Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Diálogos con Leucó, de Cesare Pavese

Diálogos con Leucó, de Cesare Pavese

Diálogos con Leucó, de Cesare Pavese

Diálogos con Leucó (Altamarea ediciones), de Cesare Pavese, son veintisiete diálogos breves, seductores y trágicos, en los que los dioses y los héroes de la Grecia clásica son invitados a tratar la relación del hombre con la naturaleza, el destino, el dolor y la muerte.

Carlos García Gual, en el prólogo a esta edición, recuerda que Diálogos con Leucó era para Pavese una «carta de presentación ante la posteridad», una carta que el autor firmó en el ejemplar que dejó abandonado en la mesilla de la habitación del hotel donde se suicidó en 1950: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Vale? No chismorreen demasiado».

Cesare Pavese (1908-1950) fue uno de los escritores más destacados de la literatura italiana. Su carácter introspectivo y solitario marcó toda su obra. A causa de su declarado antifascismo fue confinado durante tres años por el régimen de Mussolini. Se suicidó en Turín con 42 años.

Zenda publica el prólogo escrito por Carlos García Gual.

En 2008 habría cumplido sus cien años. Pero su cuenta se quebró a los cuarenta y dos, en 1950, al suicidarse en aquella habitación de un céntrico hotel en Turín. Ahora se le ha re­cordado —como hacemos en Madrid— en muchos lugares y en variados coloquios y reseñas, a la vez que se reeditan puntualmente muchos de sus libros, en español, francés, ita­liano, y otras lenguas, aprovechando la ocasión de este cente­nario. Las frecuentes conmemoraciones de estos aniversarios suelen siempre acarrear rituales elogiosos y nostalgias acadé­micas impostadas, y despiertan discursos y glosas de retóricas más o menos académicas y oportunistas. No obstante, pue­den servir de pretexto, o de invitación, para volver a leer y comentar desde nuestra circunstancia presente aquellos tex­tos que nos atrajeron y conmovieron por su singular acento hace ya muchos años, y, de paso, meditar y reflexionar so­bre su pervivencia actual, descubriendo matices nuevos en los bien conocidos textos. Algo que sucede habitualmente con los textos clásicos, pero también con otros que, por su propia textura poética, diría uno que conservan sugerencias múltiples. Hay textos que apenas envejecen, o que envejecen bien, como los vinos, y sostienen bien el paso del tiempo, o rejuvenecen a la luz de otra mirada.

En mi caso, y supongo que lo mismo les pasará a otros co­etáneos, las lecturas de algunos libros de Pavese me suscitan la memoria de las de los primeros encuentros con sus textos, unos cuarenta años atrás. Prescindiré ahora, sin embargo, de todo in­tento de evocar con nostalgia aquellos años en que en un Ma­drid tardofranquista y soñoliento comentaba con compañeros de la Facultad lecturas de Pavese, mientras veíamos alguna pe­lícula del cine italiano neorrealista, en la atmósfera brumosa de un existencialismo de provincias. ¡Qué atrás se ha quedado esa época que ahora veo alguna vez retratada con poco color, en sepia o en blanco y negro! Tampoco quisiera insistir en la evocación melancólica de la silueta personal de Pavese ni en su conocido contexto biográfico, sino que solo pretendo, al socai­re de las fechas, comentar la originalidad y el atractivo de una de sus obras: ese extraño libro titulado Diálogos con Leucó, que fue, según él escribió, su preferido, en contra de la opinión de la mayoría de los críticos contemporáneos. Justamente el libro que, de modo muy significativo, quedó en la mesilla de noche del hotel el día de su suicidio junto a la nota final de despedida: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Vale? No hagáis de­masiados chismorreos» [Pavese 1979: 467].

De antemano, debo decir que, de la amplia obra pavesia­na, a mí siempre me atrajeron más sus poemas (e incluso los títulos de sus libros de poesía, como Trabajar cansa y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos) que sus novelas (cuyos títulos son a veces no menos poéticos). Pero, sobre todo, debo alegar que, como a muchos de sus lectores, me impresionaron —por su sinceridad el uno, por su vigor poético el otro—, en la primera y en otras lecturas, sus diarios de los últimos años: El oficio de vivir, y Diálogos con Leucó. (No sé si es necesario advertir que, como es notorio, no soy un crítico de la literatura italia­na reciente, ni siquiera un experto en el conjunto de la obra de Pavese; soy solo un lector fiel y añejo de sus obras. Pero, por otra parte, aprovecharé mi oficio de aficionado a los mitos antiguos y a las recreaciones y reflexiones sobre la mitología, para comentar, desde ese ángulo, sugerencias y rasgos propios de Diálogos con Leucó. De ahí el modesto enfoque y el breve alcance de estas líneas).

