La primavera tiene prisa este año, esa luz cegadora es aún inusual en febrero. He quedado en una cafetería de la zona alta de Barcelona, un lugar tranquilo. Reconozco en seguida al señor que está repasando un fajo de folios en una mesa apartada, con su traje impecable, el pañuelo blanco asomando del bolsillo de la chaqueta, combinando negro y gris. Destacan el cabello pelirrojo y los ojos claros: un barcelonés con poco aspecto mediterráneo, de apellido judío y ascendencia alemana.
Me presento y tras un amable intercambio de palabras nos sirven un refresco. De inmediato capto la cultura enciclopédica de don Mauricio. Presagio que esta charla va a ser un privilegio. Vamos a conversar sobre su último libro, La Hispanibundia. Su fluida oratoria y elegancia expositiva resultan cautivadoras. Hay musicalidad en el tono de su voz, que añade énfasis y compás cuando las notas de lo que me cuenta lo precisan. Tengo delante a alguien que representa valores en peligro de extinción, la clase de persona de la que hablaba Stendhal: Será el último tipo que existe en Europa.
Un derroche de cultura, anegada de vivencias insólitas, que tal vez obedece a un único anhelo: la conquista de la libertad individual, es decir, la valentía. La de saber escucharse a uno mismo, sin importar en cuántos lugares te hayas perdido, y poder transitar por la vida de forma serena, con la conciencia limpia, porque la pátina del tiempo no va a borrar, ni a enmascarar, al ser que es uno en esencia. Alguien podría pensar que personas como don Mauricio viven ancladas en el pasado, porque su presentación ante el mundo, en discurso y maneras, pertenece a tiempos de mejor gusto alejados de la vulgaridad, tan en boga hoy en día. Wiesenthal es alguien a quien la literatura le ha dado gozo, pero también cuantioso dolor, porque ahí ha dejado su alma, y la muerte sería un fracaso si ese legado no perdurase. Y yo me he propuesto que lo que este caballero Stendhaliano me ha trasmitido, durante tres largas horas, no se pierda nunca.
—Escritor, fotógrafo, enólogo, cantante en los cafés de París, profesor de esgrima… Cuánta vida, don Mauricio…
—Mucha vida, y también muchos años. La vida hay que hacérsela, pero los años son cuestión de suerte, porque he tenido accidentes, graves enfermedades, y me han reanimado de la muerte un par de veces. El resto del tiempo lo dediqué a vivir, a luchar y a trabajar. A los veinte años era ya profesor de Historia de la Cultura, tenía publicado un libro y no pocos artículos en la prensa. Pero pronto me di cuenta también de que para ser escritor se necesita sobre todo tener una experiencia de combate y una vida que contar. Y así comencé a moverme y a viajar, trabajando en mil oficios. Podríamos comenzar hablando de los tiempos de mi juventud, cuando recorría el Danubio a pie y en bicicleta. Busqué un empleo temporal en un circo de italianos y rumanos, y además de encargarme de la publicidad de prensa y los carteles vendía entradas en la taquilla. Conocí las alegrías y miserias de aquella vida, el compañerismo, el amor romántico y la novela de los artistas ambulantes, donde no faltaban pasiones, celos y rencillas. Nunca he retrocedido delante de un trabajo honrado, he hecho de todo en mi vida, y esa disposición para el servicio y para la lucha me fue llevando de un lado a otro, sin miedo y sin más exigencia que colaborar con los demás y servir para algo. A pesar de todo he sido prudente, porque tengo un sexto sentido para reconocer el peligro (debe de ser el instinto que aprendí en la esgrima y en el circo) y sabía apartarme en mi juventud de las estocadas fatales, esquivándolas o parándolas a tiempo. Seguí al circo porque había aprendido, leyendo Las andanzas de Wilhelm Meister, que los artistas ambulantes pueden ser los mejores maestros para un joven que quiera aprender a vivir. Goethe seguía a los actores —eso le hizo un genio para el teatro— y yo seguí su misma escuela de iniciación, pero en el circo. A los jóvenes se les ha ocultado esa idea fundamental de que no basta con estudiar una carrera o cursar un máster, sino que es necesario realizar un aprendizaje sencillo para poder ganarse la vida y tener una escuela de iniciación. No se entra por la puerta grande, sino por el laberinto de Ariadna, que es el que te lleva a la sabiduría y a aprender. Me da miedo el mundo en que vivimos porque le falta poesía y sin ella aparecen las peores formas de la maldad.
—¿Puede ilustrarnos el porqué del título Hispanibundia?
—Este libro, como todos los míos, es cosecha laboriosa de muchos años, porque no he dispuesto nunca de tiempo regalado para dedicarme a mi oficio, y he tenido que estudiar, viajar, investigar y escribir en condiciones difíciles, alternando la literatura con mil trabajos (mis clases en universidades y escuelas, los empleos editoriales y periodísticos, los cursos de enología y de cata y los oficios más peregrinos). Además, el mejor juicio que un autor puede tener sobre su propia obra es el paso del tiempo. La historia de este libro comienza hace casi medio siglo, cuando publiqué en la editorial Salvat un ensayo que se tituló Imagen de España, y a éste le siguieron varios libros más sobre el mismo tema. Poco a poco me di cuenta de que mi investigación me ofrecía una imagen psicológica de España, original y ambiciosa. La marea, a veces una tempestad, y otras veces una playa serena, de todo lo español —el idioma, el arte, los personajes de la historia y de la literatura— se me iba dibujando como un paisaje inmenso, a medida que buscaba y entonaba los colores de mi paleta. Y, como era un retrato de grandes dimensiones, rico en colores y en gestos, en escenarios, en figuras y en atrezzo, lo titulé La Hispanibundia. No olvidemos que tenemos en nuestra lengua española el sufijo –bundo con el significado de abundancia (furibundo, meditabundo, moribundo; estados del ánimo en los que abunda el furor, la meditación o la muerte). Así encontré que la palabra hispanibundia representaba de forma sonora la abundancia de lo español, en lo bueno y en lo malo, en lo gozoso y en lo amargo, en lo místico y en lo ascético, en lo barroco y en lo sobrio, en la virtud y en el defecto.
