—¡Pero cuándo llegará el día que hagas algo de provecho, Rodolfo! —exclamó la mujer de mi hermano.
—Mi querida Rosa—repliqué, soltando la cucharilla de que me servía para despachar un huevo—,¿de dónde sacas tú que yo deba hacer cosa alguna, sea o no de provecho?
Sin duda uno de los comienzos más sobresalientes de la literatura universal. De hecho, cuando pienso en alguno mejor, únicamente me viene a la cabeza el de Moby Dick. Y es que el primer párrafo de esta novela es, a mi juicio, insuperable.
Hace no mucho visité la librería Lello en Oporto. Había oído que parte del mundo creado por J.K. Rowling para la saga de Harry Potter allí se había inspirado. Entre la multitud de volúmenes —y turistas como yo—, encontré un ejemplar de El prisionero de Zenda. Había visto la película, sí. Tenía una sección en Zenda, también. Sin embargo, no había leído la novela, eso no. Es uno de esos casos en los que un título absorbe la esencia de la propia obra. Nos suena, incluso sabemos de qué va, si bien, de nuevo, como una derivación del propio título. Un prisionero, una cárcel, un lugar. Una idea genérica incrustada en nuestra memoria. Ni siquiera el nombre de su autor ha sobrevivido. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes; Los miserables, Victor Hugo, pero, ¿El prisionero de Zenda? En efecto, la obra ha transcendido también a su creador.
Poco después, acompañado de una copa de Oporto —y de más turistas como yo— estaba sentado en una de las mesas, marmóreas como las de La colmena —¿serían lápidas del revés también?— del Café Majestic, leyendo la novela que Sir Anthony Hope Hawkins escribió en 1894. El título de Sir, por cierto, es algo posterior, dado que le fue concedido por su contribución a la acción propagandística británica durante la primera guerra mundial. Así, sin darme cuenta, llegué a Ruritania.
Presentando claros paralelismos con sus predecesoras El hombre de la máscara de hierro (1850) de Alejandro Dumas o El príncipe y el mendigo (1881) de Mark Twain, no por eso ha de obviarse el hecho de que esta obra es la génesis de un subgénero particular, el denominado como romance ruritano, a menudo identificado con el de capa y espada, que comprende no solamente novelas, sino obras de teatro, películas o historias en general de amores varios y espadachines audaces localizadas en algún país ficticio, a ser posible de Europa Central, plagado de princesas y condes. Así, poco después, tuvo incluso su propia secuela. En 1898 Anthony Hope publica Rupert de Hentzau, cuya trama se inicia tres años después de los hechos relatados en El prisionero de Zenda y con la figura del villano galante como eje central.
Y cómo no, el éxito de la obra no tardo en hacerse eco en el séptimo arte. Tras tres versiones silentes en 1913, 1915 y 1922, y de la mano de Cecil B. DeMille, se extrenó su primera —y mejor— versión cinematográfica en 1937 dirigida por John Cromwell y con Ronald Coleman como Rodolfo V y, claro está, Rodolfo Rassendyll, Douglas Fairbanks Jr. en el papel de Ruperto de Hentzau y Madeleine Carroll encarnando a la sin par princesa Flavia. Esta cinta obtuvo dos nominaciones a los Oscar: mejor banda sonora original (Alfred Newman) y mejor dirección artística (Lyle R. Wheeler). Contando con un presupuesto original de 1.250.000 $, obtuvo unos discretos beneficios tras su exposición comercial de 182.000 $.
Apenas quince años después, en 1952, la Metro-Goldwyn-Mayer produce una nueva versión utilizando, básicamente, el mismo guion cinematográfico de su predecesora, dirigida por Richard Thorpe, quien, según se decía por aquí, de torpe no tenía nada, y con un elenco de actores de lujo formado por Stewart Granger, James Mason y Deborah Kerr. Con más color y un poquito menos de encanto que la versión de 1937, y un presupuesto de 1.708.000 $, su éxito comercial fue rotundo, llegando a recaudar en las taquillas de todo el mundo más de 5.600.000 $.
El legado de la obra de Hope no termina ahí, dado que se han realizado adaptaciones teatrales, series de televisión y hasta cómics. El propio autor, que falleció de un cáncer de garganta en 1933, posiblemente nunca llegó a entrever hasta donde habría de llegar la influencia de su creación. No obstante, puede pensarse que sir Anthony Hope tenía suficiente con lo conseguido en vida. No es difícil imaginarlo así mientras leemos la continuación de la réplica de Rodolfo Rassendyll: Mi situación es desahogada; poseo una renta casi suficiente para mis gastos (porque sabido es que nadie considera la renta propia como del todo suficiente); gozo de una posición social envidiable: hermano de lord Burlesdón y cuñado de la encantadora Condesa, su esposa. ¿No te parece bastante?
Y es que, en efecto, ¿por qué habría de hacer algo?
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