Embargados por la misma nostalgia que impregna las páginas de El último barco (Siruela en castellano y Galaxia en gallego) aguardaban desde hace una década los lectores de Domingo Villar. Su paciencia se ha visto recompensada al ver retornar al detective Leo Caldas de mano de su autor, el vigués que cautivase a lectores y crítica con Ojos de agua (2006) y La playa de los ahogados (2009). Sus páginas encierran mucho más que una novela negra. En ellas el escritor vuelve a entretejer con amorosa artesanía la construcción narrativa de una novela policíaca con una oda a su tierra, su paisaje y sus gentes.
Cada línea está impregnada de amor y morriña. Huele a salitre, y a ratos pareciera que al leer un viento húmedo acariciase al lector que, como el autor, se inclina sobre el libro en una ciudad sin mar. Afincado en Madrid, Domingo Villar (Vigo, 1971) conserva la sonrisa dulce, el hablar suave y cierto aire tímido que ya eran su carta de presentación antes de la publicación de Ojos de agua, el tsunami literario que cambió su vida.
Casi quince años después de que nuestros caminos se cruzasen por primera vez, nos reencontramos para hablar sobre personajes que tratan de no perder el último barco y sobre otro que tardó en llegar a puerto. Domingo Villar siempre tuvo vocación de artesano. De ahí que no sorprenda que se haya tomado tiempo, escritura, reescrituras y correcciones —todo ello después de tirar la primera versión de la novela, Cruces de piedra, a la basura— hasta estar seguro de que entregaba el libro adecuado. Tal vez ello explica que pese a su inseguridad y a tener tan sólo tres novelas en el mercado y un relato corto, Las hojas secas, incluido en la recopilación La lista negra (Salto de Página, 2009), su nombre suene desde hace años entre los grandes del género.
Esta historia rinde homenaje a quienes viven y trabajan despacio, a un mundo que parece estar desvaneciéndose. Ceramistas, luthiers, maestros, músicos, dibujantes y mendigos. Seres que optaron por cambiar de rumbo o a quienes la sociedad dio la espalda pueblan una maravillosa galería de personajes en una novela casi coral de trama sosegada y ritmo tan fluido como las olas del mar. Es un estudio sobre paisajes —físicos, humanos y emocionales— y soledades que en ocasiones interseccionan. Rica en esas descripciones y diálogos a la gallega que ya son sello de la casa, El último barco es un juego de claroscuros no exento de humor en el que reencontramos a un Leo Caldas más maduro y reflexivo. Y las relaciones familiares, especialmente la paternidad en todas sus formas, cobran especial protagonismo.
Compuesta por capítulos breves que arrancan con la tradicional entrada de una palabra en el diccionario —no en vano es su herramienta de trabajo, su “paleta de pintor”, además de un juego metaliterario— y de acción contenida, El último barco prosigue la senda marcada por la anterior novela, más humana e intensa, pero también armada con matices más sutiles, más recursos expresivos y una mayor gama cromática y de profundidad en personajes, paisaje y emociones arropando la intriga.
En definitiva, setecientas páginas de un singular ejercicio de solvencia narrativa que en su primer mes colocó en el mercado cinco ediciones en castellano. No se espera mucho menos de la versión gallega, convertida en puerta de entrada hacia la lectura en esa lengua para muchos. Con más de 40.000 ejemplares vendidos de Ollos de auga y una ruta literaria propia, A praia dos afogados, el detective Caldas mueve cifras poco habituales para el mercado gallego. La serie ha sido traducida a quince idiomas y acumula numerosos premios, entre ellos dos Novelpol, el Antón Losada Diéguez, el Premio Sintagma, el Premio Brigada 21, el Feri Martín Sarmiento o el Libro del Año de la Federación de Libreros de Galicia. El director Gerardo Herrero adaptó a la gran pantalla La playa de los ahogados con Carmelo Gómez en la piel del detective Caldas.
Esta vez Leo Caldas busca a Mónica Andrade, la hija desaparecida de un destacado cirujano de Vigo. Ese es el punto de partida que pone en marcha una maquinaria pulida hasta quedar lisa y brillante cual canto rodado en las arenas del litoral gallego. El relato detectivesco canónico se teje con un entramado de historias y relaciones personales y, sobre todo, cobra vida propia con el retrato de un mundo de calma y oficios casi extintos.