El título de Diálogos con Leucó se le ocurrió a Pavese cuando ya había avanzado en la redacción de esos «diálogos breves» (según una carta del 20 de febrero de 1946). De la breve serie de diálogos mitológicos, el más antiguo, titulado «Las magas», lo escribió el 13 de diciembre de 1945, y el más tardío, «Los hom­bres», el 31 de marzo de 1947. El mismo 20 de febrero redactó el prólogo o «Prefación a los dialoguillos», un texto muy bien meditado, presente también en El oficio de vivir y que conviene leer con detenimiento para entender su empeño; en efecto, esas líneas ilustran muy bien la actitud de Pavese al recurrir a esa mitología. Que en el mito se vea un lenguaje sui generis, un instrumento singular para expresar simbólicamente una reali­dad, o una percepción colectiva —y a la vez de uso muy perso­nal— de una realidad que no puede presentarse de otro modo, es decir, que está más allá de los moldes expresivos de la lógica, no es una idea original. Ya los pensadores y poetas alemanes del siglo XVIII habían abundado en esa autonomía expresiva del mito como un código propio con su propia poética y su trascendencia en el ámbito imaginario, y, desde luego, por sus lecturas Pavese conocía muy bien todas esas teorías simbolistas.

Furio Jesi, temprano y perspicaz comentarista de esos textos, ya lo había detectado, notando cómo la visión pa­vesiana enlaza con ese idealismo simbolista, y se aparta tan­to de la interpretación funcionalista de Malinowski como de la anterior teoría ilustrada, evolucionista, de Sir James Frazer:

Es significativo que Pavese, por lo que respecta al valor simbólico del mito, rechace la teoría de un sentido «empírico», como decía Malinowski, para aceptar más bien, —aunque no de un modo or­todoxo— la de Kerényi, es decir, la que parece derivar no de una indagación puramente etnológica, sino de las especulaciones sobre el símbolo con acentos diversos en el ambiente de la poesía germá­nica, pero más en conexión con la teoría de Goethe que con la de los románticos [Jesi 1972: 146].

Con su pregnancia imaginativa, el mito servía para calmar mejor esa inquietud inextinguible a la que hace alusión; el mito tiene una contenida riqueza y alude a realidades que no alcanza la lógica habitual. Como Pavese dice en otro lugar: «Un mito es siempre simbólico, por esto no tiene nunca un significado unívoco, alegórico, sino que vive de una vida en­capsulada que, según el lugar y el humor que lo rodea, puede estallar en las más diversas y múltiples florescencias».

Pavese conocía varias mitologías, no solo antiguas, sino también de tierras lejanas, como lector y editor de libros de antropología en la editorial Einaudi, y por eso resul­ta mucho más interesante su declaración y su reflexión de que solo la de los antiguos griegos, la más conocida por los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus punzantes cuestiones. En principio, porque sus mitos estaban liga­dos a una educación, y también porque la riqueza de esa mitología, transmitida por una larga literatura, recreada poéticamente a lo largo de siglos, resulta incomparable, y revela una curiosa y singular «madurez mítica», ligada a su tradición en un marco histórico y espiritual de extenso ho­rizonte. Insiste en ello:

La fascinación de los mitos griegos nace del hecho de que po­siciones inicialmente mágicas, totémicas, matriarcales, fueron —por la elaboración ágil del pensamiento consciente sobreve­nida en los siglos X-VIII a. C.— objeto de nuevas y profundas interpretaciones, de contaminaciones, de injertos —todo ello presidido por la razón—, y de este modo llegaron a nosotros con la riqueza de toda esa claridad y tensión espiritual, aunque también abigarradas de antiguos sentidos simbólicos ajenos [Pavese 1979: 304].

Los mitos conservan una fuerza poética propia, singular, que puede ser invocada o resucitada por un buen intér­prete. De ahí su potencial literario; y también su alcance especulativo.