La hispanibundia es un retrato español de familia. Y, en ese cuadro, creo que se hace evidente la huella de familia que nos distingue a los españoles, incluso a los que quieren renegar de esa condición. Cuando el español se deja arrebatar por el delirio hispanibundo —las ganas, los celos, la envidia, la generosidad, la misericordia, la fe trascendente, la valentía o la honra— es capaz de acometer exageraciones tremendas y terroríficas —no faltan en nuestra historia cruentas guerras civiles—, pero también obras grandiosas y geniales, como pueden ser nuestras aventuras quijotescas, o nuestro realismo, que nos ha permitido hacer tanto y tan bueno, cosas que no eran habituales en otros pueblos de Europa, y que nosotros aportamos a nuestra cultura común. No en vano la palabra hazaña —la grandeza en el hacer— es difícil de traducir a algunos idiomas. Pero así hemos acometido y llevado a cabo empresas descomunales, mientras otros, en vez de hacer se limitaban a pensar o a creer. Tampoco es que nos falten doctrinas —demasiadas, según como se mire—, pero estudiando durante muchos años la vida de los españoles comprendí que, en lo bueno y en lo malo, nuestra historia fue más hecha que pensada, más acometida con valentía y aceptada con estoicismo que planificada con cálculo.
—¿Qué le aporta la lengua española en la ejecución de su obra?
—Me siento español no sólo de nacimiento, sino también por elección libre. Mi patria es la lengua española, y sostengo la idea de que la lengua marca la identidad de los hombres y de los pueblos. Un crítico dijo de mí que soy un pensador alemán que escribe en español. Soy un europeo español, y no creo que se pueda ser español de otra forma. Cuando pensamos, escribimos, hablamos o tomamos decisiones, estamos sujetos a la norma de nuestro idioma, limitados por los significados de las palabras, por las ambigüedades de ciertas expresiones idiomáticas, y por la prosodia y la sintaxis de nuestra lengua. En la hispanibundia está el tesoro de la lengua española, que no castellana, y lo digo con todo el respeto hacia la noble condición materna que el castellano puede reclamar en nuestro idioma, pero el español es mucho más evolucionado y tardío que el castellano, teniendo en cuenta que lo creamos entre todos los pueblos de España y lo que aportaron y aportan los países latinoamericanos que comparten nuestra cultura y han sido base fundamental de nuestra identidad. Tampoco los italianos hablan ya en lengua toscana, a pesar de que fue el fundamento elegante de su literatura. Me duele también que haya quien crea que si decimos español en vez de castellano estamos dejando fuera de nuestra cultura común al catalán o al vasco. ¡Eso es una estupidez, y a veces una pretensión torcida! Si usted habla y escribe el catalán, o escribe y habla en euskera, no tiene por qué plantear un conflicto con el español, sino todo lo contrario. En todo caso, sentirá el mismo amor y la admiración que yo siento por el que escribe bien la lengua catalana o la lengua vascuence. Cuando leo en catalán a Josep Carner, a Eugeni d’Ors, o a Màrius Torres —por citar a algunos de mis escritores admirados— me siento seducido por este tesoro de mi cultura como español, y me recreo en los modismos de la tierra en que nací y aprendo una forma de pensar que va imbricada en el decir y cantar del idioma catalán. El que ama y venera una lengua, ama y venera también las otras que forman parte de la cultura humanista. El que reniega de un idioma ajeno seguro que no ama el suyo.
—Prefiere la expresión matria a patria…
—Prefiero matria, porque esta palabra evoca inmediatamente a la madre, al refugio, al seno y al hogar donde recibimos el calor de la vida. A menudo nos referimos también a nuestra lengua materna, considerando que la madre desempeña un papel clave en el aprendizaje de las primeras palabras. Y ya puede comprender que los que sentimos que la patria está en el idioma reivindiquemos ese concepto de matria. En la consciencia de nuestro origen cuentan mucho los recuerdos del hogar, y los objetos —incluso fetiches— que amamos en nuestra infancia.