—¿Quién es Leo Caldas?
—Leo Caldas es un policía tranquilo, trabajador y en cierta medida compasivo. Vive en Vigo, que es el mismo sitio en el que yo nací y crecí, y es un tipo que se toma las cosas con calma pero sin dejar de avanzar. Es un poli honrado, alguien que yo querría tener de mi lado si quisiera investigar algo que me atañe. Alguien que se apiada de los demás, no es cruel ni busca una violencia gratuita, y siempre trata de buscar los porqués. Al final lo que importa son los porqués.
—¿Podríamos definirlo como el inspector tranquilo?
—En parte sí, es tranquilo, pero es testarudo, es como la gota malaya. Avanza despacio pero no deja de perseguir la presa.
—¿Cuánto hay de Domingo Villar en él?
—El origen y algo más. Tenemos amigos comunes, algunos trazos que nos hermanan. Los dos somos hijos de bodeguero, los dos hemos trabajado en la radio —aunque a él le desagrada la colaboración y yo lo pasaba muy bien—, y los dos tenemos cierta mirada nostálgica. Pero también hay otras muchas cosas, afortunadamente, que nos separan. Yo tengo una vida más feliz, llevo veinticinco años con mi mujer, tengo tres hijos y vivo en calma. Y Caldas está un poquito más desasosegado.
—Después de tres libros aún no sé si estás escribiendo una saga de novela negra o un canto de amor a Galicia.
—Yo creo que es las dos cosas. Son novelas negras por fuera y cuentos de amor a mi tierra por dentro. Hay un autor sevillano, Juan Ramón Biedma, que siempre habla de las tramas como aceleradores de la historia, y es verdad que siguiendo una investigación policiaca puedes llevar al lector sujeto con una cadena, guiarlo por un camino y enseñarle aquello que te interesa o lo que quieres mostrar, de manera que la trama no es que sea una mera excusa pero sí es la espina dorsal del armazón, y tiene que ser fuerte para sujetarlo, pero probablemente no sea lo que más me ocupa ni lo que más me interesa contar. Prefiero esa mirada que permite alrededor y que es muchas veces más interesante que la propia trama. Concretamente El último barco narra una desaparición y una investigación criminal, pero también habla de la paternidad, de la compasión, de los diferentes, de un mundo que parece que se termina, un mundo en el que las cosas se hacen más despacio, un mundo que ha desaparecido o que nos quieren hacer creer que ya no existe…
—Hay un homenaje muy claro a la gente que vive y hace las cosas despacio. Y a quienes se dedican a la enseñanza.
—Sí. Es que estamos en una época en la que parece que todo se mide en caracteres y en la que al mensaje escueto, a los lenguajes escuetos, se les da un valor que en realidad no tienen. Es cierto que la concisión es necesaria en determinadas circunstancias, pero el exigir que toda la comunicación se reduzca a mensajes breves y vídeos acaba siendo algo un poco absurdo. Además, el oficio literario está alejadísimo de esos mensajes rápidos y de esos fogonazos y esos destellos de creatividad. El oficio literario consiste en reflexión, en duda, en meditar, porque es lo que nos permite hacernos preguntas y tratar de contestarlas y de entender la naturaleza humana. Los oficios artesanos y las artes aplicadas parece que están olvidadas, que todo el mundo tuviese que dedicarse a hacer aplicaciones de internet y trabajos expeditivos cuando la mayor parte de las cosas que merecen la pena se hacen despacio.
—La novela está llena de solitarios y observadores.
—Que sean observadores me viene bien, porque es la forma que tengo de contar cómo es mi tierra. Pero sí, es verdad que la soledad hoy en día es devastadora, sobre todo en las ciudades, que es doblemente humillante. El retirarse en soledad lo envidia todo el mundo, pero el encontrarse solo en medio de mucha gente es horrible.
—La investigación siempre pone al descubierto, además, muchas cosas que no sólo atañen al caso investigado. Hay todo un proceso de visibilización de los marginados.
—Sí, eso dice Caldas, que una investigación es como un virus que lo infecta todo. Acaba siendo un reflejo de una sociedad un poco extraña, en la que hay unos mecanismos de comunicación que acaban confinando en una soledad cada vez mayor a los individuos, que crea la fantasía de estar viviendo en comunidad, y es eso, una fantasía.
—Al final lo que define a estos personajes es la compasión, la capacidad de observación, la bondad… Son virtudes que hoy parecen un tanto infravaloradas.
—Sí, es verdad. Mi padre siempre me decía que la más importante de las virtudes, y una de las más infravaloradas hoy en día, es la bondad, y tiene razón. Parece que la bonhomía queda fuera del foco, cuando es lo más importante.
—¿Crees que ha influido mucho el hecho de perder a tu padre mientras estabas escribiendo este libro?
—Me influyó de alguna manera. Tengo la buena o mala costumbre de leer en voz alta, buscando cierta musicalidad en la trama. Recuerdo que cuando Paul Auster recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en el discurso de agradecimiento decía que él sabía cuándo estaba escribiendo bien por razones más musicales que literarias. Creo que ese retrato me abarca a mí también. Y la persona a la que le leía era a mi padre. Me quedé sin padre, sin guía, y me quedé sin oyente. Lo sustituí con mi madre, con mis hermanos, con mis hijos mayores… Pero no era lo mismo.
—¿Afectó a la primera versión de la novela, la que no se publicó? Es evidente que la paternidad, en todas sus formas, tiene un gran peso en la que hemos leído.
—Eso fue en 2013 y yo ese año iba a entregar una novela que ya tenía título y hasta portada, ISBN y de todo.Se iba a llamar Cruces de piedra, y releyéndola me di cuenta de que le faltaba parte de lo esencial. La voz estaba, pero le faltaba la emoción. Y es muy difícil emocionar a un lector si tú no escribes emocionado. Ante la tesitura de entregar una novela que no me satisfacía al cien por cien o deshacerla y aprovechar las piezas y volver a empezar, pues decidí esta segunda opción. Había gente a mi alrededor que se llevó las manos a la cabeza, pero yo no me arrepiento de lo que hice. Es la misma historia pero contada de otra manera, y sobre todo contada desde otro punto de vista emocional. Supongo que la falta de mi padre sí tuvo que ver en eso, pero habría que preguntar a un psicoanalista.
—¿Con las dos novelas anteriores quedaste satisfecho?
—En su momento sí. No las he releído, porque el tiempo hace que la mirada cambie. Pero nunca entregaría un manuscrito con el que no estuviera satisfecho. Ese es un compromiso que adquirí conmigo mismo cuando empecé a escribir.
—¿Sigues escribiendo en gallego y castellano de forma simultánea?
—Voy avanzando más o menos a la vez. Los diálogos crecen más en castellano y las descripciones en gallego. Vivo en Madrid, estoy casado con una aragonesa, mi vida transcurre casi al 99% en castellano, pero el gallego me hace estar más cerca del lugar emocional en el que quiero encontrarme por una parte, y por otra tiene una sonoridad maravillosa. Es una lengua tremendamente eufónica, y probablemente de las lenguas romances sólo el portugués de Brasil y el italiano tengan una cadencia tan bella como el gallego. Para alguien que lee en voz alta, que duda una barbaridad y que es tan inseguro como yo, el leer lo que escribes en una lengua tan bonita ayuda a avanzar, y probablemente crea la falsa ilusión de que el texto está mejor de lo que realmente está.
—¿Todavía piensas que la literatura es oficio sólo para los humildes?
—Desde luego. La literatura te da lecciones de humildad casi diarias. Puede haber algún superdotado que tenga la suerte de que casi todo lo que escriba merezca la pena, pero en mi caso… La escritura no es una actividad pesarosa, porque disfruto de lo que hago y no cambiaría mi oficio por ningún otro, pero es un trabajo que tiene mucho más que ver con el de un artesano. En El último barco se habla de ceramistas y de luthiers que escogen la materia prima —en el caso de un autor literario son los personajes, el paisaje y la historia— y le dedican esfuerzo, tiempo y mimo. El de escritor es un oficio artesano.
—¿Qué papel juega Vigo en la serie? ¿Es el auténtico protagonista?
—No sé si es el auténtico protagonista, pero es un protagonista más. Tanto el Vigo real como el Vigo que se perdió, al que recurro. Es una memoria que yo no tengo. Yo no llegué a ver muchas de esas casas que dejaron de estar en un par de décadas tanto en Vigo como en otras ciudades de España. Es el lugar del que salí, es el lugar al que vuelvo cada vez que me siento a escribir. Parte del mecanismo que mueve mi escritura es la nostalgia, y una buena forma de combatirla es situar la acción en Vigo, porque así la otra vida, la que me sucede por dentro cuanto me siento a escribir, transcurre en el lugar en el que quiero estar.
—¿Por qué Tirán como escenario en esta ocasión?
—Bueno, hay dos escenarios fundamentales. Uno es la Escuela de Artes y Oficios y otro es Tirán. Los dos son islas de paz. La Escuela de Artes y Oficios es un lugar que la gran mayoría de los habitantes de mi ciudad desconocen, o por lo menos no saben realmente lo que se cuece dentro. Es un lugar de paz, donde unos maestros enseñan a trabajar con cariño y con tiempo a gente que quiere dedicarse a un oficio. Tirán es una lengua verde frente a la ciudad de Vigo, con playas de olas mansas, donde se oye trinar a los pájaros, adonde los mamíferos marinos que viven en las rías se acercan a comer… Es un lugar de calma a sólo dos millas de distancia de una ciudad de más de 300.000 habitantes. Allí buscó su refugio Mónica Andrade, la mujer desaparecida cuya búsqueda articula la novela, y allí me escapo yo de vez en cuando cuando quiero tranquilidad.
—Hay una especie de guiño a los diferentes, los locos, los que provocan asco, pena o miedo… Gente que se quedó atrás por la crisis, en muchos casos. A espaldas de la sociedad.
—Sí, hay algunos de estos personajes que me afectan de manera intensa. Las calles están llenas de gente que nunca sospechó que podría terminar en una acera, sentada en una caja de cartón. También gente que decide dar el salto mortal y decide hacer realidad un sueño: unos caen de pie y otros descarrilan. Es una novela de gente que se sale de la vereda, unos voluntariamente y otros son apartados a su pesar. Pero bueno, todas las ciudades están llenas de personas que caminan monte a través.
—Uno de los personajes afirma que “la locura ataca a los insomnes”. No sé si preguntarte si sigues escribiendo de madrugada.
—Sigo escribiendo de madrugada, sí (risas). Eso lo dice el padre de Caldas, preocupado porque no duerme. Es verdad que a veces hace falta dormir. Cuando la realidad nos ahoga hace falta la calma.
—Has metido pinceladas, en todos los libros de la serie, de un humor muy especial, sobre todo en los diálogos.
—Yo creo que en mi tierra nacemos con retranca. Es una forma de comunicarnos que entendemos la mar de bien y que nos va de maravilla, aunque estemos llenos de vaguedades. Estévez es un aragonés que no termina de entender los dobles sentidos y tampoco logra aclimatarse al tiempo atmosférico, que varía con más velocidad de lo que él querría. Un personaje foráneo es un as en la manga para un escritor, porque en lugar de explicar a través de una narración las circunstancias concretas de mi tierra, el tener a un personaje que se asombra y que pregunta por lo que no conoce me permite que mientras los personajes le explican a él las costumbres o la particularidad de lo que desconoce, yo se lo cuente al lector. Eso da momentos de cierta hilaridad. Hay lectores que me dicen que leen el libro con una sonrisa. Lo cierto es que no es algo que busque de manera deliberada, me sale así.
—No sé hasta qué punto tu mujer, aragonesa, ha servido de inspiración para el personaje de Estévez.
—No, bueno… vivió en Galicia y es verdad que ella es más expeditiva que yo, y exige algo más de concreción a las respuestas. Pero es verdad que cuando tienes a alguien al lado que toca la campana cada vez que contestas a la gallega, digamos, te das cuenta de que muchas veces los tópicos corresponden a algo.
—¿Por qué escribir novela negra?
—Porque la investigación policiaca hace más sencillo que el lector quiera saber qué va a suceder en la línea siguiente. Sé que durante mucho tiempo la novela de género ha estado en el inframundo literario y que no ha merecido consideración, pero creo que afortunadamente ese tiempo ha pasado. Ya nadie piensa primero en el género o el tema de una novela y después en su calidad. El último Premio Princesa de Asturias de las Letras es Fred Vargas, que es una escritora de novela negra. John Banville está escribiendo novela negra, la última novela de Antonio Muñoz Molina es una novela negra… Como decía Ramiro Pinilla, la diferencia entre una novela policiaca y el resto es que en la policiaca el muerto aparece al principio. Si lo piensas, Hamlet es una novela negra, Macbeth es una novela negra. En la novela negra cabe todo. Yo he disfrutado muchísimo como lector de la novela negra y no renuncio al juego intelectual que una novela policial brinda al lector.
—Hace años tu sueño era escribir, poder dedicarte a la literatura.
—Bueno, mi sueño era escribir y que alguien me leyese, primero. Luego publicar. Fantaseaba con que alguien me leyera, claro, y luego la fantasía mayor era poder dedicarme a ello. Nunca soñé con que los libros fuesen tan bien, la verdad, con que me permitiesen lugares soñados y gente enormemente interesante. Todo ha sido una locura, pero una locura enormemente maravillosa.
—¿Se puede vivir de la literatura en España?
—Como dice mi agente literario, todo depende de cuánto quieras ganar. Si quieres vivir como Florentino Pérez, la literatura no es el lugar adecuado. Pero sí se puede vivir de un oficio maravilloso y apasionante y dedicándole compromiso, esfuerzo y teniendo bastante suerte. Soy consciente de que soy un afortunado. Hay gente con mucho más talento que yo que no puede vivir de los libros.
—¿Volveremos a ver Leo Caldas?
—Yo volveré a escribir sobre Leo Caldas, pero volveremos a verlo si el libro me gusta. Si no, no. Uno sabe cuándo empieza los libros pero no…
—…¿cuándo los va a terminar?
—Ni siquiera sabe si los va a terminar. Algunos se quedan en intenciones, otros abortan, otros son feos… Tengo unos editores maravillosos, la verdad, tanto en Galaxia, que es mi editorial gallega, como en Siruela.
—¿Cómo ha sido la acogida en Galicia?
—Por ahora muy buena. He ido a presentar la novela a Santiago, Ferrol, Vigo, A Coruña.. y la acogida fue maravillosa. Estoy abrumado con el cariño de tanta gente. Ha pasado mucho tiempo, y sabía que había lectores que seguían preguntando, pero pensaba que muchos otros se habrían olvidado de mí. Y lejos de eso, la recepción, no sólo hacía el libro sino hacia mí, no ha podido ser más generosa. Estoy enormemente agradecido.
—Entre la maravillosa galería de personajes de esta novela encontramos algunos que podrían haberse fugado de un libro de Rivas o Cunqueiro: Andrés el Vaporoso, Napoleón, Camilo Cruz…
—Sí, bueno, supongo que aprendo de mis mayores. Como los niños quieren ser futbolistas emulando a Messi, yo quería ser escritor y entre mis lecturas… Todos los niños gallegos hemos leído a Álvaro Cunqueiro o a Manuel Rivas. Pero también a Camilleri, y a Vázquez Montalbán, a Joseph Conrad, a Robert Louis Stevenson. Empecé a jugar, a escribir, para emularlos a todos ellos.
—Más allá de los cánones del género, destacan la galería de personajes (incluido el paisaje gallego) y ese estilo de narrar tan fluido como sosegado como grandes atractivos de la novela.
—Lo que trato es de no prejuzgar a los personajes, de tratarlos a todos con la misma estima desde el punto de vista del narrador. Y después dedico un esfuerzo enorme a que mientras el lector se desliza por el tobogán no se le enganche la chaqueta en ningún momento. A que el libro se lea con facilidad. Eso es algo que exige muchísimo trabajo. Una novela negra además exige un lenguaje preciso y exige concreción. Muchas veces hay una guerra entre el autor, que quiere ser más literario, y una vocecilla interna que te avisa de que estás poniendo palos en las ruedas. Intento mantener ese equilibrio. Tampoco soy tan ingenuo ni tan arrogante como para pensar que mis libros van a gustar a todo el mundo.
—No sé si aún te encuentras con lectores por la ruta de La playa de los ahogados o siguiendo los pasos de Caldas cuando deciden ir a tomar unos vinos por Vigo o la zona de Nigrán.
—Ruta hubo, no sé si continúa. Pero a los bares sí, sí que van. Al Eligio, que lo regentaba Carlos, que era un amigo común que teníamos Caldas y yo, llegaba gente de sitios distintos y a mí más que las críticas lo que más me gustaba era entrar a tomar un vino y que Carlos se acercaba y me decía: han venido de Holanda, de Francia, de Sevilla, de Manresa y de Madrid. Y me contaba sobre ellos. Ya sabes que Vigo está en la ruta de los transatlánticos y no era infrecuente que bajaran turistas a tomar los vinos en los mismos bares a los que acude Caldas. No hay mejor piropo para un autor que el que alguien quiera pisar esas huellas que ha dejado tu novela.