Debes guardarte —sigue diciendo— de confundir el mito con las redacciones poéticas que de él se han hecho o se están ha­ciendo; precede a la expresión que se le da; no es esa expresión; en su caso se puede hablar perfectamente de un contenido dis­tinto a la forma (aunque de una forma por sumaria que sea no se puede prescindir jamás); y esto lo prueba el hecho de que el verdadero mito no cambia de valor, ya se exprese en palabras, con signos, o con música. El mito es, en suma, una norma de un hecho ocurrido de una vez por todas, y extrae su valor de esa unicidad absoluta que lo alza por encima del tiempo y lo consagra como revelación. Por eso se produce siempre en los orígenes, como en la infancia. Está fuera del tiempo [Pavese 1979: 305].

No vamos a detenernos ahora en comentar el trasfondo de estas ideas. Sería fácil conectarlas con textos de Karl Kerényi, C. G. Jung, Joseph Campbell o Mircea Eliade, por ejemplo. Más interesante ahora es subrayar esa con­ciencia de que los mitos en toda cultura —y muy clara­mente en nuestra cultura occidental— circulan a lo largo de la tradición como una herencia colectiva, están arrai­gados en un imaginario que, aun desligado de su función religiosa, se trasmite en la literatura y en el arte, desde los griegos. La tradición reelabora esos mitos en variados formatos y los usa para reflexiones y recreaciones varias. Es lo que Hans Blumenberg ha denominado «trabajo so­bre el mito». En su espléndido libro Arbeit am Mythos H. Blumenberg insistió en la «significatividad» que, en un principio, los mitos aportan a la interpretación humana del mundo.

Desde luego, Pavese no pudo conocer ese libro [Blu­menberg 1979], pero habría estado muy de acuerdo con sus tesis sobre la «constancia icónica» de esos relatos que son una y otra vez recontados y reinterpretados. Y que, de modo ingenuo o irónico, vienen a calmar esa inquietud ante la realidad cósmica inventando un trasfondo de figuras fantasmales. Pavese, no solo poeta y novelista, sino ensayista y editor, un intelectual com­prometido, conocía varias mitologías, pero era muy consciente de que solo la de los griegos, al menos para los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus pun­zantes cuestiones.

Como ya se ha dicho, los mitos pueden presentarse en formas literarias diversas, y eso sucede ya en la anti­gua literatura helénica. Tanto la épica como la lírica y la tragedia griegas relatan cada una a su manera los mitos del repertorio tradicional. Y el diálogo puede también servir para ese fin, aunque no sea una de las maneras más usuales y espontáneas para contar ingenuamente los mitos. Elegir ese formato de los diálogos breves —que no apuntan a la mera narración, sino que colorean dra­mática o irónicamente el texto, con un toque de subje­tividad al poner la narración en boca de determinados caracteres—, es seguir un cierto modelo literario. En la tradición griega el de los diálogos de Luciano; en la italiana, los de Leopardi. (En contraste con los opúsculos del satírico de Samósata, en los de Pavese, que no pretende caricaturizar a los dioses y héroes, no hay tono burlón ni ras­gos cómicos, pero sí una inevitable ironía poética, de tintes melancólicos. En esa línea está, desde luego, próximo a Leo­pardi. La elección de ese formato, de forma muy consciente, subraya esa intención irónica).

Como se espera, la forma del diálogo breve tiende a re­memorar los mitos desde miradas subjetivas. No se trata de resumir los relatos míticos, sino de aludir a ellos y ras­trear en ellos sus rasgos inquietantes o notas enigmáticas. Es muy significativo de su idea el hecho de que Pavese an­teponga a cada texto unas líneas que resumen de mane­ra previa la escena y cuentan quiénes son los actores del breve encuentro, para situar al lector, que podría desco­nocer o no recordar ese contexto, por más que los mitos sean conocidos. Digamos que, aunque los personajes sean conocidos, no suelen ser de los más habituales en los tabla­dos de la mitología. Al sesgo de su evocación de los textos clásicos, los encuentros y diálogos abren una perspectiva propia, insinuando aspectos y cuestiones que nos hacen re­flexionar sobre la condición infeliz de hombres y dioses, con un toque existencialista y subversivo, de acentos ácidos e irónicos, ecos de su propia inquietud.

Como señala Lorenzo Mondo, bajo la superficie mito­lógica se desliza una inagotable inquietud:

El sentido último de estos Diálogos parece resolverse en una contras­tada inquietud religiosa, en una anamnesis torturante y recurren­te. Conviene de todos modos subrayar su complejidad, su carácter irreductible a una lectura unívoca. Es un libro de fugas y retornos, de ocultamientos y de emergencias. Presenta una arquitectura am­biciosa que a cada paso se desmonta, se abre a representaciones y argumentaciones divergentes, en un continuum que refleja el fluir de una conciencia indecisa [Mondo 2006: 152].

