Silencios, recuerdos, imaginación y libertad son los ingredientes con los que Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) ha tejido su última novela, Música de ópera (Anagrama). Ausencias, secretos, rumores, enamoramientos, rupturas… se suceden en una historia narrada con la personalísima ironía y la sutileza que caracterizan a la autora que en el año 2010 fuese elegida para ocupar el sillón “g” de la Real Academia Española.
Tres generaciones de una familia zaragozana —pese a que jamás se nombra Zaragoza se la intuye en numerosos trazos—, con sus particulares claroscuros, heridas y rencores, se suceden desde la guerra civil hasta los años sesenta narradas a través de la mirada de tres mujeres: doña Elvira, Valentina, y Alba.
Doña Elvira, la matriarca, se ve sorprendida por la sublevación franquista durante un viaje cuyo destino es la batuta de Toscanini. Y mientras ella construye un refugio que preserve un mundo ya caduco, entre acordes de Chopin y la voz de la Callas como la Casta Diva, Soledad Puértolas nos dibuja con estilo sobrio y “casi decimonónico, pero sin polvo, a lo barojiano”, toda una época y a quienes la habitaron.
Valentina, la sobrina que habita un lugar incierto ubicado entre la gramola del salón y los murmullos de las cocinas, y Alba, la nieta que comienza a dejar atrás la adolescencia y que se nos insinúa como verdadera «autora» de la novela al bucear en los ecos del pasado en su intento por comprender el presente, son quienes recogen el testigo narrador y aportan su particular mirada, y la de su tiempo, construyendo una atmósfera envolvente y evocadora.
Autora de ensayos, cuentos y novelas, con casi cinco décadas de trayectoria avaladas por galardones como el Premio Planeta, por Queda la noche (1989), o el Anagrama de Ensayo, por La vida oculta (1993), entre otros, Puértolas es la encarnación de esa sutileza que es su sello. Grácil, rubia y cercana, transmite una sensación de calidez y vitalidad inmediatas.
—¿Qué es la literatura, la escritura, para Soledad Puértolas?
—Siempre he pensado que la escritura, el contar las cosas de otra manera, el hacer con lo que yo estaba viviendo historias inventadas, eso era mi vida. Cuando me contaban cuentos de pequeña yo pensaba que, puesto que alguien había escrito esos cuentos, yo también podía hacerlo. Así que siempre he escrito. La literatura siempre me ha mostrado un camino para instalarme en la realidad. Era un terreno en el que me he sentido muy a gusto y en el que he podido palpar esa otra realidad, que así dejaba de existir sólo en mi cabeza, y compartirla con los demás. Tiene algo de mágico y poderoso esa combinación de palabras e imaginación. Siempre fue como un refugio. Para mí la literatura es un camino de libertad.
—Entiendo que la novela se crea a partir de los recuerdos de Alba, las cartas que llegan a sus manos… ¿De ahí que tantos sucesos queden a oscuras?
—Sí, la novela, aunque escrita en tercera persona, se origina a partir de Alba. Es el punto de partida de mi exploración. Alba tiene muchas de mis inquietudes y debilidades. No encaja en el mundo de los suyos, tiene mucha curiosidad pero prefiere imaginar a indagar… Ella quiere entender, explicarse, a través de la historia de dónde viene esta familia. Su interés se centra en Valentina, su tía, a la que adoraba, en su madre, en su abuela, de la que apenas tiene vagos recuerdos, en las mujeres que rodearon a un padre al que rechaza… Y sus recuerdos, las cartas que han llegado a sus manos, los relatos que ha escuchado, dan forma a la historia y marcan los límites de la narración.
—¿Cómo nace Música de ópera?
