El fútbol es lo único importante es el título de la segunda obra de mi compañero zendiano Miguel Santamarina. Empecé el libro pensando rebatir tal afirmación y lo finalizo dándole la razón, a mi pesar. ¿Y por qué le tengo que dar la razón? Pues por la innegable simbiosis entre este deporte con los sentimientos (euforia o depresión, triunfo o fracaso) y con el dinero. No hay nada como la emotividad y el capital, en combinación o por separado, para unir o alejar a las personas.
El autor se mueve ágil por el terreno de juego, tiene un estilo único, directo. No es un jugador endiosado. Es un jugador cercano, de equipo local, que sale a saludar a sus paisanos y tras acabar el partido se va al mismo bar de siempre a tomarse unas tapas. Eso que traslada y transmite escribiendo Miguel Santamarina engancha. Se nota que ama y conoce bien el fútbol. El libro está lleno de historias, anécdotas y reflexiones interesantes sobre qué significa este deporte y todo lo que mueve. Y yo, que soy una absoluta renegada e ignorante en este tema, he acabado buscando vídeos para ver las hazañas futbolísticas de algunos cracks. Acaba una comprendiendo ese sentido de la colectividad que quizá tan solo la música logre a esos niveles. O la política y la guerra. Mientras leo regresan a mi memoria los años ochenta, aquellos domingos por la tarde cuyo tedio se rompía cuando los mayores veían el partido de turno, entre cervezas, cacahuetes y bolsas de patatas chips. El recuerdo de un viejo póster en el que se distinguía una melena rizada (Maradona) y otra rubia (Schuster)… El Futbol Club Barcelona, antes de que fuera més que un club.
Te preguntarás qué sentido tiene tirar de una ristra de perdedores para atacar el capitalismo salvaje del fútbol. Por qué utilizar a futbolistas que no han conseguido triunfar. Porque me han hecho disfrutar.
El fútbol popular ha logrado lo más importante: devolver la sonrisa al aficionado. Y lo ha hecho de una forma sencilla. Le ha dado el balón; le ha demostrado que él también es una parte importante y fundamental del juego.
El autor declara haber sido un adicto a este deporte del cual confiesa que se propuso desenganchar porque añoraba un tiempo en que existían en el fútbol otros códigos más nobles, aquellos que están o deberían estar por encima de las cantidades astrofísicas de dinero que mueve. Han contribuido también en este distanciamiento la obscena irrupción en los clubes de los nacionalismos que todo lo desvirtúan y destruyen —algunos clubes se han puesto directamente al servicio de la política—, además de la violencia lamentable, la incitación al juego irresponsable y el machismo persistente, que no le está poniendo fácil las cosas al fútbol femenino a pesar de sus progresos. Pese a todo, el fútbol es diseño, armonía, geometría, matemática. Todo un conjunto de factores que penetran en el subconsciente de millones de cerebros tan solo abducidos por el color de una camiseta.
Veo en ese primigenio fútbol que alaba el autor los valores que pudieran existir en el viejo alpinismo, cuando unos caballeros ingleses subían el Everest casi con corbata y por el único anhelo de conquistar la aventura, en sí sola, y no por ese juego de malabarismos contemporáneos, a cuál más extremo. Miguel echa de menos ese fair play, que en su opinión se pudo perder con el cambio en la reglamentación de la Champions —una sola recompensa deportiva para el ganador, pero muchas económicas para todos los equipos—. Sin embargo, queda todavía esperanza en los equipos modestos, regionales. Los que tienen que hacer un encaje de bolillos para sobrevivir. El fútbol modesto y el también llamado fútbol popular que, salvo algunos deplorables comportamientos incívicos, transmite unos valores que habría que reinstaurar para dignificar un deporte que en muchos casos se ha vendido al mejor postor.
Sin duda, existe algo muy poderoso en lo que sucede dentro de un estadio para que su lenguaje pueda ser tan universal y reconocible desde cualquier rincón de lo más remoto del mundo. Esos tipos —Matt Le God, Eric Cantona, Bobby Charlton, Pelé, Franz Beckenbauer, Alfredo Di Stéfano, George Best o Johann Cruyff— tenían autenticidad y estilo. Su propio estilo. Estos fueron algunos de los grandes artífices de la elegancia en este deporte y adalides en propiciar el sentimiento de pertenecer, de no sentirse solo. Sobre esto último se alcanzan cotas máximas cuando suena el mítico You’ll never walk alone, el himno del Liverpool FC. El público proyecta sobre 100 metros de césped su fe en que su equipo obtenga una victoria que asume como si fuera propia, algo que le convierte en mejor que el contrincante. Hemos ganado al rival, dicen los aficionados, como si todos estos se hubieran puesto de pantalón corto a chutar el balón. Santamarina lo define como un chute de autoestima. Y no solo se produce en las victorias, y si creen que esto no es así, pongan los minutos finales del partido España-Irlanda de la Eurocopa de 2012, cuando miles de Green Boys entonaron la canción Fields of Athenry, mientras perdían por 4-0. Casi sentías envidia de los perdedores.
Nos encantan los mitos, y el fútbol es una máquina, engrasada y preparada, para crear uno detrás de otro.
También es el termómetro del estado de ánimo de una sociedad. Ahora mismo un Barça-Madrid resulta un reflejo de lo que conocemos de sobras. Tal vez piensen algunos que el fútbol evita conflictos bélicos, pero nos cuenta Miguel Santamarina en su libro que, según algunas fuentes, la Guerra de los Balcanes pudo tener su origen en el partido del Dinamo de Zagreb contra el Estrella Roja de Belgrado, disputado recién iniciada la década de los noventa. De hecho, hay una placa en el Maksimir Stadium de Zagreb que dice literalmente Para los seguidores del equipo, que comenzaron la guerra con Serbia en este estadio el 13 de mayo de 1990. Croatas y serbios midieron sus fuerzas en el estadio, antes de medirlo entre francotiradores y bombas.
El populismo utiliza la democracia para difundir su propaganda. Algo que no es exclusivo de la ultraderecha y que los extremistas de izquierda también usan. Si hay un movimiento político que adora el deporte para publicitarse es el nacionalismo.
Cuando Iniesta marcó el gol del mundial de Sudáfrica, debieron escuchar desde allí el grito colectivo que sonó en España. ¿Que si me gustaría que sonara igual de atronador cuando uno de nuestros insignes científicos avanza en el fangoso terreno de la investigación en nuestro país? Por supuesto que sí. Pero el espectáculo de los gladiadores modernos siempre ha ejercido mayor poder de atracción.
Yo —inocentemente— pienso que si te gusta el fútbol lo lógico es que primero fueses a ver al equipo de tu ciudad cada domingo, y luego te preocupases por los de otras.
El fútbol es lo único importante es una carta de despedida imposible, una más que recomendable lectura. Tanto si les gusta el fútbol como si no.
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Autor: Miguel Ángel Santamarina. Título: El fútbol es lo único importante. Editorial: Libros.com. Venta: Amazon y web de la editorial
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