(apuntes de filosofía para jóvenes, décima octava entrega)
Los seguidores de esta sección, que tanto nos animan con sus correos, se disgustarán al saber que están ante la última entrega de la serie. A cambio, les proponemos un protagonista extraordinario. Vaya una cosa por la otra.
Ludwig Wittgenstein, ingeniero y filósofo. Una combinación insuperable, como café y leche, o verano y siesta. Ingeniero era de formación, y por ahí se relacionó con las matemáticas; las cuales, con su infinita capacidad de sugestión, le llevaron a la lógica y de ahí al lenguaje. Y si la ingeniería consiste en alterar el orden de la naturaleza en beneficio de las personas, bien se puede decir que Wittgenstein transformó la percepción del lenguaje filosófico… en beneficio del lenguaje natural.
No gastaremos muchas líneas en resumir aquí lo que se entiende por filosofía del lenguaje —y su excrecencia, la filosofía analítica—, que tuvieron un papel preponderante en el pensamiento del siglo XX… hasta disolverse en la nada, como (casi) toda la filosofía, en los últimos decenios. Únicamente diremos, simplificando muchísimo, que desde el Cratilo platónico y, más aún, desde Aristóteles arrastramos la duda de si el lenguaje es o no un medio válido para conocer la realidad. Numerosos filósofos se han ocupado de ello, pues resulta difícil no caer en la cuenta de que lenguaje y pensamiento están fuertemente vinculados. O, dicho de otra manera, hay que convenir en que, de algún modo, pensamos como hablamos, y unas lenguas están más adaptadas al razonamiento abstracto que otras.
Como suele ocurrir con todos los caminos que se inician, éste también se recorrió hasta su extremo: el neopositivismo terminó dictaminando que los problemas filosóficos se podían reducir a problemas meramente lingüísticos. Y aquí es donde entra Wittgenstein dando la vuelta a la argumentación: el significado de una palabra o sentencia no es un ente lógico ideal; no está grabado en mármol ni es universalmente compartido por todo el mundo. Depende de quien lo propone y quien lo interpreta; en definitiva, del uso que se hace de él. Una parte no despreciable de los dilemas filosóficos tendrían precisamente origen en las imperfecciones de la lengua donde se expresan. De esta manera, revisando el uso que hacemos del lenguaje, muchas cuestiones polémicas que la filosofía viene planteando desde tiempos inmemoriales desaparecerían como por ensalmo, y no es de extrañar que los más profundos problemas no sean problema alguno (4.003). Quizá Wittgenstein se inspiró en aquello que tanto hacía cavilar a Don Quijote: la razón de la sinrazón, que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de…
La obra principal de nuestro filósofo ingeniero es el Tractatus logico-philosophicus. Un texto legendario del catálogo universal de las obras de pensamiento. Participa de todas las características del libro de culto: título impactante —el latín a palo seco siempre aporta solemnidad—; oscuro, y a ratos —quizá voluntariamente— incomprensible; sobrio, pero con toques irritantemente místicos. No puede por menos que apreciarse un soplo de genialidad en cada una de sus páginas, a menudo punteadas con números y fórmulas. Es matemático y literario (poético) a la vez, y su estructuración en sentencias, breves y cortantes, pone tanta distancia con el tradicionalismo académico que al lector primerizo le entra inevitablemente una duda: ¿cómo se le mete mano a esto?
Y el autor ayuda poco. En la primera frase del prólogo advierte de que quizá solo llegue a entender este libro quien alguna vez haya meditado por sí mismo sobre las cuestiones que en él se proponen, o parecidas. Y lo cierra con su famoso dictum, marca de la casa: De lo que no se puede hablar es mejor callar. Finalmente, en carta a un amigo, nos dará la puntilla: mi libro consta de dos partes, la aquí presente, y la que no he escrito, y justamente esta segunda parte es la que importa.
Al joven que se va a iniciar en la filosofía puede resultarle algo áspero —per aspera ad astra— entrar por Wittgenstein, estando ahí Platón o Schopenhauer, a los que da gusto leer. Pero merece la pena, porque nos conecta a un tema de vital importancia en la sociedad actual, la tecnología.
Como sabemos todos, el busilis de la inteligencia artificial consiste en que las máquinas entiendan el endiablado lenguaje que usamos las personas, el llamado lenguaje natural. Que esto lo haga el aparato en cuestión no por un prurito lingüístico o epistemológico, sino para terminar vendiéndonos algo, no hace al caso. La cosa es que a la máquina le llega un chorro de palabras (habladas o escritas) y tiene que a) comprender correctamente, no ya lo que decimos, sino lo que queremos decir (el matiz es trascendental) y b) responder (en lenguaje natural) de tal manera que ella misma (la máquina) se quede bastante segura de que nuestra interpretación de su discurso es aproximadamente lo que quería que entendiéramos. Un artilugio, en suma, capaz de mantener un diálogo productivo hasta con Bartleby, el escribiente.
Y la manera con que las máquinas salvan la dificultad de lidiar con el lenguaje natural es procesarlo, para extraer como en un destilado las esencias de los elementos —las palabras— y de las relaciones entre ellas. Y, refinando y reiterando el proceso en millones de casos, elegir (de un modo puramente matemático) las mejores interpretaciones. Que no son necesariamente las correctas, sino las más compartidas. Puro territorio Wittgenstein: qué extraño que la filosofía se haya venido ocupando de un lenguaje ideal, y no del nuestro. El análisis lógico debe ser el análisis de lo que tenemos, no de lo que no tenemos. Es decir, el análisis de las proposiciones tal y como ellas son.
Hace un par de años, Facebook dio a conocer que unas máquinas suyas programadas para mantener una conversación (en este caso, orientada a la negociación comercial) fueron desconectadas porque crearon un lenguaje propio que los supervisores no podían comprender. Lástima. Wittgenstein nunca lo hubiera hecho, y no solo porque con tal comportamiento probaban en buena manera sus tesis: una semana más enchufadas, y quizá ellas habrían escrito esa segunda parte del Tractatus que quedó pendiente.
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