El caballero de Lepanto, de Pablo Val, ha ganado el concurso de relatos #UnahistoriadeEspaña en el que han participado más de 200 autores y en el que se pedía a los participantes contar en el foro Iberdrola un episodio de la historia de España que merezca ser recordado. Trágico, épico, inolvidable, esperpéntico… El cuento Dicen que murió Geluco, de José M. López Moncó, ha sido el finalista.
El jurado de este concurso ha estado formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
El primer premio está dotado con 2.000 €. El premio para la otra historia finalista es de 1.000 €.
A continuación publicamos los relatos premiados. Gracias a todos por participar.
GANADOR
Pablo Val
Ayer, siete de octubre, los cañones y mosquetes no dejaron de tronar durante todo el día, como una tormenta de verano. La brisa marina hedió a pólvora y madera quemada hasta bien entrado el crepúsculo. En el agua flotan todavía los cuerpos de miles de hombres y los pecios de innumerables naves despedazadas.
Yo me hallo en relativo buen estado de salud, aunque temo —y el galeno así me lo ha insinuado— que mi brazo izquierdo quede para siempre inútil tras el disparo de arcabuz que con tan mala fortuna me destrozó músculos y tendones. Pese a tal desdicha y a otras tantas heridas, me considero afortunado de haber sobrevivido a semejante infierno, y de haber servido con valor y arrojo aún en los peores lances de la batalla.
Me sería harto complicado describir la jornada en tan solo unas pocas líneas, más intentaré relatarle con la mayor brevedad posible cuáles fueron los hechos de esta cruzada triunfal. Así podré contarle también la curiosa idea que se me ha sugerido en su transcurso, y que obtuve de un evento sin importancia que pude contemplar a pocos pasos de mí durante el fragor de la contienda. Haber encontrado inspiración en tal terrible lugar no hace sino afianzar mi creencia en que el ingenio no es sino el más poderoso talento del hombre.
Como seguro ya será conocedora vuestra merced, nuestras escuadras se habían reunido durante las jornadas anteriores cerca de la ciudad de Naupacto, que muchos conocen como Lepanto. Aguardábamos, dispuestos a una feroz lucha a muerte contra el enemigo Turco, miles de hombres y más de 200 galeras bien pertrechadas; sin duda la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.
Estaba yo a bordo de La Marquesa, una galera sólida y rápida donde las haya, cargada en ese instante con más de quinientas almas cristianas, cuando la batalla comenzó. La lucha fue, y así lo dirá la Historia, cruda e inclemente. Una lluvia de flechas y proyectiles de fuego cayeron sobre nuestras cabezas, haciendo tambalear incluso al más firme de los soldados, pero respondimos raudos con los disparos de nuestros arcabuces y el potente fuego de nuestros cañones, que se llevaron al fondo del mar incontables naves turcas. El agua pronto se tornó carmesí, y óleo que cargaban los barcos en sus entrañas estalló en llamas. Cuando la pelea avanzó, las naves se apresaron entre sí con sus espolones, como las pinzas de un alacrán, y tanto turcos como cristianos saltaron al abordaje armados con hachas, dagas y espadas. Fue tan descarnada la lucha que la cubierta de La Marquesa se embadurnó de sangre hasta hacer a los hombres resbalar.
Ya estaba yo entonces herido por un disparo de arcabuz en mi pecho, y mientras recargaba mi arma con más que menos dificultad alcé la vista hacia el lado opuesto de la nave, en dirección a proa, donde la pelea era más encarnizada. Parte del velamen de aquella parte estaba en llamas, y bajo él se movían los hombres con el trajín de un hormiguero.
Y fue entonces cuando lo vi.