—¿Cómo fue la experiencia de adaptar a la gran pantalla La playa de los ahogados?
—Complicada, porque una novela de 450 páginas no cabe en una película de hora y media. Hablábamos de que la trama es la espina dorsal del pescado y la película es una fotografía de la espina dorsal. Apenas cabe nada de lo demás. Luego hay una dificultad añadida: yo puedo corregir las veces que sean necesarias un pasaje o un diálogo, pero un director de cine no. Un director de cine tiene una localización de cine en un día determinado, un contrato con unos actores en unas fechas, y cuenta con las tomas que haga ese día con esos actores, y de esas tomas tiene que escoger la que más le guste, que no significa que estén bien. El autor, si no está bien lo de hoy, lo intenta mañana y si no, otro día. El director tiene que armar el puzle con las tomas menos malas de cada día, y eso añade una gran dificultad.
—También es un choque brutal frente a tu rutina habitual de trabajo. La de la mayoría de escritores, en definitiva.
—El oficio de escritor es un oficio solitario en el que tú decides absolutamente todo, y la adaptación cinematográfica para alguien acostumbrado a decidir es compleja, porque pasa a ser un trabajo común en el que la última palabra palabra nunca la tienes tú. De hecho, si el guion de La playa de los ahogados falla en algunos casos es culpa de mi inexperiencia como coguionista. A veces es complicado entender el paso de un lenguaje al otro. Y es verdad que una novela que siga los pasos de un protagonista, cual foco de un minero, es una buena guía, pero las películas quizá necesitan miradas desde puntos desde distintos.
—Entonces, ¿adaptar El último barco…?
—Bueno, si 450 páginas eran demasiadas para una película de metraje convencional, adaptar 712 me parece imposible.
—Aquellos cuentos que solías escribir y guardabas en un cajón…
—Tengo bastantes cuentos que voy escribiendo para desengrasar, tengo cuentos que escribía a mis hijos, y escribo historias de gallegos, de gente que apareció en Galicia por alguna circunstancia o de gallegos de la diáspora. Ya sabes que en mi tierra hay dos mundos íntimamente ligados a sus habitantes. Yo no tenía a ningún compañero de clase que no tuviese algún familiar en la emigración o algún familiar en la mar. En todas las familias alguien emigró y en todas las familias alguien se dedica a la mar.
—¿Te planteas publicarlos?
—Mmm… He publicado alguno de manera promocional, pero los cuentos para mí tienen un fin, que es el ser contados, el ser leídos en voz alta, y eso sí lo que hago de vez en cuando. Me acompaña un pintor amigo que es un genio, se llama Carlos Baonza. Quedamos con amigos, yo leo y él va haciendo litograbados o pintando en directo… Yo creo que los cuentos son para eso, para ser contados.
—¿Sigues coleccionando Halcones Malteses?
—Colecciono Halcones Malteses e Islas del Tesoro. Y hace unas semanas me regalaron un cuadro de Cunqueiro que me acompaña, a ver si se me pega algo.
—¿Qué es lo último que has leído que recomendarías a los lectores de Zenda?
—Una lección olvidada, de Guillermo Altares, que me ha parecido deslumbrante. Es un libro de un erudito que no quiere dar lecciones de erudición. Que no apabulla, pero que enseña. Y acabo de leer el Teatro reunido de Eduardo Mendoza.
—Y para cerrar, ¿qué autores te han marcado más?
—Mis referentes literarios, al menos con los que yo más he disfrutado como lector, uno es Joseph Conrad, otro es Robert Louis Stevenson, Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina, Álvaro Cunqueiro, Dashiell Hammett, y Manuel Vázquez Montalbán. Soy más de releer que de descubrir cosas nuevas. Y hay un autor, que es Andrea Camilleri, que me parece un ejemplo de vida. A una edad a la que condenamos a la gente al silencio, entre los setenta y los ochenta años, a Camilleri se le ocurre crear a Salvo Montalbano y enseñarnos a todos los entresijos del oficio de escritor. Creo que es de las mejores cosas que le ha pasado a la literatura en los últimos años.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: