Malestar. Vergüenza. Rabia.
Este medio para el que escribo desde hace tiempo y desde el que se ha tratado mi trabajo con tanto respeto (gracias, Leandro Pérez Miguel) ha considerado una buena idea entrevistar al líder de un partido de ultraderecha, para colmo en plena época preelectoral. La mala conciencia se nota en la introducción, donde se resalta que se entrevista a gente de todo pelaje y que Zenda es un medio plural, cuya única ideología es la literatura.
Decirlo así puede hacer pensar que en la literatura no cabe un sesgo ideológico. Pero la ideología está en todas partes, incluso en lo que parece más inocuo. Por ejemplo, hace unas semanas XL Semanal y Zenda organizaron una encuesta sobre qué autor ha reflejado mejor el carácter español. Yo no quise participar por razones ideológicas, esto es, porque hacerlo significaba para mí aceptar la existencia de un carácter español inmutable a través de los siglos, algo que veo muy cercano a un nacionalismo esencialista que muchos consideran delirante en el caso de Cataluña pero algo de lo que enorgullecerse en el caso de España. A mí me parece igualmente delirante en ambos casos.
Yo no creo que literatura y vida puedan separarse de forma tajante; ni literatura y política, ni cultura y realidad social. Por eso tampoco tengo nada en contra de que en un medio cultural como éste se entreviste a un político —política y literatura están más cerca de lo que a veces pensamos— ni tengo objeciones a la pluralidad en los medios. Aunque tiendo a evitar actos institucionales para no verme obligado a estrechar manos de personas que no me apetece tener cerca, respeto a quien sostiene ideas distintas de las mías. Mi antipatía por algunos políticos es visceral, pero defiendo el juego democrático: también deben poder ganar aquellos cuyas ideas o actos aborrezco.
Incluso agradezco que en medios afines a mi ideología aparezcan opiniones y personajes muy lejanos a ella. Más de una vez he pensado que, en realidad, yo querría publicar en prensa de derechas, porque tengo la impresión de que a menudo estamos escribiendo para aquellos que de todas formas piensan de manera similar a la nuestra. Encerrados en nuestra burbuja ideológica, acabamos por creer que la verdad es lo que se repite en nuestro entorno. Nos damos la razón mutuamente, nos indignamos juntos, y dejamos de pensar. Sé que aprendo mucho de amigos que ven el mundo de manera diferente a la mía.
Pero hay límites. Querría publicar en prensa de derechas, pero no en una que defienda opciones de extrema derecha (ojo: no digo que Zenda lo haga), nostálgica de dictaduras y de formas violentas de exclusión. No desearía que mi firma, por poco valor que tenga, contribuyera al atractivo de esa publicación. Y a pesar de valorar la pluralidad en sí misma y la libertad de la prensa, tampoco creo que se deba hacer de altavoz a quienes defienden ideas xenófobas, machistas, dictatoriales. Le Monde decidió no publicar entrevistas a líderes de la extrema derecha precisamente para evitar darles un espacio que ellos utilizarán, en cuanto puedan, para privar a otros del suyo.
¿Es justo por mi parte aplicar ese rasero al líder de Vox? Al fin y al cabo, su partido cumple la constitución, y sí, algunos de sus miembros han tenido problemas con la ley, pero ¿en qué partido no es así?
Y sin embargo me parece diferente. Incluir a ese personaje en una revista cultural, antes de las elecciones, es, aunque no sea buscado, una manera de normalizar algo que para mí nunca debería ser normal. Porque nos encontramos con un político profesional —por mucho que desde sus filas se despotrique de la política tradicional— que sabe qué tono utilizar y dónde, cómo maquillar su verdadera ideología para conseguir mayorías suficientes que normalicen lo inaceptable.
Si lamento que se haya entrevistado a este personaje, no es sólo porque aborrezca la cultura militarista y sectaria que propugna, sino porque se trata del líder de un partido de fondo antidemocrático.
En las filas de Vox descubrimos cada día exnazis y exfascistas violentos (el “ex” se les supone), que han guardado la porra y se han puesto la corbata; antiguos miembros de CEDADE o de Fuerza Nueva; gente que ha agredido por razones políticas a miembros de otros partidos, a estudiantes, a libreros, a manifestantes. Lo que tampoco extraña en un partido que defiende la vuelta de los símbolos franquistas y practica una activa falsificación de la historia. Que también defiende la prohibición de partidos que atenten contra la unidad de España y medidas para reducir los derechos de las mujeres y los inmigrantes. Igual que cualquier partido añorante de una dictadura, fomenta el acoso contra quien no piensa como debe, por ejemplo con esa solicitud de hacer públicos los nombres de los trabajadores de los servicios contra la violencia de género en Andalucía. En sus manifestaciones permiten las banderas franquistas. Defienden el uso de armas porque partidos como éste sólo pueden medrar en una sociedad amenazada y violenta (qué más da que los niveles de delincuencia en España sean bajos, qué más da que la libre posesión de armamento pueda llevar a matanzas en escuelas como sucede en Estados Unidos). Porque, en fin, todos los signos indican que no estamos ante un partido democrático; quizá haya que tolerarlos mientras no incumplan la ley, pero difundir un ideario de aquellos cuyo objetivo último es acabar con la democracia —está probado que muchos de sus miembros la han combatido violentamente—, me parece un error que puede acabar costándonos la libertad y muchos de los derechos adquiridos en las últimas décadas.
Habría preferido cerrar mi sección de Esto no es un blog con una entrada menos amarga, pero a veces no se puede elegir. La decisión de limitarme a escribir crónicas y reseñas para Zenda estaba tomada porque voy a colaborar regularmente con La Marea (ahora, los comentaristas anónimos que no lo hayan hecho ya, pueden llamarme perroflauta o progre o cosas peores que seguro que se les ocurren) y el tipo de artículo que publicaré allí compite de alguna forma con la serie Esto no es un blog. Claro que hubiese deseado un cierre más amable, pero el debate sobre aquello que nos amenaza debe ser público; es demasiado cómodo limitarnos al desahogo privado de nuestro malestar, algo que hacemos —que yo hago— más veces de las que debiera.
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