Nada hay más relativo que una opinión, pero ya (no) lo dice el dicho: errar es humano y ser vago también. El libro sobre el que hoy opinaré como si supiera, sin haberme quemado las pestañas buscando evidencias, sin estudios científicos que respalden mis argumentaciones para estar a tono con la época —así que el que quiera tomarme en serio que se joda—; el libro, decía, antes de que me interrumpa usted, se llama Que la ciencia te acompañe a luchar por tus derechos. Lo escribió Agostina Mileo, joven y voluntariosa, una chica que sí estudió, que sí tiene autoridad para hablar; al menos eso es lo que una entiende, heurístico mediante, cuando se entera de que es licenciada en Ciencias Ambientales, posee una maestría en Comunicación Científica, es doctoranda en Historia y Epistemología de la Ciencia, etcétera. El texto está lleno de cifras que se basan no en blandas y perezosas opiniones como las mías sino en estadísticas, que quede claro, que se supone están basadas en hechos comprobables, hechos que luego pueden tener infinidad de causas, motivos, razones o circunstancias, pero no se angustie, la vida es así, bastante incierta.
“Muchas tuvieron que pelear para tener la posibilidad de ir a la universidad, o de dar clases, o de firmar como autoras en un libro”, se lamenta Mercedes D’Alessandro en el prólogo, hablando bien y pronto. Se refiere a que muchas tuvieron que ser tenaces e inteligentes, algo harto necesario a la hora de lograr cambios interesantes en este necio mundo en que vivimos, y se refiere, claro está, a algo que ya no pasa. Agrega luego que: “La vida relegada al hogar, el cuidado de los chicos y las tareas domésticas no sólo nos dejó afuera de los lugares en donde se produce el saber, sino que además nos aisló de lo público” (otra cosa que ya no pasa). Acá deja Mercedes más que claro que dar vida y educar seres humanos no es el mayor de los privilegios, o al menos no uno de los más interesantes. Digamos que es una fruslería y, no llego a comprender por qué, cada vez más rechazado por muchas feministas hoy día. Viven ellas el rol de reproducción como “una penalización en términos académicos y salariales”, cosa que no le pasa a los muchachos con el rol que les tocó en (mala) suerte: producir de sol a sol para mantener a todo el mundo desde que terminan la escuela hasta que terminan la vida (hechos una porquería), tanto que viven menos y se suicidan más, dicen las sobrevaluadas estadísticas.
Pero vamos al grano, que la vida es corta y además no importa: Agostina Mileo se mete con el degenerado sesgo de género, le dedica el libro entero, quiere demostrar que la ciencia no es neutral, que está a favor de ellos, que estamos siendo aún oprimidas por el maldito sistema patriarcal, turro Leviatán del que aprovecha un montón de ventajas, pero no pierde el tiempo para quejarse de lo que, según sus “científicos” pareceres, son jodidas desventajas. Que la ciencia te acompañe es su ópera prima, editada en 2018 por Penguin Random House y, lamentablemente, peca de sesgo confirmatorio: lo que escribe u omite la autora encaja con su idea preconcebida. Todo lo que ocurre en este planeta perjudica a las mujeres (casi me duermo), pero no culpemos a Agostina, que ya lo dijo Gerald M. Edelman: “Cada acto de percepción es en cierto grado un acto de creación y cada acto de memoria es a cierto modo un acto de imaginación”.
La chica empieza metiéndose con la cara de dios, el santo orgasmo, se queja de que las mujeres logramos llegar menos que los hombres y para colmo de males recién a mediados del siglo XX se descubre que ellas también los tienen, porque ellas no importan, ya lo dijimos, y queda claro que que no hayan sido descubiertos hasta entonces le quita sabor al asunto, lo hace menos placentero. La desigualdad orgásmica que cita Mileo es la siguiente: los varones hetero lo logran en un 95% y la mujeres en un 65%. Las lesbianas, que no son mujeres, en un 86%. Luego no se explica bien para qué es que existen y concluye con que son “un misterio insoslayable”. Primer gran aporte del texto.
Seguido acto vira hacia el aborto. ¿Qué argumentos sostienen para restringir el acceso al aborto legal, seguro y gratuito?, se pregunta la autora, y se encarga de refutar cada uno con esos otros argumentos que ya todos conocemos. Casi me duermo de nuevo. También se pregunta en el siguiente capítulo: “¿Por qué es tabú la menstruación? ¿Por qué no podemos salir con la mancha en el pantalón?” (Quedaría hermoso, ¿o no?) “¿Por qué no son los tampones productos de primera necesidad subsidiados? ¿Somos libres de elegir a la hora de comprar?” (¿Somos libres a cualquier hora?). “Las compañías lo hacen para ganar dinero y no para beneficiarnos”, agrega. Claramente, considera a la menstruación “un estigma” más, otra desigualdad que le toca padecer a ellas en este sistema horrendo y desigual. ¡Qué desgracia ser fémina! ¡Todos los meses con eso que cuando nos agarra nos sentimos tan mal, encima los productos son caros y no podemos ir a la cita o al trabajo…! Acá literalmente me dormí. Y al día siguiente:
¡Me hace ilusionar la mala! Por un momento creo que se encamina, alucino con que al fin le llega la lucidez al tanque, cuando leo el escueto prólogo de Our Bodies Ourselves que pone al comienzo del capítulo lV: “Nuestros cuerpos son el soporte físico a través del que nos movemos en el mundo (…). La ignorancia e inseguridad (y en el peor de los casos, la vergüenza) acerca de nuestros seres físicos genera un proceso de alienación de nosotras mismas que nos impide ser las personas íntegras que podríamos ser”. ¡Eureka!, me dije saltando en un pata, se ha dado cuenta al fin de que nada ha cambiado excepto mi actitud, por eso todo ha cambiado. Pero no, al final fue falsa alarma porque sigue la autora en la misma dirección: otra evidencia de que vivimos en un patriarcado es que los estudios científicos se basan tomando como sujeto al varón heterosexual. Los medicamentos están hechos basados en experimentos con varones; el tratamiento de enfermedades estudian el cuerpo del varón, significa que la salud de las mujeres aún depende de diagnósticos que toman como parámetro de normalidad el funcionamiento del cuerpo masculino. Me bastó una llamada a mi amigo médico para que me refute rápidamente este argumento.
En el capítulo VI nos sigue torturando con que “creemos que los tipos son buenos para “lo práctico”, colgar un cuadro, por ejemplo, y las mujeres somos mejores para una consulta amorosa/sexual sobre un chat de citas”. Esto estaría demostrando para la autora que la ciencia está atravesada por el machismo, porque cuando se considera e instala que algo es natural, instintivo, no es injusto, no se lo puede refutar, ergo, la ciencia está al servicio del mal. Acá da ella por sentado que ser por naturaleza más empáticas que los hombres es peor que ser buenos para lo que tenga que ver con los objetos. ¿Y esa creencia? ¿De donde viene? ¿La impuso la ciencia o la conciencia? Nunca se pregunta la autora, por ejemplo, por qué es que estamos viviendo esta nueva “lucha de clases”. Desde el vamos es casi inaguantable.
Y para ir moralejeando, señores, que nada han hecho más que importunar a las mujeres, que han vivido solamente para opacarnos, reprimirnos y explotarnos, por ejemplo inventando objetos y más objetos para hacernos la vida diaria menos trabajosa. Dejo acá las últimas palabras del finado Quintana, protagonista de la obra de teatro que escribo, homenaje al macho tumbado, al hombre, tan vapuleado en estos féminos tiempos que corren. Dice más o menos así: «Sean presidentas, señoras, sean bomberas, futbolistas, mecánicas, astronautas, plomeras, jinetas, sacabollos, peronistas y gerentas de Techint, críen a los hijos, hagan la comida, labren el hierro, escriban la Biblia y la Women’s Enciclopedia, que yo me echo a dormir… Manejen la economía del planeta, la de Saturno, la de Venus, la del hogar, dirijan la ONU, la OTAM, la DEA, la RAE, la ETC, aparéense a sí mismas, paseen al perro, al gato, hagan la paz, la guerra, mátennos a todos ¡¡¡Y SEAN DIOOOOS!!! (luego es achurado por piqueteras porteñas embravecidas). The end.
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