio. Esta novela encardina muy bien con otras autoras del desarraigo donde el lenguaje juega un papel indiscutible. A mí personalmente me ha enfebrecido porque es una especie de galope lleno de hallazgos. Es un lenguaje que la autora ha sabido usar para que en él quepa todo aquello que es necesariamente táctil y que en esta novela es mucho.
La hija de la española parece detenida en mitad de un verso de Vicente Gerbasi: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”.
(Karina mira al techo de hormigón de la librería, tal vez para sostener las lágrimas, mientras todos digerimos, como podemos, la belleza. Es difícil soportar estoicamente el dolor cuando te hurgan en la herida.)
—“El hombre es de la noche que lo sigue”—concluye el poeta citando al poeta—.
El público aplaude y Karina se recompone de la única manera posible en estas circunstancias. Con un exabrupto:
—¡Qué bueno eres, cabronazo!
(Entona la joven autora su letanía de agradecimientos: María Fasce, Pilar Reyes, Vozpópuli, Gistau, Eva Serrano, Zenda…)
—Gracias a todos. Me toco la cabeza buscando la corona. (Sonríe tímida, carraspea y se recupera). Sí, Antonio. Esta novela es abrasadora (con “s”). A veces pienso que la escribí para saber que no me quería hundir. Que no me quería morir. Escribía como una reina en su anarquía, por eso al llegar hasta aquí, con el abrumador panorama de aceptación editorial y de lectores, me sigo preguntando cómo fue.
De verdad, ahora que la novela ya no me pertenece absolutamente veo cómo se transforma, y a veces siento miedo. Por ejemplo, en la reciente feria del libro de Londres, los editores extranjeros (alemanes, ingleses) coincidían, cada uno en el pensamiento de su propio extranjerismo, en el gusto por el ritmo de la novela. Un ritmo, pensaba yo, que si les afecta a los no hispanohablantes es porque debe de taladrar la propia lengua. No sé. Es todo muy singular.
(Antonio se reviste de nuevo de periodista)
—Karina, tu novela queda abierta y no deja demasiado lugar a la esperanza, me parece.
—Bueno, Antonio. Es que no es una novela propositiva. Yo no quería hablar de política, sino de castigo y autocastigo. La esperanza suena a frase hecha en una situación como la venezolana. Por eso busqué una justificación para mi propia agonía en las palabras de Juan Gabriel Vázquez, “uno es del lugar donde están enterrados sus muertos”, y decidí convertir tanto sufrimiento en aspiración de belleza. Que el lector y yo misma antes que nadie pudiéramos asomarnos a algo terrorífico pero no burdo.
(Queda suspendida en el borde la última palabra como si se quisiera suicidar. La autora no parece satisfecha con la explicación y continúa el razonamiento.)
—Todo acto de mínima belleza es un acto de resistencia, y Adelaida Falcón es una golpista en este aspecto; está todo el rato buscando la belleza.
Desde la primera fila se escapa un recio ¡Bravo!
(Karina sonríe.)
—Es el Gran Capitán.
(Todos los que la seguimos en Instagram sabemos que se refiere a su padre. Antonio Lucas aprovecha para sacar un as de la manga.)
—Hablando de capitanes, Karina. Arturo Pérez-Reverte me ha pedido que te haga una pregunta: “¿Podrá salir Venezuela del infierno sin sangre en las calles?”
(Karina sonríe triste, muy despacio, mientras contesta veloz.)
—El problema es que la sangre ya está; ya estuvo. Hay algo metálico allí, donde todos los puñales brillan…¡Pero qué de Arturo es esa pregunta! Mira, Antonio, la fruta que estalla en la novela es, de alguna manera, la metáfora que uso para que la gente pueda sentir como yo también lo siento, esa perpetuidad. Espero que al final seamos capaces de construir algo que no se desangre en la acera o en una camilla.
(Antonio Lucas compagina ágilmente su bipolaridad. Recupera, para la siguiente pregunta, al poeta admirado.)
—Esta novela está llena de frases excelentes, y aunque creo que la emoción es un mal póker para la literatura, aquí tus frases encierran mucha verdad. Quiero destacar una que encarna lo que digo: “El desenlace no lo decide el que teme, sino el que infunde el miedo”.
—Si lo piensas, Antonio, en esta historia siempre hay un verdugo (la Mariscala, que le arrebata la casa; el policía, que le registra…). Me parecía una hermosa venganza que Adelaida pudiera zafarse de todos sus verdugos. Y mira, yo no quería dar nombre ni voz a los poderosos en esta historia, porque creo que ellos ya han contado bastante su épica. En este sentido la literatura toma partido contando la historia de los silenciados, salvando de alguna manera a quien por justicia lo merece.
(Para terminar e ir dejando paso a las preguntas del público, Antonio Lucas convoca, con dos palabras, las verdades de esta novela que navegan con rumbo claro sobre un turbulento océano (nación, bandera, amor, venganza, miedo, muerte, infancia, fracaso, cobardía). Estas dos grandes verdades son la mujer y el desarraigo, valga la redundancia. Karina no lo piensa.)
—El elemento mujer supera cualquier reclamo. Una de las citas que abre el libro es un poema de Yolanda Pantin titulado El hueso pélvico, que entronca con una escultura gigante a la entrada de Caracas del escultor Alejandro Colina en la que se representa a la reina María Lionza sosteniendo un hueso pélvico y que para mí siempre fue el retrato de la sociedad donde yo nací; ese país donde las que más resisten son las mujeres. Adelaida Falcón es una síntesis de todas esas mujeres resistentes que me rodearon de pequeña. Tenía que haber una conexión efectiva e inevitable en mi novela con ese mundo femenino. Y eso también incluye a mis mujeres de acá. Mi abuela paterna (y también su marido) era una de tantas asturianas que viaja al Nuevo Mundo buscando empezar de cero. Y lo consiguen, al menos en lo externo. Su desarraigo es mudo; es una renuncia pero también un renacer. Y ahí llegamos a esa verdad del desarraigo, pues en mi caso el desarraigo no es español, sino venezolano. Mi españolidad yo me la he ganado a pulso, pero mi país, a cambio, ya no me reconoce, y yo no me reconozco en él. Y es terrible. Es como si alguien al que amaras con toda tu alma de repente un día olvidara tu nombre, tu rostro, se cruzara contigo por la calle sin reconocerte; sin hablar tu idioma. Por eso quise en mi novela inventarme un país.
(El público se abalanza contra las inquietudes que despierta esta novela en cada lector, y Karina vuelve, con paciencia de quien sabe lo que es sostener un bloc y un bolígrafo en la mano, a contestar sobre la mujer y sobre la novela y sobre el desarraigo. Pero hay una pregunta que brilla sobre las demás. No recuerdo quién la formula, tal vez fuese la voz que representaba la duda de todos los que estábamos allí.)
—¿Y ahora, después de poner todo lo que has puesto en esta novela, qué?
—Yo crecí con un valor que me enseñaron mis mayores: el trabajo. Lo de la ansiedad de la hoja en blanco no sé lo que es. Una novela es trabajo, y La hija de la española ha sido un proceso de aprendizaje completo. Considero que el proceso de escritura es homologable, así que sigo escribiendo…Y bueno. Vamos a ver, tengo que seguir escribiendo también para el periódico; tengo que vivir (Risas). Pero puedo decir que la historia donde estoy ahora va a oler y va a doler. Y es femenina. Como la muerte.
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