Era un veterano soldado, de pelo canoso, espigado, seco de carnes, con un cuerpo enjuto y fibroso que me recordó a un viejo can de pelea. Llevaba puesta una coraza y un yelmo, sucios de pólvora, de un aspecto muy vetusto. Parecía confuso y desorientado, y estaba postrado en el suelo, pues creo con total seguridad que le habían propinado en la cabeza un severo golpe. De pronto se irguió con gallardía, lleno de cólera y herido en su orgullo. Tomó su lanza con las dos manos, apretándola con fuerza, y se lanzó al combate con un poderoso grito de guerra, como un guerrero primitivo. Me recordó a un caballero medieval, un Amadís de Gaula o un Cid Campeador. Me hizo creer de nuevo en una bravura poderosa y casi divina, en un ímpetu ya olvidado en nuestro tiempo. Arremetía como si la victoria fuera suya de antemano, como si algún objeto mágico lo hiciera invulnerable a cualquier ataque, y no me extrañaría, dado su extraño aspecto, que en verdad portase el mismísimo yelmo de Mambrino sobre su cabeza.
Pero cuál fue mi sorpresa, ¡que no embistió a enemigo alguno, sino que se lanzó con la furia de un miura contra el palo del trinquete! Su lanza se quebró al impactar en la madera como un simple mondadientes, y él cayó nuevamente de bruces contra la cubierta, recibiendo un golpe soberbio. Rodó torpemente hecho una pelota y farfulló algo ininteligible cuando se golpeó la cabeza de nuevo contra el suelo. Después se levantó con dificultad y se perdió de mi vista, con la misma facilidad con la que lo había encontrado, entre el enjambre de hombres y lanzas.
¡Qué patético incidente! Fue dramático y cómico, y fue así como tuve la idea, casi como una epifanía: dar vida a un caballero moderno, que se lanza con valor contra un enemigo inconmensurable y absurdo, guiado por un idealismo genuino, puro en sí mismo, pero nacido del delirio.
Ahora pienso, ¿y si éste hidalgo recorriera con tal ardor los caminos de nuestra tierra, deshaciendo entuertos y repartiendo su arcaica justicia? ¿Y si embistiese no un palo de trinquete, sino un molino de viento, y no pensando que es un corsario turco, sino un gigante colosal? Terminaría, al igual que el soldado que inspiró su creación, por el suelo, molido a palos, y para el lector sería hilarante. Más me resisto a creer que tras semejante chanza no existiese algo más profundo: la pugna entre el impulso noble del ideal y la realidad que nos golpea, y que encarna en sí misma el misterio de la condición humana. Eso atañe a todos los hombres por igual.
A fe mía que ésa podría ser una buena historia. Tal vez algún día la escriba.
Siempre vuestro;
Miguel de Cervantes.
Año 1571 de Nuestro Señor.
FINALISTA
José M. López Moncó
Al guardia civil Ceferino Almodóvar las montañas le encogían el estómago. Pensó que había tenido mala suerte porque al salir de la Academia le destinaron a la casa cuartel de Potes. Encajonado entre picos y rodeado por maquis.
Ceferino los tenía por delincuentes de la peor condición, eso fue lo que siempre le dijeron y lo que también pensó el día que acribillaron a la partida de Geluco en medio de un bosque de robles y tejos. Murieron siete de los huidos al monte y uno de los guardias. Aunque el teniente los felicitó, Geluco, que conocía el terreno como un lobo, pudo escapar monte arriba.
Fue gracias a Felisa, la novia del fugado, cuando varios meses más tarde supieron donde estaba el escondrijo de este. Pero no fue necesario raparla ni que el teniente cubriera el vergajo de los interrogatorios con una toalla mojada. Felisa acudió por su propio pie al cuartel al enterarse que su novio había dejado preñada a otra moza del pueblo.
La guarida de Geluco parecía un nido de águilas. Estaba excavada en mitad de una pared de roca y aprovechando una oquedad natural. Fueron una docena de guardias a por el guerrillero, aunque ninguno le disparó al asomar la cabeza. Lo siguieron y, nada más atravesar las primeras calles del pueblo, le dieron el alto. Geluco intentó sacar su Astra, pero una lluvia de balas le reventó la yugular. Entre los vecinos se comentó que los civiles dispararon sin aviso alguno al ordenarlo el teniente. Pero esa no fue la versión que figuró en el pie de foto de los diarios, en ella se veía a un Geluco con la boca torcida tirado a los pies de los guardias.