—Mi historia familiar yo la notaba, como todas las historias familiares: muy densa, con muchos silencios, muy gris… Y claro, con la Guerra Civil detrás, estaba esa sensación de que había pasado algo terrible de lo que no se podía hablar, pero que a la vez se filtraba de vez en cuando en las conversaciones. He tenido que distanciarme, porque yo sabía que algún día escribiría sobre la historia familiar, pero siempre me topaba con ese obstáculo. En mis recuerdos la Guerra Civil es un fantasma que se silenció, algo construido a partir de silencios, murmullos y tabúes. Y así, poco a poco, fui pensando que todo eso lo tendría que escribir alguna vez, cuando tuviera las herramientas necesarias, entre ellas la distancia.
—¿Y por qué ahora?
—Hasta hace dos años no me encontré a este personaje de Elvira, inspirada en mi abuela paterna. Hasta que no encontré ese personaje, no encontré mi voz. Fue entonces cuando comprendí que ya tenía la novela. Pensé: «Yo a esta señora la quiero entender, voy a investigarla». Con elementos del recuerdo y elementos inventados, porque eso es lo que a mí me divierte: te da mucha más libertad y aprendes más. Para mí es evidente que la ficción es eso: libertad. Así que me embarqué en la historia y ya se fue deslizando todo hasta llegar a la niña, Alba, a quien dejo porque ya no me quiero identificar más con ella.
—¿Cómo se construye una historia de silencios?
—Quería contar ese tramo de historia: lo que me ha pesado a mí la sensación de no entender la historia familiar desde la generación de los abuelos y la de mis padres, con la guerra de por medio y la posguerra. Todo eso lo tenía que expresar desde el punto de vista interno, trasladado luego a la narradora y los otros personajes. Yo no quería contar una historia de la Guerra Civil, sino sobre cómo se vivió en mi familia, cómo se ha filtrado en mis recuerdos. Sentí que tenía que contarla, recuperar ese no saber. Era un reto que tenía pendiente desde mi infancia.
—Los personajes expresan cierta estupefacción, una sensación de asistir a su propia vida sin darse cuenta. ¿De dónde viene ese extrañamiento?
—Eso lo he percibido, tanto en mi vida como en la de otros. Es como que de repente tienes que construir tu vida, que ya supuestamente estaba dirigida, y sin embargo no. Es lo que he tratado de transmitir, de diferentes formas, porque las circunstancias de una señora desde los años treinta… Ahí sí que estaba todo muy hecho. Luego viene Valentina, que pasa de la protección de su tía a la de sus hermanos, menos invasiva, ya con libertad, y luego a desinteresarse completamente por aquel legado y dar un corte en su vida. Cada una va elaborando su propia manera de estar en el mundo, va encontrando algo para sí misma.
—Son tres miradas femeninas las que hilvanan el relato. ¿Es algo que había previsto?
—No, no sabía que iban a ser tres mujeres. No me propuse escribir una novela con protagonistas femeninas, sino de recuerdos, pero me encontré con que mi mundo estaba repleto de personajes femeninos que me iban trazando el camino. Hay una sensación de estar en un mundo muy femenino: los hombres estaban fuera, en el trabajo, y hasta cuando se juntaban las familias los hombres se reunían, bebían, y fumaban, y hacían sus bromas mientras las mujeres hacían una vida mucho más interior y menos social. De niña yo no entraba en el mundo de los hombres. He hablado más con mi madre y mis abuelas que con mis abuelos, mi padre o mis tíos. De ahí que ellas sean la voz de cada etapa de la historia, empezando por la generación de mi abuela, las madres de los hombres que fueron a la Guerra Civil.
—Sin embargo es lo que dota al relato de una especial singularidad, ese narrar lo que se vivió tras las puertas cerradas.
—Lo que más importa está siempre de puertas adentro. Al menos esa es mi percepción de la literatura… y de la vida. Quiero que el lector imagine conmigo, pero teniendo libertad para hacerlo a su manera. Siempre me interesa explorar lo que hubo de vida, que es como decir lo que hubo de libertad.
—Esta es una historia en la que los silencios y la penumbra son protagonistas. Valentina menciona alguna vez las «zonas de penumbra», y Alejo habla de su miedo a «desaparecer engullido por la penumbra» de su madre.