—Hay algo de lamento en este elogio a lo que fuimos y somos…
—No en vano uno de mis libros se titula Libro de réquiems, y la que considero más honda y significante de mis novelas se intitula Luz de vísperas. Siento una devoción grande por el tramonto de las culturas y por lo crepuscular. Comprendo que ahora todo eso está en crisis, en buena parte perdido y olvidado. En La Hispanibundia he pretendido compartir con mis lectores la herencia y el tesoro de la cultura española, incluyendo naturalmente nuestra estrecha y familiar relación con Latinoamérica. Formamos igualmente parte de Europa y no podemos olvidar los germanismos de nuestro pasado godo, los galicismos y portuguesismos de nuestra historia compartida con nuestros vecinos, o los italianismos que hay en Cervantes y en la novela picaresca. Esta es la manifestación más característica de nuestra literatura, siendo una novela errabunda, propia de un pueblo nómada. Tenemos por añadidura la influencia fundamental de dos pueblos nómadas que nos han marcado, los árabes y los judíos, que unieron su cultura a la nuestra. ¿Y qué decir de nuestra tradición mediterránea, griega y latina? Los romanos nos aportaron el Derecho y los principios de una civilización agricultora y sedentaria. Hay que volver a valorar y sanear la herencia de esta civilización que nos dio, entre tantas cosas, la lengua y las leyes, pues Roma fue el fundamento de nuestra cultura. Pero ocurrió, en época moderna, una tragedia en Europa con la herencia latina, cuando nos fue expropiada miserablemente y suplantada por una ideología criminal y fundamentalista: el fascismo. Y esta ideología sectaria reivindicó —sería más exacto decir usurpó— los mitos y gestos romanos, la idea triunfal del imperio y el derecho de la propiedad de la tierra, que es sagrada en todas las civilizaciones agrícolas, a diferencia de la tradición comunal de los pueblos pastores y nómadas. Los pueblos nómadas son comunistas, porque para alimentar el ganado es importante poder compartir los pastos comunales. En cambio, en los lugares donde es más fuerte la tradición agrícola, pervive el Derecho Romano y el reconocimiento de los privilegios de la herencia y de la propiedad privada. Graves conflictos se originan en todas las sociedades agrícolas por pleitos de herencia y por las lindes que limitan fincas, fundos y propiedades.
Todo ese litigio alimenta el sentimiento nacionalista y la identificación del poder con la propiedad de la tierra. Por eso a los judíos —como a todos los desheredados o discriminados racialmente— se les negaba la propiedad de la tierra, dejándoles sólo desempeñar oficios intelectuales o ignominiosos como la banca o la usura. Los propietarios y caciques de la tierra se protegían con una estructura militar que actuaba en su defensa o en la conquista, según el momento, ajustaban caprichosamente sus leyes en beneficio de los herederos y en detrimento de los segundones, organizaban sus castas cerradas, y construían sus ridículos mitos fundacionales de pueblos elegidos, junto con una identidad supremacista que se basa en el derecho del nacimiento, puesto que es el único que conlleva la propiedad de la tierra. A la vez se desarrolla en estas sociedades una conciencia de las fronteras, un repudio del forastero, y una sobredimensión del Estado; justamente los principios que llevaron y llevan al fascismo. No quiero decir —no se me malentienda— que debamos olvidar la latinidad en los pueblos europeos que compartimos esta herencia civilizadora, culta e ilustre; pero debemos tener conciencia de los impulsos fascistas que habitan en el subconsciente histórico de nuestras naciones. El fascismo es la caricatura de la latinidad, y su impulso más perverso. Y el fascismo cuenta hoy con un arma muy poderosa, que es la descristianización de la modernidad. ¿Podemos olvidar que el cristianismo, quizás por su origen pastoril y judío, fue el contrapeso de la civilización agrícola romana? ¿No debería conservar nuestra religión su valor iniciático, siendo como es una filosofía misericordiosa y humanista, muy útil para combatir las crueldades del fascismo?
—El cristianismo como camino de iniciación, cuénteme, por favor, más sobre esto…
—Soy un hijo de la Ilustración y un enemigo de las supercherías. Pero creo que las religiones humanistas nos dieron a los europeos un método para saber interpretar los mitos, conjurando a los diablos de las supersticiones y dotando a nuestra cultura de espíritu, arte, misericordia, fuerza civilizadora y piedad. ¡Sin la Pietà no existirían ni Miguel Ángel ni el Renacimiento ni Europa! Creo en los ángeles cuando los veo, y los he visto muchas veces en mi vida. A veces es difícil distinguir entre Miguel Ángel y el ángel Miguel. Sin embargo, existe una sabiduría milenaria que nace en el trabajo, en la enseñanza, en el ejemplo y en la caridad de los hombres de espíritu. Igual que estudiamos a Sócrates, Platón, Hegel, Schopenhauer o Nietzsche, debemos escuchar a otros creadores de la cultura, que plantearon distintas escuelas de iniciación y de sabiduría. Unos son poetas y otros santos o santas: maestros que conocen secretos iniciáticos para vivir con sabiduría, en libertad y con honra. Saben, sobre todo, enseñarnos a luchar contra ciertos diablos (hay que darles un nombre) muy poderosos que habitan entre nosotros, incluso disfrazados de apóstoles de la bondad: predicadores de supercherías, vendedores de monedas falsas, organizaciones que parecen pacíficas y están sostenidas por tiranos o fundamentadas en la esclavitud y el abuso, charlatanes que juzgan y acosan a los seres humanos con opiniones inquisitoriales, y otras perversiones de nuestra ignorancia moderna.
Por eso, para defenderme de los manipuladores, me interesa aprender la sabiduría que hay dentro de las religiones humanistas, como escuela de iniciación que me permite interpretar críticamente mi tiempo, valorar el tesoro de la vida humana y sopesar la relatividad de todas las cosas que venden y pregonan los mercados materialistas para especular con ellas. El español tuvo esa enseñanza moral y en ella forjó su desprecio a los cobardes, a los mentirosos y a los especuladores. Y yo, que soy un viejo europeo, educado en un mundo ilustrado y no especialmente pietista, me intereso por esas religiones heridas de muerte, y me escandaliza que quieran prohibirlas, politizarlas, profanarlas, acallarlas o sentenciarlas. Los dioses inteligentes y humanizados —las encarnaciones del espíritu— se convierten en ídolos de piedra cuando se quedan desprovistos de sentido. Y, entonces, con las ruinas de los dioses y de los libros de mística y de oración, viene lo peor: los dictadores, los tiranos, los mesías de la simplificación que lo devastan todo y se erigen ellos mismos como ídolos. Esos tiranos y mesías son los que se imponen en los pueblos que, desprevenidos por la falta de iniciación religiosa, quedan reducidos a la credulidad de su ignorancia.
