Las ciudades son ecosistemas atestados de especies que se adaptan, evolucionan y conviven. ¿Qué tipo de seres vivos nos acompañan en las grandes urbes? En esta reseña se exponen casos curiosísimos de especies que han «evolucionado» a un hábitat urbano
Debo viajar a Buenos Aires, pues operan al más pequeño de la familia. Salgo del invierno seco y soleado madrileño para meterme en el caldo del verano porteño. Paso de 4 a 40° C, con una humedad de 1000%, si existiera.
Me encuentro en el subte, como llaman al metro, donde, en solo tres paradas, los mosquitos me dejan como un colador. Antes de empezar a maldecir mi situación recuerdo mi última lectura: Darwin viene a la ciudad: La evolución de las especies urbanas. El biólogo Menno Schilthuizen comienza con un relato sobre los mosquitos del metro de Londres. Entre picaduras de mosquitos porteños y olores de subte, me sumerjo en este original ensayo.
Aparentemente los mosquitos de la superficie de la ciudad de Londres son distintos que los de los túneles del metro y, a su vez, los mosquitos de las líneas del London Underground constituyen mundos separados. Según el estudio que cita el autor no solo son diferentes en la expresión de sus proteínas, sino también en el estilo de vida. Por ejemplo, los mosquitos de las calles se alimentan de la sangre de las aves, mientras que en los túneles del metro, se alimentan de la sangre de los pasajeros. Quizá en el subte porteño ocurre lo mismo.
Ahora bien, “¿qué pasa si el mosquito del metro representara a toda la flora y la fauna que ha entrado en contacto con el ser humano y con un medio construido por él?”. Esta es una de las preguntas que se consideran en este ensayo. Solo pensarlo ya me parece fascinante.
Las áreas urbanas como hábitats
En el libro se arrojan dos cifras impactantes:
“En 2007, por primera vez en la historia, la cantidad de personas que vivían en áreas urbanas superó la cantidad de personas que vivían en zonas rurales”, y “en 2030, casi el 10% de la superficie del planeta estará urbanizada”.
Un 10 % no es nada despreciable, teniendo en cuenta, por ejemplo, que la superficie forestal mundial estimada en 2015 fue de aproximadamente el 30%. Como dice Menno, las ciudades son un “fenómeno ecológico fascinante y novedoso” de características únicas. “¿Con qué clase de plantas, animales, hongos y bacterias estamos compartiendo las ciudades?”, se pregunta.
Nuevos urbanitas
El ensayo expone casos curiosísimos de plantas, aves, insectos, peces, roedores, entre otros tantos, que han «evolucionado», en un período corto de tiempo, a un hábitat urbano.
La mariposa del abedul y el melanismo industrial es uno de los ejemplos que recorre el libro. Schilthuizen se encarga de desmenuzarlo, revelando hitos de la historia de la ciencia y Darwin que no conocía. Para muchos biólogos evolutivos la explicación de este caso sería: la lluvia ácida mató a los líquenes y el hollín de la industria oscureció las cortezas de los abedules. Eso hizo que la coloración moteada de los insectos se volviera poco eficaz para el camuflaje. Entonces, aparecieron mariposas mutantes con el cuerpo oscuro, que sí pudieron camuflarse en el nuevo fondo oscuro de las cortezas llenas de hollín. “Luego, la selección natural hizo el resto”, explica Menno.
La contaminación
En la segunda parte del libro se señala cómo la contaminación (por PCB, ruidos, luz artificial por la noche, sal, metales pesados…) fuerza a los seres vivos urbanos a adaptarse o a sucumbir. Algunas plantas y animales han «evolucionado» para adaptarse a las sustancias más tóxicas y nocivas que los seres humanos arrojamos en las ciudades.
Uno de los casos que me impactó es el efecto que tiene sobre las especies la sal que echamos como práctica habitual en las calles de inviernos crudos. Comenta el autor:
“Esto explica que algunas plantas marinas colonicen los arcenes y cunetas de las carreteras de mayor tráfico y expulsen a las especies autóctonas”.
Otro caso es el de los fúndulos, unos peces pequeños típicos de Norteamérica. Parece que algunos de estos peces están asombrosamente adaptados a los fondos limosos contaminados de New Bedford, Massachusetts. Según los estudios que el autor refiere, los peces que están en los emplazamientos contaminados de esa zona presentan mutaciones que hacen que sean más tolerantes a los PCB (compuestos organoclorados), en comparación con los peces de zonas cercanas libres de estos contaminantes. ¿Es la «evolución» la que ha producido esta tolerancia a los PCB?
Encuentros entre especies urbanas
Otros casos que me parecieron muy interesantes son los encuentros entre especies que comparten el hábitat urbano. Un ejemplo llamativo es el caso de los peces siluros con las palomas de Albi, al sur de Francia. Esta ciudad se sitúa a orillas del río Tarn, en cuyo fondo limoso viven los siluros:
“Un buen día los siluros urbanos de Albi empezaron a hacer lo que ningún otro siluro había hecho antes: emergían del agua, se abalanzaban sobre las palomas que estaban dándose un baño en el río, las atrapaban por las patas y las arrastraban hacia el fondo, donde las tragaban de un bocado”.
De piedra me quedo, no tenía referencias de que un pez se comiera un ave, más bien sería al revés. Y ya al final del libro dice Menno:
“La evolución urbana ocurre en todas partes. Todos los animales y plantas que viven en las ciudades cambian muy deprisa para adaptarse a ellas. Pero con excepción de los escasos biólogos urbanos…, nadie presta atención al fenómeno”.
Esto nos invita a los amantes de la naturaleza a estar atentos y a convencernos de que no es necesario salir al monte para toparnos con historias de seres vivos rebuscándoselas para sobrevivir. ¿Cómo explicaría Charles Darwin todos estos casos?, me pregunto.
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Autor: Menno Schilthuizen. Título: Darwin viene a la ciudad: La evolución de las especies urbanas. Editorial: Turner. Venta: Amazon
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