En un momento dado de esta Dumbo, y ante la visión del pequeño elefante por fin elevando el vuelo (en una secuencia muy bien preparada por su director, Tim Burton), una parte del repelente público del circo acusa al pobre animal de ser mentira, o en la versión original, de ser un fake. Habría que preguntar a la audiencia de esta nueva adaptación del clásico Disney, nacida entre vaticinios de éxito comercial y escepticismo crítico (ya saben, el típico «qué falta hacía otra versión si no es para sacar dinero») qué es lo que considera eso, un fake. Por un lado, está la audiencia y la crítica veterana, que ha visto y se ha criado con el clásico de 1941, ya sea en alguna reposición televisiva o en VHS o DVD. Y por otro, esa audiencia infantil y juvenil actual, que existe y paga la entrada, a quienes la síntesis de la imagen real con la digital les resulta tan natural como un videojuego de la Playstation 4 y que a menudo resulta ignorada por aquellos que miran las películas desde un púlpito. Critiquen o ensalcen esta Dumbo, pero ese público desde luego reclama un espacio y pide un producto que la todopoderosa Disney sabe ofrecerles… Dicho de otra manera, y dejando atrás elitismos, y con todo el dolor de nuestro corazón para el clásico (imperecedero) de 1941: ¿Cómo preferiría un niño actual ver Dumbo?
La nueva versión entra de lleno en esa política de adaptaciones en imagen real de los clásicos animados de Disney iniciada, hace ya casi diez años, con la exitosa Alicia en el País de las Maravillas, que tan buenos resultados (económicos) ha dado al estudio y que ha dejado películas buenas, malas y regulares (este año aún queda por estrenar Aladdin y —atención— El Rey León). Que Burton, reconvertido ya hace tiempo en un competente funcionario, una vez su sello estético se ha convertido en moneda de cambio en artículos de moda y juguetes, ha perdido esa espontaneidad en beneficio del puro oficio es algo que sabemos todos y que hay que asumir, igual que la inevitable llegada de este remake. Él parece haberlo hecho hace tiempo.
Dumbo (2019), hay que decirlo ya, carece del impacto emocional de la película original. Todo en ella es espectacular, razonablemente falso y tremendamente entretenido: lo que podríamos esperar de una gran producción familiar que cumple con las expectativas, y que en este caso mejora según avanza (el tercer acto de la película es espléndido). Pero en su ADN posee un par de características propias que es interesante reseñar y que llevan a la película a tomar un par de sendas distintas, con objetivos contrapuestos, y que parecen funcionar una como comentario de la otra. Y es que a Burton le interesan más bien poco las aventuras del pequeño elefante y de esos dos inexpresivos niños que se erigen en sus defensores, aspecto que resuelve con la profesionalidad que dan décadas de oficio. Su película no va tanto sobre el raro, apartado de la sociedad, tantas veces abordado en su filmografía, sino sobre otro concepto relacionado pero bien distinto: el inevitable progreso y los sacrificios y nuevos pactos de poder que debemos exigirle para no perder la humanidad.
Las interpretaciones hieráticas y la infraescritura que el guionista Ehren Kruger (¿dónde está el tipo que se sacó de la manga Arlington Road?) aplica a los personajes humanos resultan reveladoras de las verdaderas intenciones del director de las fenomenales Bitelchus o Mars Attacks, que no obstante tiene la dignidad de montar un par de secuencias de vuelo emocionantes y de preservar el encanto infantil del pequeño elefante. Gracias a los excelentes, absolutamente espléndidos, efectos visuales, Dumbo cobra vida y resulta un personaje encantador que soluciona la película. Pero una vez cumplido ese objetivo básico (Dumbo, pese a la ausencia de candor de sus personajes humanos, es una película correcta) y asumiendo que el Burton actual ya opera desprovisto del humor negro y mala leche de sus títulos punteros, la película se muestra extremadamente interesada en ese trío de personajes encarnado por Danny De Vito, Michael Keaton y Alan Arkin. El primero, el dueño de un circo condenado a la extinción; el segundo, un magnate del entretenimiento que compra, explota y vende un producto que satisfaga a un público deseoso de regresar a la infancia; el tercero, un rico banquero dispuesto a invertir en todo aquello que ofrezca un beneficio. A Burton, si lo prefieren, le interesa más la subtrama del circo que el destino vital del elefante, centro absoluto del clásico de los 40: en un momento dado, llega a fundir el conmovedor lamento de la criatura… ¡con el ronquido del personaje de Danny De Vito!
La película está ahí, entre esos tres individuos (un artesano de la vieja escuela, un vendedor de tickets y el hombre del dinero) condenados a entenderse (o no) y que representan el ecosistema industrial en el que esta Dumbo (2019) ha sido manufacturada. Resulta fácil identificar a Medici (DeVito) con el propio Burton, un director que ve cómo su magia cede terreno al inevitable progreso tecnológico y que se ve obligado a «venderse». Vandevere (Keaton) es un empresario que se revela malvado, y que en el mayor arrebato de humor negro del filme, nada sutil por cierto, funciona como un trasunto del mismísimo Walt Disney cuyo estudio patrocina la película. Y Remington el banquero (Arkin), pese a su exigua función dramática, resulta la personificación del marco neoliberal en el que conviven los personajes, y con ellos, también nosotros. Burton lanza, con la aprobación del todopoderoso estudio, una reflexión sobre nuestro marco socioeconómico en clave de cuento Disney, siendo el propio Dumbo la esquiva encarnación de —decidan ustedes— ¿el arte? ¿la magia? ¿la verdad?. En todo caso, aquello que hay que salvar mientras la enorme rueda del progreso capitalista gira; un evento único y en extinción que todos se disputan.
Ya lo dice el personaje de Michael Keaton: todo consiste en extraer la última gota de magia de algo que ya carece de misterio. La eficaz Dumbo de Tim Burton lo consigue a duras penas: un éxito parcial en un panorama donde el individuo, como Burton expresándose a través de ese empresario circense, debe encontrar nuevas formas de expresarse.
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