En 1986 ocurrió el mayor incendio en un edificio público en Los Ángeles, en el que se quemaron un millón de libros. Susan Orlean (Ohio, 1965), referente del periodismo cultural americano, lo cuenta en La biblioteca en llamas (Temas de Hoy), un bellísimo homenaje a las bibliotecas y un potente alegato en defensa de lo público, además de gran una investigación.
Zenda publica las primeras páginas.
1.
Stories to Begin On (1940)
Bacmeister, Rhoda W.
X808 B127
Begin Now – To Enjoy Tomorrow (1951)
Giles, Ray
362.6 G472
A Good Place to Begin (1987)
Powell, Lawrence Clark
027.47949 P884
To Begin at the Beginning (1994)
Copenhaver, Martin B.
230 C782
Incluso en una ciudad como Los Ángeles, donde no escasean los peinados estrambóticos, Harry Peak llamaba la atención. «Era muy rubio. Muy muy rubio», me dijo su abogada mientras se pasaba la mano por la frente intentando hacer una ridícula imitación del flequillo en forma de cascada de Peak. «Tenía mucho pelo. Y de lo que no cabe duda es de que era muy rubio.» Uno de los investigadores de incendios a quienes entrevisté describió a Peak entrando en la sala del juzgado «con aquella cabellera suya», como si su pelo tuviese vida propia.
Para Harry Peak Jr., que notasen su presencia era un asunto de vital importancia. Nació en 1959 y creció en Santa Fe Springs, un pueblo en la zona más llana del valle, a una hora de distancia de Los Ángeles, hacia el sudeste, incrustado entre los cerros parduzcos de Santa Rosa Hills y envuelto por una amenazante sensación de monotonía. Santa Fe Springs era entonces un lugar asentado en la comodidad y la calma que conlleva la resignación; Harry, sin embargo, anhelaba destacar. Siendo niño había sido un poco gamberro, había cometido delitos menores y llevado a cabo algunas trastadas que, por lo visto, habían hecho las delicias de la gente que lo conocía. Gustaba a las chicas. Era encantador, divertido, temerario y tenía hoyuelos en las mejillas. Podía hablar con cualquier persona de cualquier cosa. Se le daba muy bien inventarse historias. Era un cuentista, sabía mantener la atención de sus oyentes y sus mentiras eran siempre de primera; tenía especial habilidad a la hora de maquillar los acontecimientos para que su vida pareciese menos simple y mezquina. En opinión de su hermana, era el mayor trolero del mundo, tan dado a contar bulos y a inventarse cosas que ni siquiera en su familia le creían.
Si al hecho de vivir cerca de Hollywood y al constante canto de sirenas que ello suponía le sumamos su tendencia a la fabulación, resultaba casi predecible que Harry Peak decidiese ser actor. Tras acabar el bachillerato y cumplir el servicio militar, Harry se trasladó a Los Ángeles y empezó a perseguir sus sueños. En sus conversaciones solía dejar caer la frase: «Cuando sea una estrella de cine». Decía siempre «cuando», no «si llego a ser». Para él se trataba de un hecho consumado más que de una especulación.
Aunque nadie llegó a verlo nunca en ninguna película ni serie de televisión, su familia estaba convencida de que, durante el tiempo que pasó en Hollywood, Harry dio la impresión de tener un futuro prometedor. Su padre me dijo que estaba convencido de que Harry había trabajado en una serie de médicos, tal vez en Hospital General, y que consiguió un papel en la película El juicio de Billy Jack. En IMDb, la mayor base de datos de cine y televisión del mundo, es posible encontrar a un Barry Peak, a un Parry Peak, a un Harry Peacock, a un Barry Pearl, incluso a un Harry Peak de Plymouth, Inglaterra, pero no hay nadie que aparezca como Harry Peak Jr. de Los Ángeles. Por lo que yo he llegado a saber, la única ocasión en la que Harry Peak apareció en la televisión fue en el noticiario de una cadena local en 1987, cuando lo arrestaron acusado de haber provocado el incendio de la Biblioteca Central de Los Ángeles, en la que ardieron casi medio millón de libros y otros setecientos mil resultaron dañados. Fue uno de los mayores incendios en la historia de la ciudad, y sin duda el mayor incendio de una biblioteca en la historia de Estados Unidos.
• • •
La Biblioteca Central, diseñada por el arquitecto Bertram Goodhue e inaugurada en 1926, está situada en el centro de Los Ángeles, en la esquina de la calle Quinta con Flower, aprovechando la pendiente de un cerro conocido antaño como Normal Hill. Dicho cerro era originariamente más alto, pero cuando se decidió que iba a ser allí donde se ubicaría la biblioteca, la cima fue allanada para que resultase más fácil su construcción. En la época en la que se abrió la biblioteca, esa parte del centro de Los Ángeles era un ajetreado vecindario plagado de macizas casas de madera estilo victoriano que pendían de los flancos de Normal Hill. Hoy en día esas casas ya no existen y el vecindario al completo está formado por adustas y oscuras torres de oficinas, pegadas unas a otras, que vierten sus franjas de sombra sobre lo que queda del cerro. La Biblioteca Central ocupa toda una manzana, pero solo tiene ocho plantas de altura, lo cual la hace parecer la suela del zapato de todas esas alargadas torres de oficinas. Aunque la horizontalidad que transmite hoy en día no debía apreciarse en absoluto en 1926, pues en aquel entonces era el punto más alto del barrio, habida cuenta de que en el centro de la ciudad imperaban los edificios de cuatro plantas de altura.
La biblioteca abre a las diez de la mañana, pero en cuanto sale el sol siempre puede encontrarse a gente merodeando por los alrededores. Se apoyan en todos los rincones del edificio, o bien se sientan a horcajadas sobre el murete de piedra que rodea el perímetro, o se preparan para salir corriendo desde el jardín noroeste, junto a la entrada principal, pues desde allí se tiene una perspectiva diáfana de la puerta. Vigilan la entrada aunque saben que no va a servirles de nada hacerlo, pues no hay posibilidad alguna de que la biblioteca abra antes de la hora prevista. Una cálida mañana, no hace mucho tiempo, la gente que estaba en el jardín se había agrupado bajo las copas de los árboles y también junto al canal de agua, que daba la impresión de generar una leve corriente de aire fresco. Había maletas con ruedas y mochilas y bolsas de libros amontonadas aquí y allá. Palomas de color cemento desfilaban al ritmo de un disciplinado staccato alrededor de las maletas. Una mujer joven y delgada, vestida con una blusa blanca manchada con unos pequeños cercos de sudor bajo las axilas, se tambaleó sobre un solo pie, sosteniendo una carpeta bajo el brazo, al tiempo que intentaba sacar el teléfono móvil del bolsillo trasero de su pantalón. A su espalda, una mujer con una bamboleante mochila amarilla se había sentado en el extremo de un banco, inclinada hacia delante, con los ojos cerrados y las manos juntas; me resultó imposible saber si estaba rezando o echando una cabezadita. Cerca de donde se encontraba, había un hombre con un bombín y una camiseta un tanto levantada que dejaba a la vista la medialuna rosada y brillante que formaba su vientre. Dos mujeres con sendos portafolios conducían tras ellas un pequeño y revuelto grupo de niños en dirección a la puerta principal de la biblioteca. Yo deambulaba por una de las esquinas del parque, donde dos hombres sentados junto a una de las Campanas de la Paz de bronce hablaban de una comida a la que, al parecer, habían acudido juntos.
— Tienes que admitir que el aliño de ajo estaba rico — dijo uno de los hombres.
— No como ensalada.
— ¡Anda ya! ¡Todo el mundo come ensalada!
— Yo no. — Pausa —. Me encantan los refrescos Dr. Pepper.
Entre frase y frase, los hombres miraban hacia la entrada principal de la biblioteca, donde el guardia de seguridad ocupaba un taburete. Una de las hojas de la puerta estaba abierta y el guardia estaba sentado dentro, visible para cualquiera que pasase por allí. La hoja abierta de la puerta suponía una irresistible tentación para cualquiera. Una tras otra, diferentes personas se acercaban al guardia y él las detenía sin contemplaciones.
— ¿Ya está abierta la biblioteca?
— No, no está abierta.
Al siguiente:
— A las diez en punto.
Al siguiente:
— Cuando llegue el momento, lo sabrá.
Al siguiente:
— No, todavía no está abierta.
A la siguiente:
— A las diez en punto, señora. — Sacudía la cabeza y ponía los ojos en blanco —. A las diez en punto, como indica el cartel.
Cada tanto, una de las personas que se acercaban hasta el guardia mostraba una tarjeta identificativa y se le permitía la entrada, porque en realidad la biblioteca ya estaba en marcha: en su interior, los miembros del personal se preparaban para la jornada. El Departamento de Envíos llevaba trabajando desde el alba, colocando decenas de miles de libros en contenedores de plástico. Se trataba de los libros que habían pedido en alguna de las setenta y dos sucursales de la Biblioteca Central repartidas por la ciudad, o de libros que no pertenecían a las sucursales en las que se encontraban en ese momento y eran devueltos, o bien de libros nuevos catalogados en la Biblioteca Central y enviados desde allí hasta las sucursales. Los guardias de seguridad vigilan la biblioteca a todas horas; los guardias de servicio han empezado su turno a las seis de la mañana. Matthew Mattson, el encargado de la página web de la biblioteca, llevaba ya una hora sentado tras su escritorio, en el sótano, para comprobar cómo aumentaba el número de visitas a la página web a lo largo de la mañana.
En cada uno de los once departamentos temáticos ubicados a lo largo y ancho del edificio, los bibliotecarios y los empleados estaban ya ordenando estantes, revisando libros nuevos y preparándose para las tareas del día. Tanto las mesas de lectura como los cubículos de estudio estaban vacíos, con las sillas colocadas bajo las mesas, todo ello envuelto en un silencio incluso más profundo que el habitual silencio aterciopelado de las bibliotecas. En el Departamento de Historia, una joven bibliotecaria llamada Llyr Heller clasificaba un carrito lleno de libros, descartando aquellos que estaban maltrechos o los que nadie solicitaba nunca. Cuando acabó, sacó una lista de ejemplares que el departamento deseaba solicitar; tenía que asegurarse de que no los tenían. Si superaba la prueba, le echaría un vistazo a las reseñas y a los comentarios de los bibliotecarios para asegurarse de que la compra tenía sentido.
En el teatrillo de marionetas del Departamento Infantil estaba teniendo lugar la reunión mensual de todos los bibliotecarios infantiles de la ciudad. El tema del encuentro era cómo contar cuentos de manera efectiva. Aquellos treinta adultos, más bien creciditos, estaban sentados en las diminutas sillas del teatro escuchando muy atentos la presentación. «Utilizad un oso de peluche del tamaño adecuado», dijo la bibliotecaria que dirigía la sesión mientras se movía de un lado para otro. «Yo utilizaba uno que creía que tenía el tamaño de un bebé, pero estaba equivocada: era del tamaño de un bebé muy prematuro.» Señaló hacia un tablón cubierto con fieltro. «No lo olvidéis: los paneles de franela son maravillosos — dijo —. Tal vez podáis usarlos, por ejemplo, para enseñar cómo se visten los pingüinos. También podéis esconder cosas en su interior, como conejos o narices.»
En la planta de arriba, Robert Morales, el director de presupuesto de la biblioteca, y Madeleine Rackley, la gerente, estaban sentados con John Szabo, el bibliotecario de la ciudad de Los Ángeles, hablando de cuestiones económicas. Justo debajo de ellos, las agujas del reloj de la sala principal estaban próximas a tocar las diez y Selena Terrazas, una de las tres bibliotecarias principales de la Biblioteca Central, se detuvo justo en el centro del vestíbulo para poder observar la avalancha matinal cuando se abriesen las puertas de manera oficial.
La sensación era que había mucho movimiento entre bambalinas — todo ese ajetreo que no podías ni oír ni ver pero que podías notar, como en un teatro segundos antes de que se alce el telón —, personas buscando su lugar y cosas colocadas de manera precisa antes de que empiece la acción. El reloj había dado la hora y las entradas de la biblioteca se habían abierto miles de veces desde 1859, el año en que se inauguró la primera biblioteca pública en Los Ángeles. Aun así, todos los días, en cuanto los guardias de seguridad anunciaban a voz en grito que la biblioteca estaba abierta, se notaba la expectación en el aire y daba la impresión de que algo significativo estaba a punto de ocurrir; la obra iba a empezar. En esa mañana en particular, Serena Terrazas echó un vistazo a su reloj de muñeca y miró al jefe de seguridad, David Aguirre, que también comprobó la hora. Entonces, Aguirre le dijo por radio al guardia de la entrada que permitiera el acceso a la gente. Después de unos segundos, el guardia se levantó de su taburete y abrió la otra hoja de la puerta, permitiendo que la mantecosa luz matinal de California se colase por la entrada.
Una ráfaga de aire del exterior recorrió de arriba abajo el vestíbulo. Casi al instante, la gente empezó a entrar: los merodeadores, que habían salido corriendo desde sus puestos en el jardín, también los que estaban apoyados en las paredes y los despistados, y los grupos escolares, la gente de negocios y los padres y madres con cochecitos de bebés que se fueron directos hacia los cuentacuentos, y los estudiantes y los indigentes, que corrían hacia los lavabos y después trazaban una línea recta hasta la sala de ordenadores, y los universitarios y los desocupados y los lectores y los curiosos y los aburridos. Todos en busca de The Dictionary of Irish Artists o El héroe de las mil caras o una biografía de Lincoln o la revista Pizza Today o The Complete Book of Progressive Knitting o fotografías de sandías en el valle de San Fernando tomadas en los años sesenta o Harry Potter — siempre Harry Potter— o cualquiera de los millones de libros, panfletos, mapas, bandas sonoras, periódicos e imágenes que la biblioteca atesora. Formaban una corriente de humanidad, un torrente, y andaban a la caza de guías de nombres para bebés y biografías de Charles Parnell y mapas de Indiana y consejos de las bibliotecarias porque lo que quieren es una novela romántica pero que no sea demasiado romántica. Van a la caza de información sobre impuestos y también de ayuda para aprender inglés y buscan películas y desean encontrar la historia de su familia. Se sientan en la biblioteca simplemente porque es un lugar agradable en el que sentarse, y, una vez allí, a veces hacen cosas que no tienen nada que ver con la propia biblioteca. Esa mañana en particular, en la sección de Ciencias Sociales, una mujer sentada a una de las mesas de lectura estaba cosiendo cuentas de colores en la manga de una blusa de algodón. En la sección de Historia, un hombre con traje de raya diplomática que no leía, ni tampoco curioseaba, estaba sentado en uno de los cubículos de estudio y escondía una bolsa de Doritos bajo el borde de la mesa. Fingía toser cada vez que se metía en la boca uno de los nachos.
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Yo crecí en las bibliotecas, o al menos esa es la impresión que tengo. Vivíamos en un suburbio de Cleveland, a pocas travesías de distancia de la biblioteca Bertram Woods Branch, con su fachada de obra vista, una de las sucursales de la red de bibliotecas públicas Shaker Heights. Acudía allí varias veces a la semana con mi madre. Empecé a ir siendo muy pequeña y no dejé de hacerlo a lo largo de toda mi infancia. Cuando íbamos a la biblioteca, mi madre y yo entrábamos juntas pero nos separábamos en cuanto atravesábamos la puerta, y nos dirigíamos cada una a nuestra sección favorita. Al cabo de un rato, volvíamos a juntarnos con nuestros respectivos hallazgos en el mostrador. Esperábamos juntas a que la bibliotecaria, al otro lado de su escritorio, extrajese la tarjeta y estampase la fecha correspondiente en la máquina; aquel sonoro chanc-chanc, como si fuese el puño de un gigante el que golpease la tarjeta, imprimiendo una fecha de vencimiento bajo toda una serie de fechas de vencimiento anteriores relativas a otras personas y a otro tiempo.
Nuestras visitas a la biblioteca nunca duraban todo lo que a mí me habría gustado. ¡Había tal abundancia en aquel lugar! Me encantaba rondar en medio de las estanterías, rebuscar en las columnas de libros hasta que algo atraía mi mirada. Esas visitas eran interludios de ensueño, sin contrapartidas, una promesa de que saldría de allí más rica de lo que había llegado. No era como ir a una tienda con mi madre, donde muy posiblemente nos enzarzaríamos en un tira y afloja entre lo que yo quería y lo que ella estaba dispuesta a comprarme, porque de la biblioteca podía sacar todo lo que quisiese. Después de pasar por el mostrador, me encantaba llegar al coche y apilar sobre mi regazo todos los libros que habíamos sacado, notar su solidez, su cálido peso, con sus forros de plástico transparente enganchándose ligeramente a mis muslos. Era la mar de emocionante irte de allí con un montón de cosas por las que no habías tenido que pagar. ¡Era tan emocionante imaginar cómo sería leer todos esos nuevos libros! De camino a casa, mi madre y yo hablábamos del orden que seguiríamos a la hora de leerlos y calculábamos cuánto tiempo faltaba hasta su devolución. Se trataba de una conversación solemne en la que intentábamos fijar nuestros respectivos ritmos con los que recorrer ese fantástico periodo de gracia, si bien evanescente, que finalizaba el día en que teníamos que devolver los libros. Creíamos que todas las bibliotecarias de la biblioteca Bertram Woods eran guapas. Dedicábamos varios minutos a hablar sobre su belleza. Era en esos momentos cuando mi madre decía que, de haber podido escoger una profesión, cualquier profesión, habría elegido ser bibliotecaria. Nos sumíamos después en un creciente silencio dentro del coche mientras ambas reflexionábamos sobre lo maravilloso que podría haber llegado a ser algo así.
Cuando crecí, empecé a ir sola a la biblioteca, y me llevaba conmigo todos los libros que era capaz de cargar. De vez en cuando iba con mi madre y el viaje tenía el mismo encanto que cuando era pequeña. Incluso durante mi último año de bachillerato, en el que ya podía ir sola en el coche, mi madre y yo seguíamos yendo juntas de vez en cuando. El viaje se desarrollaba según los mismos parámetros que cuando era niña, según el mismo ritmo y con las mismas pausas y los mismos comentarios y ensoñaciones, siguiendo la misma cadencia ensimismada que tantas otras veces habíamos experimentado. Cuando hoy en día echo de menos a mi madre, ahora que ya no está, me gusta recordarla a mi lado, en el coche, en uno de aquellos magníficos viajes a Bertram Woods.
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La biblioteca hizo grande a mi familia. Éramos una familia de lectores, pero del tipo de los que preferían sacar un ejemplar de la biblioteca más que de esas familias con estanterías llenas de libros. Mis padres valoraban los libros, pero habían crecido durante la Gran Depresión. Eran conscientes de la voluble naturaleza del dinero, aprendieron por las malas que no había razón alguna para comprar aquello que podíamos tomar prestado. Debido precisamente a ese sentido de la frugalidad, aunque tal vez no fuese por ese motivo, también creían que los libros se leían para disfrutar de la pura experiencia de leerlos. No tenía sentido leer con el fin de poseer un objeto al que buscarle un hueco y cuidar de él, como una especie de recordatorio del propósito por el cual lo habías obtenido. Leer libros era un viaje. Y no había necesidad alguna de adquirir souvenirs en dichos viajes.
Para cuando yo nací, la economía de mis padres era saneada, así que aprendieron a derrochar moderadamente. Aun así, los efectos de la Gran Depresión se habían grabado a fuego con respecto a ciertas cuestiones relativas al gasto, entre las que se incluían no comprar libros que pudiéramos sacar fácilmente de la biblioteca. Las estanterías de nuestra casa, más bien poco nutridas, mostraban varias enciclopedias — un claro ejemplo de aquello que no podía tomarse prestado fácilmente de la biblioteca, pues se usaba con regularidad y en el momento — y un surtido aleatorio de libros que, por una u otra razón, mis padres habían decidido comprar. Entre ellos, unos cuantos inocentes manuales de los años sesenta sobre sexo (Ideal Marriage: Its Physicology and Techniques es uno de los que mejor recuerdo porque, obviamente, me ponía a leerlo en cuanto mis padres salían de casa). Doy por supuesto que mis padres compraron esos libros sobre sexo porque les habría incomodado mucho colocarlos sobre el mostrador de préstamos de la biblioteca. También había varias guías de viaje, algunos libros ilustrados grandes, unos pocos libros de leyes de mi padre y una docena de novelas que les habían regalado o que, por alguna razón, estaba justificado que poseyésemos.
Cuando me fui a la universidad, una de las muchas cosas que hice para diferenciarme de mis padres fue empezar a comprar libros como una loca. Creo que me empujó a ello el empezar a comprar libros de texto. En cualquier caso, puedo decir que en aquella época dejé de apreciar el lento ritmo que implicaba ir a la biblioteca y tener los libros en préstamo durante un tiempo limitado. Quería tener mis libros conmigo, formar con ellos una especie de tótem. En cuanto tuve mi propio apartamento, lo llené de estanterías y las abarroté de libros de tapa dura. Acudía a la biblioteca de la universidad para trabajar, pero lo cierto es que me convertí en una voraz compradora de libros. No podía entrar en una librería y salir de ella sin llevarme alguna cosa; o, más bien, varias cosas. Adoraba cómo olían esos libros nuevos, impecables: el fuerte aroma alcalino del papel y la tinta recientes, algo que no puede apreciarse nunca en los destartalados ejemplares de una biblioteca. Me encantaba el crujido del lomo sin estrenar, y el modo en que casi podías sentir la humedad de las páginas nuevas, como si fuese la propia creación lo que las humedecía. A veces me preguntaba si el hecho de haber pasado mi infancia entre estanterías me había sumido en una especie de hechizo. Pero la razón realmente no me importaba. La verdad incuestionable era que me había convertido en una proselitista total y absoluta. A veces fantaseaba con la idea de tener una librería. Y cuando mi madre me decía que estaba apuntada en una lista de espera para algún libro de la biblioteca, yo me ponía nerviosa y le preguntaba por qué no se lo compraba.
Cuando acabé la carrera y dejé de investigar para mis artículos académicos entre las pilas de libros de la biblioteca Harold T. y Vivian B. Shapiro, con el recuerdo de aquellos maravillosos viajes a la biblioteca Bertram Woods definitivamente enterrado, empecé, por primera vez en mi vida, a preguntarme para qué servían las bibliotecas.
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Podría haber recordado las bibliotecas de ese modo, supongo, y podría haber pasado el resto de mi vida pensando en ellas con un deje de melancolía, del mismo modo en que pienso melancólicamente en, pongamos, mi parque infantil favorito de cuando era niña. Es posible que las bibliotecas se hayan convertido para mí en un recuerdo destacado más que en un lugar real, en un modo de rescatar la emoción de un momento relacionado con un tiempo remoto, algo que en mi mente tiene la etiqueta «madre» y «pasado». Pero, de repente, las bibliotecas reaparecieron en mi vida de manera inesperada. En 2011, mi marido aceptó un trabajo en Los Ángeles, así que dejamos Nueva York y nos encaminamos al Oeste. No conocía bien la ciudad, a pesar de que había pasado algo de tiempo en ella a lo largo de los años, ya fuese para visitar a mis primos o en la época que viví no muy lejos de allí. Cuando me convertí en escritora, pasé por Los Ángeles muchas veces por cuestiones de trabajo relacionadas con artículos para revistas o con algún libro. En esas visitas, iba y venía de la playa, recorría los cañones, entraba y salía del Valle, subía y bajaba de las montañas, pero nunca me detuve a pensar en lo que era el centro de Los Ángeles; supongo que daba por hecho que se trataba de un paisaje acristalado de edificios de oficinas que quedaba abandonado todas las tardes a partir de las cinco. Pensaba en Los Ángeles como en un brillante donut cuyo contorno quedaba delimitado por el lechoso océano y las montañas dentadas, con un gran agujero en el medio. Nunca había ido a la biblioteca pública, nunca pensé en ninguna biblioteca estando allí, aunque estoy convencida de que daba por hecho que había bibliotecas públicas que probablemente conformaban una red y que probablemente en el centro debía de haber alguna de ellas.
Mi hijo estaba en primero de primaria cuando nos mudamos a California. Uno de sus primeros deberes consistió en entrevistar a alguien que tuviese un trabajo público. Le propuse que hablase con un basurero o con un agente de policía, pero él me dijo que quería entrevistar a una bibliotecaria. Como éramos nuevos en la ciudad, tuvimos que buscar la dirección de la biblioteca más cercana, que resultó ser la Biblioteca Pública Studio City de Los Ángeles. Esta se encontraba a poco más de un kilómetro de nuestra casa, más o menos la misma distancia que separaba la Bertram Woods de la casa de mi infancia.
Cuando mi hijo y yo nos encaminamos hacia la entrevista, me vi asaltada por una sensación de total familiaridad. Mis entrañas reconocieron la esencia de ese viaje: una madre y su hijo de camino a una biblioteca. Había hecho ese trayecto en muchas ocasiones, aunque ahora había variado su sentido, porque yo era la madre que llevaba a su hijo de la mano. Aparcamos el coche y mi hijo y yo caminamos hacia la biblioteca por primera vez. El edificio era blanco y moderno, con el tejado en forma de seta color verde menta. Exteriormente, no se parecía en nada a la fachada de la Bertram Woods, que era de ladrillo visto; pero cuando entramos, un relámpago de reconocimiento me golpeó con tal fuerza que me dejó sin aliento. Habían pasado décadas y yo vivía ahora a cuatro mil kilómetros de allí, pero me sentí como si me hubiesen teletransportado a aquel tiempo y aquel lugar, de vuelta a lo que suponía para mí entrar en la biblioteca junto con mi madre. Nada había cambiado: el mismo suave rumor de los lápices rasgando el papel, el murmullo apenas audible de los lectores en las mesas del centro de la sala, el crujir de las tarjetas de los libros y el esporádico ruido sordo de un libro dejado sobre una mesa. El mostrador de madera lleno de muescas, los escritorios de las bibliotecarias, grandes como barcas, y el tablón de anuncios con sus andrajosas noticias ondulantes. Todo estaba igual. La sensación de que allí se estaba llevando a cabo un trabajo amable, tranquilo, como de agua hirviendo, también era la misma. Los libros en los estantes, junto a los que salían y los que llegaban, obviamente también coincidían.
No era como si el tiempo se hubiese detenido en la biblioteca. Era más bien como si el tiempo hubiese quedado atrapado allí, acumulado de algún modo, en todas las bibliotecas; no solo mi tiempo, mi vida, sino el tiempo humano al completo. En la biblioteca, el tiempo queda contenido por un dique, no para detenerlo, sino para protegerlo. La biblioteca es una reserva de narraciones y también una reserva para toda la gente que viene aquí a buscarlas. Es donde podemos entrever la inmortalidad. En la biblioteca podemos vivir para siempre.
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De ese modo comprobé cómo se renovaba el embrujo con el que las bibliotecas me habían cautivado años atrás. Es posible que, en realidad, dicho embrujo no hubiese llegado a esfumarse nunca del todo, pero me había alejado tanto de él que volver a una biblioteca fue como regresar a un país que amaba pero que había olvidado a medida que mi vida se iba acelerando. Sabía qué entraña desear un libro y comprarlo, pero había olvidado la sensación de rondar sin prisa entre las estanterías de la biblioteca, encontrar el libro que andaba buscando, pero también descubrir a sus vecinos, apreciar su peculiar concordancia y seguir la senda de una idea que parecía vincular unos libros con otros, como sucedía con el juego del teléfono. Podía empezar por el número 301.4129781 del sistema Dewey de clasificación — Pioneer Women, de Joanna L. Stratton — y a pocos centímetros de distancia encontrarme con el 306.7662 — Gaydar, de Donald F. Reuter —, luego pasar al 301.45096 — Los sueños de mi padre, de Barack Obama — y finalmente llegar al 301.55 — Los hombres que miraban fijamente a las cabras, de Jon Ronson —. En los estantes de una biblioteca los pensamientos avanzan de un modo lógico pero también sorprendente, misterioso e irresistible.
Poco después de que mi hijo entrevistase a la bibliotecaria, conocí a un hombre llamado Ken Brecher que dirigía la Fundación para las Bibliotecas de Los Ángeles, una organización sin ánimo de lucro que protegía los derechos de las bibliotecas públicas y recaudaba dinero para nuevos programas y servicios. Brecher se ofreció a enseñarme la Biblioteca Central. De ahí que, días más tarde, condujese hasta el centro de la ciudad para encontrarme con él. Desde la autopista pude ver la conmoción de los oscuros rascacielos que rodeaban la biblioteca en el centro de la ciudad. No había llovido durante el verano ni tampoco en otoño. El territorio que me rodeaba era brillante y descolorido y maldito, con un aire ceniciento. Incluso las palmeras parecían carecer de color y los rojizos tejados estaban blanqueados, como si los hubiesen espolvoreado con azúcar.
Me sentía una recién llegada, la increíble amplitud de Los Ángeles seguía asombrándome. Me daba la impresión de que podría haber conducido sin parar y aun así la ciudad habría seguido desplegándose ante mí, casi como si su mapa se desenrollase a medida que conducía, como si no se tratase de una verdadera ciudad que tenía un principio y un final en algún punto específico. En Los Ángeles, tu mirada busca siempre un límite y jamás lo encuentra, porque no existe. La amplitud y abertura de Los Ángeles es un poco embriagadora, pero también puede resultar inquietante; es un lugar que no genera cercanía, un lugar en el que puedes imaginarte dando volteretas en el vacío, un rincón con gravedad cero. Había pasado los cinco años anteriores viviendo en el valle del Hudson de Nueva York, así que estaba acostumbrada a toparme con un cerro o con un río tras cada curva y a centrar la vista en algún objeto que apareciese en primer plano: un árbol, una casa, una vaca. Y durante los veinte años previos había vivido en Manhattan, donde te queda claro como el agua cuándo estás dentro y cuándo estás fuera de la ciudad.
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Esperaba que la Biblioteca Central se pareciese a las grandes bibliotecas que mejor conocía. La Biblioteca Pública de Nueva York o la Biblioteca Pública de Cleveland son edificios serios, con grandes entradas y marcadas por un aura severa, casi religiosa. La Biblioteca Central de Los Ángeles, por el contrario, parecía un edificio hecho con bloques de un juego de construcción para niños. El edificio — color beis, con ventanas negras incrustadas y toda una serie de pequeñas puertas de entrada — es una fantasía de ángulos rectos y recovecos y planos a diferentes alturas y terrazas y balcones que ascienden hasta culminar en una pirámide central revestida con azulejos de colores coronada por una escultura de bronce de una mano humana sosteniendo una antorcha. Es un edificio que tiene la capacidad de parecer a un tiempo antiguo y moderno. A medida que me aproximaba, la sencilla estructura en forma de bloques del edificio iba convirtiéndose en un catálogo de figuras de piedra en bajorrelieve en cada una de las paredes. Allí estaban Virgilio y Leonardo y Platón. Manadas de bisontes y caballos al galope. Rayos de sol y caracoles marinos. Arqueros y pastores e impresores y eruditos. Pergaminos y coronas de flores y olas. También había sentencias filosóficas en inglés y en latín grabadas en toda la fachada como si fuesen cintas de teletipo. Comparada con las mudas torres que la rodeaban, la biblioteca parecía más una declaración de intenciones que un edificio.
La rodeé, leyendo mientras caminaba. Sócrates, con sus ojos fríos y su rostro pétreo, me miró al pasar. Seguí a un ajetreado grupo de visitantes hasta el centro de la primera planta y después proseguí dejando atrás el trajín y el bullicio del vestíbulo circular y ascendí por una escalinata que me llevó hasta una gran rotonda. No había nadie. Me quedé allí durante un momento, grabándola en mi mente. La rotonda era uno de esos infrecuentes lugares presididos por una suerte de atmósfera sagrada, regido por un silencio tan denso y profundo que te hacía sentir como si estuvieses sumergida bajo el agua. Todo lo que había allí resultaba excesivo, abrumador, portentoso. Las paredes estaban cubiertas con enormes murales que mostraban a nativos americanos y sacerdotes y soldados y colonos, pintados con desgastados tonos malva, azules y dorados. El suelo era de brillante mármol travertino, en forma de cenefa ajedrezada. El techo y las arcadas estaban alicatados en color rojo, azul y ocre. Del centro de la rotonda colgaba un gigantesco candelabro, una pesada cadena sostenía un luminoso globo terráqueo de cristal azul decorado con los doce signos del zodiaco.
Crucé la rotonda y me dirigí hacia la imponente escultura conocida como la Estatua de la Civilización: una mujer de mármol con finos rasgos y una postura perfecta; agarraba un tridente con su mano izquierda. Estaba tan impresionada por la belleza de la biblioteca que cuando llegó Brecher para enseñármela no dejé de parlotear como si se tratase de una primera cita. Brecher es delgado como un lápiz y sus ojos centellean, tiene el pelo absolutamente blanco y una risa abrupta que parece un ladrido. Me empezó a hablar de cada detalle, de cada escultura, de cada una de las inscripciones que había en las paredes. También me contó cómo había llegado a la biblioteca, una biografía que incluía los periodos de tiempo que vivió con una tribu preliteraria de indígenas en la Amazonia Central y también el trabajo que realizó para el Instituto Sundance. Daba la impresión de que todo lo que me contaba sobre la biblioteca le resultaba fascinante. Entre su energía y mi entusiasmo componíamos, sin lugar a dudas, una pareja muy alegre. Nos desplazábamos muy lentamente, deteniéndonos tras unos pocos pasos para examinar alguna de las características del edificio o para echarle un vistazo a otro estante lleno de libros, o para comentarme algo sobre alguna persona importante vinculada a ese lugar. Todo lo relacionado con la biblioteca encerraba una historia: el arquitecto, el muralista, todas las personas que habían trabajado o que habían donado dinero durante décadas, muchos de ellos muertos hacía ya muchos años aunque algunos todavía presentes, reconocidos en las diferentes alas del edificio; una parte perdurable de su historia.
Por último, llegamos al Departamento de Ficción y nos detuvimos cerca de la primera hilera de estanterías. Brecher mantuvo silencio durante unos segundos y se fue en busca de uno de los libros, lo abrió, se lo acercó a la cara e inhaló profundamente. Nunca antes había visto a nadie oler un libro de ese modo. Brecher inhaló varias veces más, después lo cerró de golpe y volvió a colocarlo en su sitio.
— En algunos de estos libros todavía puedes oler el humo — dijo casi para sí mismo.
No estaba muy segura de qué había querido decir, así que le pregunté:
— ¿Huelen a humo porque la biblioteca dejaba que los usuarios fumasen?
— ¡No! — dijo Brecher —. ¡Huelen a humo por el incendio!
— ¿El incendio?
— ¡El incendio!
— ¿El incendio? ¿Qué incendio?
— El incendio — dijo —. El gran incendio. El que obligó a cerrar la biblioteca.
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Cuando ardió la biblioteca, el 29 de abril de 1986, yo vivía en Nueva York. A pesar de que mi historia de amor con las bibliotecas todavía no había recibido ese nuevo influjo, me interesaban mucho los libros, y estoy segura de que me habría enterado de cualquier noticia sobre un gran incendio en una biblioteca, donde quiera que esta hubiese estado. El incendio de la Biblioteca Central no fue un asunto de escasa importancia, no fue como si un cigarrillo hubiese prendido en un contenedor de basura y nadie hubiese dicho nada. Fue un incendio gigantesco y furibundo que ardió durante más de siete horas y que alcanzó temperaturas que rondaron los mil grados centígrados; fue tan brutal que acudieron a sofocarlo prácticamente todos los bomberos de Los Ángeles. Más de un millón de libros ardieron o resultaron dañados. No podía entender cómo era posible que no hubiese tenido noticia de un acontecimiento de semejante magnitud, especialmente de algo relacionado con libros, a pesar de vivir al otro lado del país cuando tuvo lugar.
Al regresar a casa después de la visita a la biblioteca con Brecher, estuve echándole un vistazo a la edición de The New York Times del 29 de abril de 1986. El incendio había comenzado a media mañana, hora del Pacífico, que debía coincidir con las primeras horas de la tarde en Nueva York. A esas alturas, el Times de aquel día ya habría salido a la venta. Las historias de portada trataban los temas habituales, incluían el aplazamiento del juicio al mafioso John Gotti, una advertencia del senador Bob Dole respecto a que el presupuesto federal estaba en peligro y una fotografía del presidente Reagan y su esposa Nancy saludando con la mano antes de embarcarse en un viaje a Indonesia. En la parte derecha de la portada, encima de una columna sencilla, podía leerse el siguiente titular: «Los soviéticos declaran haber sufrido un accidente en una central nuclear / Han reconocido el percance después de que los niveles de radiación se disparen en Escandinavia». Al día siguiente, el titular de dicha historia creció hasta alcanzar niveles de pánico, pues anunciaba: «Los soviéticos, tras informar del “desastre” atómico, buscan ayuda fuera del país para sofocar el fuego en el reactor». Y la noticia ya se daba desde Moscú, URSS. También publicaba un especial de tres páginas que empezaba así: «Desastre nuclear: una nube que crece y una petición de ayuda». Un día después, el terror provocado por el accidente en la central nuclear de Chernóbil desencadenó el que llegó a ser el día de pérdidas más cuantiosas en la historia del mercado de valores de Estados Unidos.
Finalmente, The New York Times habló del suceso de la Biblioteca Central de Los Ángeles el 30 de abril, en un texto que apareció en la página A14. La nota daba cuenta de los detalles básicos: mencionaba que veintidós personas habían resultado heridas por el fuego y que todavía se desconocía la causa del incendio. Otra breve nota aportaba unos pocos detalles más sobre el incendio e incluía entrevistas con algunos residentes de Los Ángeles que especulaban sobre qué supondría que la biblioteca cerrase de manera indefinida. A lo largo de esa semana no hubo más noticias al respecto en The New York Times. El mayor incendio en una biblioteca de Estados Unidos había quedado eclipsado por el accidente nuclear de Chernóbil. Los libros ardieron mientras la mayoría de nosotros nos preguntábamos si estaríamos a punto de ser testigos del fin del mundo.
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Autora: Susan Orlean. Título: La biblioteca en llamas. Editorial: Temas de Hoy. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.
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