—La casa donde vive es un poco tenebrosa, sobre todo cuando se queda solo con esa madre tan todopoderosa. Esa penumbra de la que hablan es el no saber qué va a pasar.
—En su obra, y especialmente en esta novela, pesa más lo no dicho, o lo sugerido, que lo que sí se narra. ¿Por qué ese interés por las zonas de penumbra?
—Precisamente porque la vida tiene muchas zonas de sombras, zonas inexploradas, cosas que se nos escapan o desconocemos, y quiero transmitir esa idea. El narrador omnisciente tenía capacidad de ver, de abarcar, toda la realidad. Eso cambia con la novela moderna. Cervantes lo explicó muy bien, al pedir que se le juzgase por lo que había dejado de decir. El gran reto, el gran poder de la literatura, es transmitir los silencios. Además, hoy estamos muy lejos de ese narrador que tanto sabía. A pesar de toda la información que tenemos, que es mucha, somos conscientes de nuestra ignorancia.
—¿Es Valentina quien mejor encarna la penumbra de la historia, a medio camino entre las cocinas y el salón?
—Exacto, una criada encubierta. Estos personajes a lo mejor ahora no existen tanto, pero son muy típicos de mi pasado: si era una mujer y no se casaba ni tenía medios económicos, quedaba desubicada en medio de la familia, ayudando en la casa pero sin encontrar un lugar propio en la vida. Yo quiero indagar qué pasa con estas mujeres.
—Se nos presenta una de las caras de la vida cotidiana, lejos del frente.
—De algunos en la zona nacional, sí, y es lo que me tocó vivir a mí, como diría Virginia Woolf, es mi pepita de verdad dentro de la ficción: cómo se vivía en aquellas casas burguesas. En la zona republicana se creó un ambiente de mucha libertad, y la vida de las chicas en esa zona es muy distinta de la de las mujeres en la zona nacional. Se rompieron muchos esquemas, se respiró un ambiente completamente nuevo.
—La sensación que transmite es la de que el tiempo se paró.
—Es que se paró. Se paró el conflicto y volvieron los hombres de la guerra. Tenía que contarlo, independientemente de que existan otro tipo de relatos de la guerra, para dibujarlo todo de un modo más completo. La guerra no es solo los combates, sino las vidas de todos los que viven durante aquellos años. Y muchos hemos vivido esto. Como luego se impuso el silencio y se impuso la paz, en realidad el pasado de toda mi generación es mucho esto. En las trincheras no hemos estado.
—El primer eslabón de esa familia que conocemos es doña Elvira.
—Doña Elvira ha sido para mí un gran descubrimiento, yo no sabía cómo era. Es un tipo de mujer muy atada a las convenciones, a la sociedad, a la familia… Las mujeres de esa generación —que para mí es la de mis abuelas—, en cuanto tenían posición económica y social solían ser mujeres muy desapegadas. De hecho, yo no creo que Elvira realmente quisiera ser madre, simplemente era lo que se esperaba. Se preocupa por sus hijos, pero no es una mujer cariñosa y es mucho más protectora con cualquier otra persona antes que con ellos.
—¿Y qué busca Elvira? ¿Una voz propia? ¿Libertad?
—Una mezcla, sí. Busca huir de su papel de señora y madre. Yo creo que no ha madurado. Se porta más bien como una joven soltera, y su marido está para ganar dinero, que se le da muy bien. Ella lo que quiere es disfrutar de la vida.
—¿Escribir cartas a alguien que está muerto es lo más parecido a escribir ficción?
—Pues sí, efectivamente, es una creación propia. Lo que hace es algo parecido a la literatura, sobre todo cuando lo pasa a limpio y Perelada, con su buena caligrafía, se convierte en alguien imprescindible. Entonces a Elvira ya le da igual la ruina, porque es fatalista tras el final de la guerra, y no tiene mucho sentido de la realidad. Ni tampoco se lo han pedido. Es una postura que yo he visto en algunas personas reales. Es esa pasividad con la que aceptaban la vida las mujeres de otras generaciones.
—Se las educaba para eso.
—Claro. Ellas no tenían que estar investigando las cosas, «se lo tenían que haber dicho», lo de que esto estaba muy mal y que no podía salir de España. Y tiene toda la razón. ¿Ella cómo lo iba a saber?
—Hay un momento en que sus propios hijos le dan miedo, porque ella misma no sabe quiénes son.
—Exactamente, y con cierta razón, porque lo ve moreno, curtido y con unos ojos muy fogosos. Habrá vivido horrores, y seguro que habrá matado en la guerra, y ella rechaza todo ese mundo masculino. Hay una especie de desencuentro entre la madre y los hijos. Al mismo tiempo, ella no se interesa por el conflicto, sólo lo ve como un gran contratiempo.
—De hecho, en plena guerra quien parece relativamente contenta es precisamente Elvira, no sé si porque ya se ha construido su burbuja.
—Eso y que a la vez ha dado un paso atrás, ya se ha abierto al mundo, y sus hijos la han decepcionado: uno se fue a la guerra, otro no volvió, y se quedó sola. Entonces descubrió una burbuja de cierta comodidad y cierta felicidad, o lo que sea, y se las arregló. Cuando viene la paz y vuelven los hijos da un paso atrás, creo. Elvira no está capacitada para salir de su burbuja. Sin embargo, en ella se van abriendo brechas por donde se cuela la realidad. En realidad ella sabe que no es feliz. Es algo que yo he podido palpar en esa generación, esa insatisfacción.
—Hay mucha infelicidad, además de desconexión entre todos los personajes.
—Sí. Bueno, es una vivencia que yo he tenido. Y esto además en familias «de orden», un orden debajo del cual hay mucho más. De hecho, ese orden está ahí un poco para tapar esos extrañamientos.
—¿Por qué la música como refugio, como territorio de libertad?
—La música es esa suavidad que lo envuelve todo, un espacio de abstracción que nos pertenece a todos. Es algo que eleva, con una gran capacidad de unión. Para Elvira es símbolo de la grandeza de la vida, una vida que se le ha hecho menos interesante, pero aún tiene la música para aferrarse a la ensoñación de lo que fue importante para ella. Para mí, tanto ella como las mujeres que llegan después buscan su propio espacio, su propia voz con la que encajar en el mundo.
—Otro de esos espacios de libertad es el viaje.
—El viaje supone verse a uno mismo en otro escenario, casi en otro tiempo. Todo tiene otro valor, y al mismo tiempo se vuelve frágil y efímero. Se convierte en una evasión, siempre es una posibilidad de ruptura, de cambio. Es también una posibilidad de descubrimiento y de sorpresas, incluso sobre uno mismo, especialmente para uno de los personajes, que recibe con verdadera entrega esas brechas de libertad.
—No sé si los nombres de los personajes son casuales: Benigno, Justo, Alba y Valentina.
—Es intuitivo, pero tampoco me rompí mucho la cabeza. Salieron así. Para doña Elvira tuve varios nombres. Genoveva, la madre de Alba, también me salió rápido, porque siempre me pareció un nombre muy dulce, y ella también lo es.
—Esa ruptura radical de Valentina con los lazos familiares resulta fácil de comprender, incluso en términos actuales.
—Sí, no es tan rara. Es un cortar, y a partir de la renuncia a la familia interesarse por el mundo. Personas que en esta época cortaron hasta el punto de apartarse del mundo conventualmente luego se interesaban mucho por el mundo. A lo mejor era la familia lo que la estaba oprimiendo, es evidente, no apoyándola para encontrar una nueva vida. Yo entiendo la decisión de Valentina, ese llegar a un momento de decir: «No. Yo ya no puedo con la familia». Y ya veremos luego su vida, porque no acaba ahí. Igual se va a las misiones o se hace de una ONG [risas]. Creo que esta mujer va a seguir dando vueltas en la vida. No creo que se vaya a quedar ahí.