—Eso de los Mesías resulta muy familiar en estos tiempos. Se pregunta usted por qué el español ha puesto tantas veces su vida en manos de la esperanza mesiánica, es decir, a merced de los peligros de la autoridad.
—Es la manera más simple de encontrar a un redentor. Incluso es más difícil encontrar a un rey que entronizar a un fantoche, elegido en una revuelta. Cuando uno no cree en el milagro debería ser prudente al jugar a la Lotería Nacional. Los líderes populistas buscan siempre una rápida inversión de las castas, para poder convertirse ellos en brahmanes. Los pueblos, cuando han hecho la terrible experiencia de no haber sido nunca premiados por sus méritos y su esfuerzo, reclaman ser redimidos por decreto. Y entregan el poder al diablo para recibir, como sea y a cambio de lo que sea, una recompensa inmediata: el trigo que repartían Tiberio Graco y otros tribunos de la plebe en Roma. Cuando eso no sucede, viene la ira y la frustración. Dentro de todos nosotros sigue habitando la infrahistoria. Y, aunque creamos estar insertados e integrados en la civilización, dentro de cada uno de nosotros sobreviven las pulsiones animales. Los caudillos saben exaltar y aprovechar esos instintos que habitan en todos los pueblos: las ambiciones frustradas, la envidia, la ignorancia culpable, la que procede de falta de responsabilidad y de disciplina en el aprendizaje y el estudio, la soberbia supremacista, y la codicia, por citar algunas flaquezas muy corrientes.
—¿Por que renegamos de nuestro pasado?
—Renegamos de nuestras raíces, a menudo por complejo de inferioridad, porque algunos españoles han sufrido el acoso de otros, hasta llegar a pensar que su origen o su condición social va a ser un motivo de crítica para ciertos supremacistas, a quienes ellos consideran superiores. Ese complejo se produce incluso entre algunos privilegiados de la fama o de la fortuna, que disimulan hipócritamente su bienestar para no sentirse juzgados. Como el español —y en general el latino— vive asomado a la calle, juzga a los demás por su apariencia. El español —decía Ortega— es un hombre de Plaza Mayor. Fue también un hombre de casinillo y de tertulia, inclinado a destripar a todo aquel o aquella que pasaba despreocupadamente ante sus ojos. Y hay que contar que las mujeres fueron la presa preferida de muchos de estos compadres vagos y difamadores. En la literatura universal se hicieron muchas caricaturas —hoy las llamaríamos machistas— de las comadres, retratándolas como brujas chismosas. En España fueron peores los compadres, y todavía siguen siendo el azote de todas las cavernas donde hay bocazas. Entre ellos se reclutaban en otros tiempos los chivatos de la Inquisición o los peores delatores de todas las guerras civiles. El país está acostumbrado, por eso, a disimular fingiendo un buenismo, que es mentira.
—¿Puede decirse que nuestra historia nos ha llevado a tener miedo de ser como somos y de ser quienes somos?
—Aceptar la verdad duele, sobre todo a los que tenemos muchos años, mucha historia, mucha obra hecha —unas mejores y otras peores— y mucha vida a las espaldas. Así es la historia y así debe aceptar cada país la suya. Cuando la verdad no molesta es que no es verdad. El buenismo de hoy día es una mentira. La única verdad inconmovible de la vida está en la muerte. Recuerdo en las revueltas del 68 en París, cuando se oían gritos de motín y de violencia. Caminaba con mi amigo Paul Morand por la isla de Saint-Louis, evocando tiempos mejores, cuando un grupo de jóvenes que parecían muy exaltados se acercaron al maestro con el pretexto de que querían hacerle una entrevista. Morand, que entonces vivía momentos amargos porque De Gaulle le había vetado para la Academia, se resistía a hablar. Pero finalmente dijo: Sólo tengo ya una cosa que decirles a esos jóvenes que forman barricadas y blasfeman y gritan: decidles que el futuro de la juventud es la vejez. Es todo. En aquel entonces yo tenía veintidós años, y ahora comprendo y veo cuánta razón tenía Morand. Comprendo que los años se abaten, sin remilgos ni distingos, sobre todos nosotros, de igual forma que los pueblos viejos tienen que aprender a sobrellevar su historia. Por eso he escrito La Hispanibundia. No considero que ser europeo y español justifique sentirse ser más que nada ni nadie. Conozco y lamento los errores que hemos cometido y cometemos; pero me siento orgulloso de continuar la batalla por la que lucharon mis antepasados y mis maestros, cuando eran y son combates de justicia, de libertad, de progreso espiritual o científico, y de dignidad para mujeres y hombres.
—Aceptarse para respetarse. Siempre regresamos a la educación…
—Y estamos hablando de temas que pueden ser objeto de discrepancia o discusión. Pero disfrutamos compartiendo esta charla en un juego de educación y de espíritu. Yo busco su atención, su comprensión y su respeto cuando le expongo libremente mis ideas, casi confesiones de un amigo viejo, porque cuando la miro veo en usted la complicidad humana, y siendo usted escritora compartimos ilusiones y horas solitarias de trabajo. He luchado mucho por mi vocación, desde que era joven, y veo que usted libra ahora la misma batalla para hacer su obra de escritora, y esto me produce una lealtad emotiva de compañerismo, y un respeto.
—Le cito: Doliente país que sólo se convierte en patria cuando se ve en el último peligro…
—Me cuesta oír mis propias palabras, porque enseguida me corregiría. Pero esa frase que usted cita de mi libro La Hispanibundia describe fielmente a nuestra patria. Así es nuestro carácter mediterráneo: un patetismo dramático, propio de los pueblos de sol. Vivimos en un país cómodo, culto, bello y habitable, bendecido por un clima suave y delicioso (hasta que el clima cambie, y quizás lo inteligente sea comenzar ya a emigrar hacia el Norte), pero fácil de vivir si lo comparamos con otros más pobres, más duros o gobernados por tiranos. Incluso la pobreza fue siempre más clemente en esta zona mediterránea de Europa que en lugares de climas más duros y sometidos a una disciplina social más exigente. Y, sin embargo, la vida apacible del español no ha sido siempre una ventaja. En la calma chicha de una vida sin grandes retos algunos echan de menos la sensación vital del extremismo. La cólera del español sentado asustaba ya a Lope de Vega, que temía los pataleos y las broncas en el teatro. La cólera del español aburrido es terrible también para nuestra convivencia social, porque nos hemos acostumbrado a buscar un placer incivil en el estrés, y eso nos ha llevado a ser extremados en todo. Y ahí entraría también nuestro mal endémico, la envidia, ya citada como mal de España por todos nuestros autores clásicos. Hay quien cree que, para ser y sentir más, es necesario negar y reducir al prójimo, de manera que el otro sea y sienta menos.
—En La Hispanibundia usted elogia nuestro antiguo estoicismo y buen gusto.
—He vivido desde mi infancia temporadas en el extranjero, ya que no toda mi familia era española ni vivía en España. Creo que tengo, por eso, una mirada especial para contemplar lo español desde fuera, para conocer bien los sentimientos de la diáspora y del exilio, y para observar nuestra historia y nuestra personalidad desde otras perspectivas. Es un ejercicio muy sano para no caer en el sentimiento nacionalista, pues uno no pierde el sentido comparativo y crítico, y es bueno también para crear la conciencia de que tenemos una patria y la echamos de menos, a veces con una nostalgia doliente, cuando estamos lejos. En mi juventud, cuando visitaba a mis familiares en Francia, en Suiza o en Alemania era consciente de mi condición de europeo, pero también la de español. Siento por eso una complicidad y un afecto especial por las familias que conocieron entonces la emigración y la vivieron con tanta dignidad y sacrificio. Todavía ayudo cuanto puedo a los extranjeros que encuentro en mi camino y en mi vida. No olvido la frase que George Whitman hizo escribir en el dintel de una puerta de su librería Shakespeare and Company, en París: Sed hospitalarios con los extranjeros, porque pueden ser ángeles disfrazados. Mientras viví fuera de España, en tiempos mejores y peores, mantuve siempre la formalidad al vestirme y en los modales de mi educación —los españoles nos distinguíamos por ese respeto—. Todos los europeos cultos saben bien que la corte española se distinguió históricamente por tener las fórmulas más exigentes de educación y respeto que existieron en Europa. Los Habsburgo las llevaron también a Austria, como fue luego bien conocido por las manías formales de Francisco José. Ahora vivimos una época de mal gusto consciente y provocador, exaltado por los gurús de la brutalidad y de la barbarie. Ya la educación y el respeto va siendo tesoro de pocos, a menudos de personas muy mayores o muy pobres, o de emigrantes respetuosos, o de gente temerosa y muy marginada, o quizás de ángeles que uno encuentra por los caminos…
—¿Y cuándo cree usted que empezó a perderse ese refinamiento?
—Desde el final de la Revolución Francesa, cuando los burgueses de la Comedia Humana comenzaron a crear su sociedad de éxito rápido, de enriquecimiento fácil y de mal gusto. Así se fueron apagando en Europa las luces de la Ilustración. A estos especuladores les interesaba acabar con los valores de la excelencia y de la obra bien hecha (los valores del artista y del artesano), para apostar por el negocio de la multiplicación. Murió de asco por la vida moderna, comentó Flaubert el día de la muerte de Théophile Gautier. El progreso de la técnica ayudó a la industrialización, favoreció adelantos fundamentales para la sociedad, pero fue acabando con todo lo excelente y singular que se hacía con el trabajo humano. Las luchas obreras y sindicales fueron el último grito en defensa de los derechos humanos, pero desgraciadamente se libraron más en el seno de la industria, que empleaba a más trabajadores, que en favor de los campesinos, de los artistas o de los artesanos. Ellos y ellas —porque muchas artesanas eran mujeres— fueron desapareciendo y cerrando sus pequeños talleres. Grandes maestros, como Goethe o Chateaubriand vieron venir esa decadencia. Más tarde, otros genios rebeldes como Baudelaire y Nietzsche insistieron en la advertencia de los males que acarreaba la sociedad moderna, nacida al amparo del materialismo. La palabra moderna, que algunos identifican con el progreso, sólo se refiere al paso del tiempo y no tiene valor moral. La Revolución de los Burgueses en 1789 acabó siendo como la cirugía de los curanderos medievales, que con la hernia se llevaban los testículos. Acabó no sólo con la aristocracia, sino también con mucha gente del pueblo menudo —artesanos, sirvientes, trabajadores sencillos— para crear otra forma de dominación en manos de arribistas voraces y enriquecidos en rentables operaciones financieras: personajes a menudo siniestros y engreídos en su desprecio de la belleza y del buen gusto, ideales poco rentables, que proclamaron nuevas leyes —algunas patentes de corso— y se apoderaron de cuanto quisieron robar, sin respetar nada humano ni sagrado.
—¿A qué se debe esa vergüenza o rechazo a nuestro pasado, y el afán de algunos por apropiarse de una historia que nos es ajena o, incluso, falsear la propia?
—En la vieja Europa hemos construido, en los últimos años, una cultura materialista de nuevos ricos. Y este bienestar, que privilegia a unos y condena a otros, nos va devolviendo, en una marea negra, todo lo que se oculta debajo de esa irresponsabilidad: nacionalismos y fascismos renacen en ese caldo de cultivo que no hemos sabido sanear desde la Revolución hasta nuestros días. Se reproducen las mismas consignas de hace más de dos siglos, y se sacralizan las mismas palabras: Estado, Nación, Raza, Pueblo… En toda Europa vivimos un renacimiento de los caciques localistas. El nacionalismo pretende presentarse como idea de izquierdas, de forma que el socialismo, ennoblecido por el esfuerzo de gente que dejó su vida en la lucha por la justicia y en el trabajo honrado, se ve desbordado por el más peligroso fascismo. Tendremos que intentar sobrevivir a esto, porque volvemos al populismo, al de la izquierda o al de la derecha: es el mismo. Tanto Hitler como Mussolini procedían precisamente de la izquierda populista. Así tomaron el poder los nazis: un partido que se presentó disfrazado de social, cuando no era más que una derecha burguesa y nacionalista. En Europa volvemos a encontrar estos mismos partidos sectarios y antisociales que buscan el privilegio de la tierra o del nacimiento. Yo pertenezco a una generación que encontró en el socialismo y en el liberalismo un refugio para combatir a los caciques que manejaban nuestros pueblos. Y en nombre de ideas sociales luchamos por la educación, el trabajo y la justicia, y combatimos las ideas fascistas y nacionalistas. Yo lo hice vestido siempre con corbata, a veces de lazo, porque soy un antimoderno y mantengo la memoria de mis maestros, y no me voy a disfrazar de fariseo. Hemos perdido los valores humanistas. Las derechas más recalcitrantes y reaccionarias del nacionalismo o del populismo se despachan como gente de izquierda y usurpan los ideales más nobles por los que hombres y mujeres —nuestros mayores, nuestros maestros— lucharon y dieron incluso la vida.
—Estoy de acuerdo cuando usted dice que ahora se está afirmando que, como somos diferentes, ya no podemos convivir y esto es el origen de todos los nacionalismos, o sea, de todos los males de este país.
—Pensar que la igualdad significa la paz es erróneo. La desigualdad —no hay que tener miedo a esta palabra cuando está bien regulada, naturalmente, por la ley y la Justicia— es el estado necesario para que haya pacto y diálogo. La paz es la concordia entre seres e ideas diferentes. La igualdad es un principio muy farisaico que acaba en el aburrimiento, la mediocridad, la hipocresía y la injusticia más represiva y criminal: lo mismo que hacía la Inquisición cuando obligaba a todos a ser iguales en la religión. En ciertos países del viejo imperio soviético, de Rusia a Albania, desde Serbia a Ucrania, podrían explicarnos lo que significaba aquella Unión Soviética de la igualdad. Las diferencias nos complementan, nos convierten en compañeros capaces de ayudarnos, cohesionan nuestro pacto social, nos atraen porque son una forma de seducción y nos convierten en interesantes a los unos para los otros. ¿O vamos a regresar al incesto y a la vida repugnante de las primeras tribus?
—¿Lo mismo sucede entre hombres y mujeres?
—Sí. Exactamente lo mismo. Lo que hacemos, con alegría y esperanza, es ir juntos a luchar por un mundo más justo y en la misma trinchera. Las diferencias nos acercan, nos unen y nos atraen. Las diferencias nos permiten ser compañeros en la misma lucha, pues la madurez consiste precisamente en saber compartir y repartir nuestros cometidos. Es también una defensa de las personas que toman en libertad y responsablemente el papel sexual que quieren desempeñar en la vida.
—Le he escuchado decir que hay que pensar con el corazón. ¿Desoímos entonces a nuestra mente?
—Me aburre el racionalismo moderno, puramente ideológico y tan ajeno a la vida, al corazón y a las razones del sentir. Desde muy joven me inventé mi propia oración, pidiéndole a Dios que, en la hora de mi muerte, me diese un minuto más de corazón que de razón. Como comprenderá, no hablo contra la razón sino contra el racionalismo, el exclusivismo de la razón sobre todas las potencias de nuestro espíritu. Yo creo que hay que aprender a pensar con el corazón, educándolo precisamente en la escuela de la vida. El corazón es un órgano de equilibrio, un compás, un metrónomo, un péndulo. Confío más en la medida de mi corazón que en cualquier disparate que pueda argumentar mi razón. Tengo la experiencia, además, de que siempre encontramos razones y disculpas, pretextos y coartadas para nuestros errores. Sin embargo, el corazón, si está educado para regir bien la vida, no admite componendas, y nos habla sinceramente. Tan absurdo es proclamarse racionalista como presumir de ser un loco de las pasiones.
—Le cito: Solo un loco de remate como el licenciado Vidriera se atrevería a decir que las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos…
—No siempre los viajes nos hacen discretos ni sabios, porque en el fondo —y esto forma parte de lo que he llamado hispanibundia— las cosas profundas y verdaderas de la vida nos pasan desapercibidas porque no están en los grandes trazos, sino en detalles menudos: los pormenores de la civilización, las exigencias de las buenas formas, la educación del gusto, los fundamentos del humanismo, todo está en detalles. Cuando se pierde el detalle, se pierde la discreción, y aparece el estruendo que va contra la verdad. Tengo un pensamiento que debe provenir de mi subconsciente freudiano, de viejo judío: Quien no es coherente en su vida, reconociendo por su nombre claro y completo errores y aciertos, caerá en confusión y en neurosis, hasta el punto de que será incapaz de comprenderse y no encontrará una salida para iniciar otro camino.
—Cervantes es un personaje omnipresente en La Hispanibundia. ¿Es España un país de Sanchos, de Quijotes… o de Cervantes?
—Muchas figuras de nuestra Literatura están presentes en La hispanibundia. A veces las he dibujado con bastante proximidad y luz, pero otras veces se perfilan en los claroscuros de nuestro país. Y el personaje de Don Quijote es maravilloso para representar a España. Es evidente la violencia que ejercen los cazurros y los bárbaros de nuestro país sobre el sentimiento idealista de El Quijote. Por eso hago en el libro muchas referencias a la propia vida de Cervantes, pues su aventura biográfica, tan doliente y verdadera, explica la fuerza de su obra maestra. Sólo un genio puede retratar así, entre bromas crueles, la aspereza y la brutalidad de un tiempo que no podía comprenderlo. Nietzsche escribió en esas condiciones unos libros de filosofía. Pero Cervantes construyó un teatro de marionetas y puso allí todo su dolor y su sabiduría. Era español, y por eso nos dio la figura de un hombre que hace, un hombre que acomete hazañas y gestas, mejor que la de un profeta que piensa.
—Parece que estamos en un momento en que no se pueda hablar ni callarse sin peligrar, como dijo Juan Luis Vives en su misiva a Erasmo…
—Sí, se dibuja en España el horizonte de una época inquisitorial. Se ve en el desconcierto de la vida cotidiana, donde abundan tantos juicios miserables y tantos repartidores de infamia. Este es también un país de grandes exiliados. El exiliado siempre está en peligro, pues todo lo que hable o calle va a ser malinterpretado por los inquisidores. Y lo terrible es que, a veces, algunos españoles nos sentimos extranjeros y exiliados en nuestro propio país. Cervantes, Ortega y Gasset, Mateo Alemán y tantos otros fueron buenos ejemplos de este martirio de ser escritor en un país que encuentra siempre motivos para adorar lo ajeno y rechazar lo propio, y que busca antes el diálogo con los que no lo quieren que el abrazo con los que se sienten sus hijos. A los pintores y a los músicos los aceptan más fácilmente, porque no los entienden.
—¿Qué experiencia, o experiencias, elige como la más memorable?
—Es difícil elegir un momento en una vida larga y nutrida de aventuras, porque las experiencias van concatenadas, y una conduce a la otra. La experiencia más grande y continuada de mi vida es la locura de ser escritor. He enseñado a leer a algunos jóvenes que no habían tenido ese privilegio de poder ir a la escuela en la infancia. Cuando hacía el Servicio Militar escribía las cartas de un compañero analfabeto que estaba enamorado de una muchacha muy loca y que me hizo sufrir más a mí que a él, porque yo no le contaba las batallas que libré para sacarla de tropiezos y malos momentos. Con Cortázar evoqué algún día en París esta experiencia, porque él había trabajado en su juventud como escribidor de cartas. He trabajado mucho para ganarme el derecho a escribir, sin otra ayuda que la caridad y el ánimo de mis amigos. En eso he tenido suerte. Nunca he recibido ayudas oficiales ni he pertenecido a ningún grupo, más que a la comunidad de los que creemos en el humanismo. Pero me ha guiado el afán de la autenticidad, y la alegría de haber sido yo mismo frente a todos los que quieran juzgarme.
—¿Qué le da la literatura?
—Sólo me da ya un sentimiento de fracaso y de dolor. He dedicado mi vida a algo que no era rentable, y que no me ha conducido a nada práctico. El reconocimiento de mis libros no me vale, porque no los escribí por el premio de que fueran celebrados. Es como alguien que muere en la trinchera donde está batallando. Resistir en la trinchera mereció la pena, pero la muerte no deja de ser un fracaso. Me hubiese gustado vivir en una época que combatiese por ideales nobles, y que creyese en la belleza y en la salvación, pero esa no es una creencia compartida hoy por la mayoría del mundo. En un tiempo pensé que escribir podía ser tan bello como rescatar a cautivos, como hacían los mercedarios y los trinitarios en el Renacimiento: acompañar a la gente en el camino y hacer muchas cosas útiles. Ser escritor me resulta hoy duro y casi vergonzoso, porque el mundo se vuelve analfabeto y, a veces, incluso veo que me miran con desconfianza cuando arrastro la carpeta de mi trabajo para escribir en el café. Pertenezco a una de las últimas generaciones que usa la palabra como herramienta de arte. Soy uno de los últimos locos que creyó que la gente necesitaba el libro para ser feliz y para encontrar una fiel compañía en el camino de la vida. Digamos, sin tragedia y sin reproche, que he creído en el milagro de la palabra, pero moriré como un misionero frustrado que podía haber hecho obras y milagros más útiles.
—Conmigo no. Se lo aseguro.
—Gracias, Susana. Siempre he elegido en mi vida las opciones de trabajo que me daban más independencia moral y más tiempo para escribir, aunque no eran, naturalmente, la elección más rentable. Jugaba conscientemente con la baraja limpia, aún viendo que otros jugaban con cartas marcadas; pero para mí era la única manera de saber si estaba ganando o perdiendo en la apuesta de un reino especial. He jugado tantas veces y he perdido —decía Nietzsche— que, cuando gano, me pregunto si no habré hecho trampas. Ya he recorrido, sin hacer trampas, la mayor parte de mi vida y voy llegando al final. Esa partida casi la he ganado, pero me queda la amargura de haber regalado mi corazón y mi vida a gente que ni lo aprecian ni les interesa. Esta época tiene esa maldad. Te roban un libro, publicándolo en una copia fraudulenta de Internet, lo multiplican, lo desparraman como se derrama un vaso de agua en el desierto, y no tienes la satisfacción de haber calmado la sed de un sediento. Va a parar a labios de un cretino que ni tiene sed, ni lo entiende, ni sería bueno que lo comprendiera, porque el mayor fracaso de un escritor es ser aplaudido por un imbécil. Así es la literatura: una compañera frívola de juegos, pero mal amante. Te hace regalarle todo y, luego, se lo da al primero que pasa por la calle.
—Ha mencionado previamente que ha visto ángeles en su vida. ¿Puede contarnos algo sobre esto?
—Lo dejo en una promesa, si me permite. Si lee mi novela Luz de vísperas —es larga y tolstoiana, porque reconstruye el mundo europeo de las dos guerras mundiales, a través de la historia de un escritor— encontrará en sus páginas a Nennolina: uno de los personajes a los que he entregado más corazón en mi vida. La novela es realista, y verá, si la lee, que está escrita con detalle, reconstruyendo la época, los personajes, la vida en los hospitales y en los frentes de batalla, los grandes hoteles, los balnearios y los salones de la sociedad, las intrigas de los espías y la historia de unos muchachos que luchan en la Resistencia… Nennolina es una niña a la que el protagonista de mi novela adopta en medio de los horrores de la guerra. La encontré por primera vez en Roma, en un día frío de invierno, cuando me ganaba la vida haciendo fotografías. Estaba haciendo fotos de gatos en aquel entonces, para un calendario. Me habían pagado bien aquellas fotos muy literarias, porque cada gato representaba a un escritor. Recuerdo a D’Annunzio, al que identifiqué con un gato, pero con una pinta terrible de golfo. Estaba encaramado en el sillín de una Vespa arruinada, en un patio cerca del Campo dei Fiori. Llamé a mis amigos para compartir en una cena los beneficios de mis fotos. Y, al pasar por una esquina, levanté los ojos y vi una edicola (una capilla) con una imagen de la Virgen y el Niño. Estaba mal iluminada por dos lamparillas que se cimbreaban con el viento, y justo debajo en la calle, distinguí a una mujer ciega que pedía limosna. ¡Hacía tanto frío, y era un lugar tan extraño, como si me hubiese perdido fuera del tiempo! Ya he dicho que he escuchado siempre a mi corazón, y comprendí enseguida que el dinero que había ganado con las fotos de los gatos no me correspondía. Le entregué a la abuela el sobre con mi paga, y entonces justo detrás de la señora vi a una niña que me sonreía. Era ella, Nennolina, la que años más tarde llevé a mi novela: morena, con un flequillo, acompañando siempre a los necesitados —así la describí en mi relato—, la niña más bella que he visto jamás. Porque era como un ángel que protegía a la anciana en la noche de frío y niebla. Grazie, figlio mio, me dijo la abuela, y cuando habló escuché claramente la voz de mi madre. Estoy convencido de que hay otro mundo que se mueve como un río sobre nuestras vidas y que no vemos, porque tiene dimensiones de espacio y tiempo diferentes del nuestro. Sólo de vez en cuando, por una extraña razón, se abre una vía entre los dos mundos y vemos cosas que nos atañen, pero que están en otro lugar.
—Nennolina me recuerda a la protagonista de Retrato de Jennie, una joya del cine que tengo entendido que a usted le gusta mucho. Hay una frase que dice que hay que buscar la verdad para contrarrestar el invierno de la mente y la indiferencia del mundo. ¿Es eso lo que se lleva usted de la experiencia acumulada, don Mauricio?
—En mi juventud no era consciente del frío ni de la indiferencia del mundo. Apenas me quedaba tiempo para sentir la indiferencia o el rencor de algunos, porque tenía siempre muchas cosas por hacer, y me defendía así de los intrigantes que querían cortarme las alas, encadenar a mis ángeles o hacerme daño. Aguanté bien los golpes. Me salvaba mucho la corbata de lazo y el perfume que me ponía en los días en que me tocaba ayunar. Pero noto ya el invierno, porque soy mayor y me duele el cuerpo de trabajar. Cuando se sumen los miles y miles de páginas que he escrito nadie creerá que ha sido posible. Escribir es regalar el alma, y eso no es una virtud, porque no la regalamos con sabiduría a quien de verdad la merece, sino al primero que pasa, normalmente un pedante que se despacha por intelectual. Tampoco voy a rendirme. No tengo ningún deseo de pertenecer a ese otro mundo que llaman hoy igualitario, y que se parece demasiado a los horrores fascistas y comunistas que conocí en mi juventud. Prefiero amar a los seres que son diferentes, porque anhelo que me enseñen lo que no conozco, y daría sentido a mi vida si pudiese entregarles a ellos algo de lo que a mí me dieron o algo con lo que nací. Para eso sólo existe un camino, que es permanecer fiel a lo que somos y hacer, hacer, hacer hasta el final.
—¿Cree que volverá a ver a su Jennie?
—Cuando voy a Nueva York me siento en un banco del Central Park a esperar a Jennie, mi Nennolina. Ella aparece cuando quiere. Se me fue, pero volverá a aparecer en el camino nevado, llegará patinando como siempre, y me contará sus historias de niña; aunque ahora ya sus ojos tienen luces y penas de mujer. Seguro que volveré a verla, pues ahora ya la tengo muy cercana. Ha traído durante muchos años la alegría de su sonrisa a mi vida. Y sé que volverá hoy o mañana. A la hora en que yo debo regresar a casa, cuando la anciana mendiga la envíe.
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