Ceferino no había participado en la emboscada. Por eso, mientras los captores exponían el cadáver en la plaza del pueblo como si se tratase de un puesto más del mercado, el teniente lo había mandado subir hasta el refugio acompañando al cabo Gonzalo. Para traerle todas las pertenencias de Geluco y descubrir quienes eran los cómplices, les dijo.
Tras el collado, donde estaba la última casa habitada, una sucesión de agujas y chimeneas no dejaba ver todavía el escondrijo. Ceferino se había adelantado al Cabo y no había tardado ni quince minutos en llegar hasta la base de aquella mole. Se quitó el tricornio, el correaje con la pistola y la capa antes de encaramarse a los peñascos valiéndose de las dos manos.
Un olor a carne humana y a orín fue lo primero que Ceferino sintió al entrar. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la poca luz de su linterna, se dio cuenta que dentro no cabía una persona erguida. Al fondo y en los costados había maderos
sujetando la bóveda. En esta se distinguían las marcas que hizo el pico al excavarla. Se tropezó con una pequeña olla que tenía restos agrios de leche. Dos mantas, un macuto y una metralleta Sten estaban pegadas a la pared más alejada de la entrada. Había velas a medio consumir desperdigadas aquí y allá. Ceferino encendió una.
Dentro del macuto encontró unas camisas de franela, un pantalón, camisetas y calzones amarillentos. Los sacó y los empujó hacía la entrada. Le dolían los riñones y tuvo que sentarse antes de sacar el resto. Al fondo había un libro con las tapas de piel y dos cajas de munición. Acercó una vela al libro para ver el título: ‘El Quijote’. Al abrirlo, cayeron al suelo dos cuartillas escritas a mano y una fotografía.
La fotografía, del tamaño de media postal, era de una mujer mayor y enlutada. A pesar de tener el rostro surcado de arrugas, sonreía. El pelo lo llevaba recogido en lo que se adivinaba un moño. Los ojos eran grandes y oscuros. Parecía hablar con la mirada, pensó Ceferino antes de girarla y descubrir que, por detrás, tenía dos renglones escritos con una letra muy infantil: ‘Siempre estarás en el corazón de tu madre’.
Ceferino tuvo que recostarse sobre la piedra de la pared. Cerró los párpados según se desabrochaba los botones del cuello de la guerrera y se llevaba la mano hasta el pecho. Le bastó el tacto para saber que su cartera de cuero seguía en el bolsillo interior. Allí, Ceferino guardaba otro foto distinta, la de su madre. Al dorso, las dos mujeres habían escrito lo mismo.
Escuchó al cabo Gonzalo llamarle desde abajo. Se acercó a la entrada y, haciendo un hatillo con una de las mantas en el que guardó los enseres de Geluco, lo despeñó hasta donde estaba el compañero.
Nada más regresar al interior de la cueva, recogió las cuartillas del suelo y empezó a leerlas. Era una carta de Geluco a su novia. Según leía la parte final, apretó los labios: « …te van a contar que estoy con otra mujer… convencerán a alguna del pueblo para que diga que la preñé… lo harán para que me delates… algún día esto se acabará y podremos estar juntos y en paz… Te quiero»
Ceferino leyó de nuevo la carta. Al terminar arrugó aquellas hojas. Hizo otro paquete con lo que quedaba por bajar y se lo lanzó a Gonzalo. Nada más hacerlo, acercó las cuartillas y la fotografía a la vela.
El cabo Gonzalo volvía a llamarlo cuando esparció las cenizas por la cueva. Después, se colgó al hombro la ametralladora y salió del escondrijo.
Aunque el sol le daba casi de frente, dejó que su mirada fuera ladera abajo. Por primera vez, no sintió una punzada en el estómago.
Según bajaban por el collado, en la puerta de la casa de piedra había una mujer enlutada sujetando a un niño de la mano. «Buenas tardes» dijeron los dos guardias cuando pasaron junto a ellos. A lo que el niño respondió:
—Dicen que murió Geluco, no sé si será verdad.
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