—¿El detonante de ese cambio es el sentimiento de culpa, o la búsqueda de libertad?
—Recibe un shock cuando se da cuenta de lo que ha sufrido su madre. Y ahí siente una culpabilidad tremenda. Aun así, romper con su familia es una liberación.
—Alejo es uno de los personajes más complejos, y rencorosos, tal vez frustrados, de la historia. No sabemos qué secuelas tendrá tras esa infancia…
—Tendrá secuelas, porque se le ve rarito, en algunos momentos un poco crítico. Es vengativo, es fogoso, es inestable… Tiene muchas deficiencias emocionales. No es un personaje fácil. Es el personaje que más me ha costado comprender. Es un hombre que se siente abandonado por su familia, que no sabe dónde agarrarse. Como padre de Alba va a ser un poco perturbador. De hecho, su hija no va a tener buen recuerdo de su padre en absoluto. Alba quiere explicarse la vida de su padre, que es alguien a quien no entiende. Pero hay cosas que nunca sabrá.
—Ha dicho que le interesa que no se perciba la mano del autor en la novela.
—Sí, he querido que se deslizara, que no hubiera obstáculos, que no pareciera que yo estoy ahí poniendo y quitando. Ese ha sido el gran reto, que fluyera desde dentro de los personajes, que se dieran la palabra unos a otros, y que sobre todo la visión del mundo fuera coherente. De ahí la cantidad de versiones que he hecho para esta novela y el trabajo que me ha llevado hasta conseguir esa fluidez, que al final ya ni sabes si la has conseguido, porque ya no puedes más. A pesar de que me salió del tirón el primer capítulo, luego, cuando fue pasando la guerra, tardé en comprender quién iba a coger el testigo hasta llegar a Alba.
—¿No sabía que iba a ser Valentina?
—Valentina fue una sorpresa. No lo tenía claro, pero entre todos los personajes fue cobrando fuerza.
—Entiendo que no escribe con un esquema cerrado, entonces.
—Cada novela es un reto. En los cuentos sí sabes a dónde vas, pero una novela tiene mucho más de aventura. De libertad. Me divierte no saber lo que va a ir pasando.
—Una de las cosas más llamativas es cómo han cambiado las relaciones entre padres e hijos.
—Muchísimo. Me ha asombrado mientras lo escribía. Primero está doña Elvira, la madre todopoderosa que no se habla con sus hijos, y no te digo ya el padre, que estaba todo el día fuera de casa y no les hacía ni caso, hasta el punto de ni saber que vestían de niña a un niño. Con la otra generación ya es distinto, aun con mucho silencio de por medio, ya tienen cierta complicidad, más afecto. Pasamos de un contexto lleno de normas y silencio a uno donde se habla.
—Es algo que vemos también en la relación con las tías, en cómo van cambiando los esquemas familiares…
—Sí, con esas tías medio separadas, en conflicto, ya se vislumbra que esto no es tan férreo ni tan determinado, y la familia ya es algo en lo que todos participan, donde todos pueden comentar y donde ya hay más brechas. Alguna hasta dice que está deseando que venga el divorcio a España. Ya se empieza a ver que es otra cosa. Hay más inclusión y más naturalidad, con la sobrina, o con las primas en la universidad y el marxismo-leninismo.
—E incluso con el feminismo.
—Están todo el día con el feminismo dando la lata. Son diversas maneras de rebeldía que se vieron en las familias de entonces. Es revelador ver lo que han cambiado las relaciones en este tiempo, y no te digo hoy, si hubiera llegado hasta la actualidad. Yo he estado muchísimo con mis hijos y mis nietos. Ha cambiado todo esto una barbaridad, no tiene nada que ver. Hoy los abuelos nos tiramos al suelo para jugar con los nietos.
—Si de Elvira a Alba cambia, faltaría todo el campo desde Alba hasta hoy.
—Claro, está sin explorar. ¡Cuánto hemos cambiado, en solo un siglo, y cuánto nos queda por cambiar! Puede ser lento, pero cuando ya se ha encastrado, no hay marcha atrás. Yo tengo trocanteritis, y es como cuando me dice el médico: «Es que no se te puede ir en un mes, hasta el verano no vas a estar bien, haz los ejercicios todos los días». Hay que hacerlo, es evidente. Hemos conseguido unos cambios tremendos, pero está bien averiguar de dónde venimos, saber de lo que nos hemos librado, y ver el camino que se nos ha abierto.
—¿Cómo se ve esto en el mundo literario?
—Es difícil hacer una valoración desde el punto de vista escritor/escritora. Los editores están abiertos a cualquier libro que se pueda vender. Sin embargo, en algunas reseñas a veces parece que nos igualan a todas las mujeres, como si todas tuviéramos el mismo patrón y nos dirigiéramos al mismo público.
—¿Que las mujeres escriben sólo literatura de mujeres para mujeres?
—Sí, exacto, mientras que los hombres tienen el privilegio de diversificar. En mi caso, yo he aprendido a ver que tengo excelentes lectores y que las críticas que más me han gustado han sido curiosamente de hombres. Vamos, que no me parece que este sea un terreno donde esté el problema de la literatura. Pero sí que cuando se hace el recuento de grandes escritores, se cita poco a mujeres. Alice Munro, por ejemplo, a pesar de que ha ganado el Nobel. Los críticos y los que establecen los cánones en esto se han quedado más fuera de una visión ponderada y ecuánime, y se les olvidan mucho las mujeres.
—Pues hablemos de los hombres de la novela. Hay un retrato a través de la mirada femenina de varios prototipos masculinos de la época. Está Justo, el hombre tranquilo y guapo, que cae bien a todo el mundo. El tío Maximiliano, el facha de provincias…
—Caradura, fanfarrón y cobarde. Este era un prototipo, desde luego. Había que conocerlos, porque luego eran simpatiquísimos. Yo tengo casos de estos en mi familia. Justo no es el prototipo masculino más conocido, pero haberlos haylos: es un vividor a su manera, se lo pasa bien, lo veo muy capaz de tener «amigas»… Está muy separado de su familia, y ¿que sus hijas salen feministas? Pues estupendo. Su mujer es bastante buena persona, también es de las que sabe disfrutar, pero se ha quedado desconcertada porque el marido no le hace caso. Es una mujer con depresión anunciada. Alejo es el típico hombre al que le gusta mandar, que disfruta con la guerra y del gineceo que tiene en el laboratorio, donde todas las mujeres le quieren.
—Algo que desconcierta a su hija, que no reconoce a ese extraño.
—Claro, ese conocer a tu padre fuera de casa, donde te encuentras que es un señor encantador mientras que en casa no. Esto pasaba muchísimo y estaba mucho en el ambiente, era como tener una doble vida. Pero en su caso, con grandes traumas. Tiene un punto «amargao».
—Alba parece encarnar a una generación de mujeres que empezó a romper moldes en la España de los sesenta. ¿La hemos dejado bien encaminada?
—Yo creo que tras mirar hacia el pasado, ha encontrado el punto de partida.
—Para finalizar, quería preguntar por el Real Patronato de la Biblioteca Nacional, que usted preside. ¿Qué le está aportando?
—La Biblioteca Nacional necesita empuje y más presupuesto, porque ahora está languideciente y sin tantos lectores en directo, porque la mayoría de las consultas son digitales. Es un lugar que tiene que encontrar su sitio. La directora, Ana Santos, y yo misma estamos intentando abrirla mucho más, remodelar el jardín, hacer una buena cafetería, replantear los horarios de la sala de lectores… Incorporarla a la vida, como ha pasado con otras bibliotecas en Inglaterra y Francia. Queremos hacer un lugar que sea importante en la vida de Madrid. Es un proyecto que requiere energía. Si no hubiera tanta sintonía entre la directora y yo, no tendría claro cuál es mi papel, pero en este momento creo que podemos hacer algo.
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