Los Diálogos son un texto de difícil lectura, de un oscuro simbolismo, que puede desconcertar a más de un lector, como de hecho sucedió en su tiempo; un texto que pareció extravagante e inconfortable a los críticos y a los filólogos, con la honrosa excepción del clasicista Mario Untersteiner, uno de los grandes estudiosos del pensamiento griego y un intelectual de singular sensibilidad e inteligencia, que desde muy pronto comprendió todo el alcance poético y la originalidad de la obra. El desconcierto que produjo el libro en la crítica contemporánea lastimó, sin duda, a Pave­se, que había puesto en esos Diálogos mucho de su sentir y pensar más íntimo. Pero él quiso asumir esa decepción con un cierto orgullo, y con irónica alegría.

¿Por qué el título de Diálogos con Leucó? En principio, podríamos ver en él una alusión al nombre de su amada de esos años: Bianca Garufi. Pero, además, Leucó es diminu­tivo de Leucótea, «la Diosa blanca», una figura mítica de discreto relieve en el repertorio antiguo, divinidad menor, pintoresca y marina, muy al margen de los grandes dioses del Olimpo. Ino Leucótea tiene solo una aparición rele­vante en la literatura griega. Aparece en la Odisea, canto V, versos 333 y siguientes, para auxiliar a Ulises, zarandeado en su balsa por una furiosa tempestad enviada por su enemigo Poseidón. Surge del mar como una gaviota y le habla y le da un velo mágico con el cual el héroe debe arrojarse al borrascoso mar, y sobrevivir hasta llegar náufrago a Feacia. De los veintisiete diálogos del libro de Pavese, solo aparece en dos: el primero, el de «Las magas» (donde charla con Circe y se evoca el episodio del encuentro de Ulises con la maga que transforma a sus huéspedes en cerdos y lobos), y, más adelante, el de «La viña» (donde anuncia a Ariadna, abandonada por Teseo, la pronta llegada de Dioniso). La diosa es una confidente marginal de los amoríos de Circe y Ariadna, amantes de héroes aventureros y seductores. Junto a «Las magas» hay en el libro solo otro encuentro inspirado en la Odisea: «La isla», donde dialogan Calipso y Odiseo. (Nuevo tema del abandono y el amor insatisfecho).

De todos modos, recordemos que, siendo el primero de los diálogos, «Las magas», marcó el camino a seguir; fue algo así como un ejemplo para los demás encuentros. Ya en ese texto está el motivo recurrente en tantos otros: la in­mortalidad divina se enfrenta a la existencia mortal, y una y otra condición se revelan como insatisfactorias. Los héroes siguen su camino, mientras que las bellas inmortales, tanto Circe como Calipso, se quedan en sus islas abandonadas. Dejándolas atrás los astutos héroes se apresuran hacia un destino que acaba en muerte. Pero la inmortalidad no es tampoco garantía de felicidad. Los héroes pasan, sin que el amor los retenga, y las diosas se quedan solas con el recuer­do de una relación fugaz. No sé si Pavese pensaría también en el extraño destino de Leucótea: una mortal que, en su desesperación, se suicida arrojándose al mar, pero a la que los dioses le conceden, raro privilegio, la condición de diosa en las profundidades marinas. De allí emerge para auxiliar a Ulises. Pavese sentía pasión por la Odisea homérica, y tuvo un tenaz interés en buscarle una nueva versión italiana. Me parece evidente que en esas imágenes de la parlera Leucótea late el recuerdo del pasaje homérico, aunque la gaviota y el velo ahí no se mencionen.

Pavese recurre a los mitos griegos —o, mejor dicho, a figuras y coloquios fingidos entre los personajes del ima­ginario mítico— para dar expresión a sus propias inquie­tudes y desasosiegos, como si en esas imágenes y en sus destinos trágicos hallara un medio para expresar de modo enigmático anhelos sin respuesta. Bajo las máscaras de hé­roes y dioses nos invita a asistir, a través de ese intercam­bio de reflexiones y recelos, a unos coloquios en un mun­do de sombras. Como un pasaporte para ese fantástico teatro de sombras, como un velo de Leucótea para sobre­nadar en la tormenta, extrae del viejo repertorio helénico esas figuras míticas, un tanto desconcertantes. No le interesa referir las hazañas prodigiosas de los dioses y los héroes, no evoca con retórica escolar el fulgor de esas fantasías, sino que comenta, a través de esas charlas, despedidas, fracasos, des­ilusiones, amores sin rumbo, quiebras de la felicidad. Ni la condición divina ni la arrogancia heroica son satisfactorias, y se anhelan en vano una a otra. El destino resulta absurdo e inevitable, y las preguntas se estrellan contra un muro. La se­lección de personajes y de episodios con final amargo es muy característica. Podríamos recordar, aplicada al juego con los mitos, la frase de Derek Walcott: «Los clásicos consuelan, pero no bastante». Solo queda un furtivo placer, o un am­biguo consuelo, en las palabras, en los razonamientos sobre el pasado y el destino, en el juego con las imágenes de esas figuras fantasmagóricas, marionetas ilustradas del teatrillo de la memoria, marginales al Olimpo de los Felices.

Leucó —en la Odisea— emerge del fondo marino como parlera y blanca gaviota. (Las diosas antiguas gustan de esas metamorfosis en veloces aves). Le aconseja a Ulises abandonar su almadía, y, tan solo abrigado con su velo, echarse a nadar en el mar embravecido. Ulises, un tanto desconfiado siempre ante las ayudas divinas, obedece al rato, y así llega dos días después a la isla de los feacios. Apenas arriba a la costa, desnudo y náufrago, arroja el hé­roe de nuevo el velo al mar, como le dijera la diosa marina, y prosigue su complicado regreso. Resulta un estupendo símbolo ese misterioso y mágico velo: un salvavidas presta­do por la furtiva diosa metamorfoseada en parlera gaviota, una diosa que antes había sido una mujer de existencia trágica.

Podría decirse que los mitos pueden usarse, como el velo mágico de Leucó, a modo de salvavidas ocasional para náufragos en apuros. En esos breves coloquios puede darse cabida a las emociones y anhelos de nuestra propia condi­ción humana —humanas son las figuras de ese repertorio fabuloso—. Pero solo por un tiempo; es inevitable tener que devolver el velo más o menos pronto al mar, y enfren­tarse de nuevo a la inquietud cotidiana. Para la mayoría de sus lectores de entonces, como ya hemos subrayado, Diálogos con Leucó resultó una obra muy extraña, una ex­travagancia difícil de aceptar en la trayectoria del novelista y poeta comprometido con la ética y estética del realismo contemporáneo. Podemos explicarnos el rechazo general de la crítica, desconcertada y escandalizada, un rechazo casi unánime. Ante ella Pavese, como ya hemos dicho, se sintió dolido, sorprendido hasta cierto punto ante su incompren­sión; aunque luego se jactara, como hemos notado, de cier­ta alegría ante ese rechazo. Para él era la obra que mejor lo definía, en su complejidad, su inquietud poética y existen­cial, y por eso escribió —en carta a una amiga y poco antes de su suicidio— que la consideraba su «carta de presenta­ción ante la posteridad» (biglietto di visita presso i posteri). No fue así para la gran mayoría de su público lector.

Debemos, pues, apreciar ese gesto suyo cuando quiso dejar, no por azar, sino con plena consciencia de su sentido, el libro de los coloquios míticos, como un testimonio de sus inquietudes sin respuesta, como una nostalgia hacia el paisaje antiguo, como un paseo entre sombras y fantasmas de otros tiempos, entremezclados los ecos de la infancia y las siluetas de diosas y héroes, con su extrañeza y su cálida y ambigua familiaridad, voces antiguas resonando para ex­presar angustias y dudas de siempre.

Releer los Diálogos con Leucó, un texto tan ambicioso y mucho menos leído de lo que merece, y a la vez recordar cuánto significaron estos breves dramas para su autor puede ser, aquí y ahora, un buen esfuerzo intelectual a la vez que un cordial y amistoso homenaje al gran escritor. Considero, por otra parte, que es uno de los textos más interesantes de un humanista del siglo XX, uno de los raros «clásicos» europeos del siglo, un magnífico ejemplo de la inagotable capacidad de sugerencias que —más allá de cualquier retórica y de la acartonada erudición clasicista— guardan todavía los anti­guos mitos griegos.

—————————————

Autor: Cesare Pavese. Traductor: Carlos Clavería Laguarda. Título: Diálogos con Leucó. Editorial: Altamarea. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

5/5 (3 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios