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Xavier Aldekoa: «Condenar a todo un continente a ser víctima indica un problema nuestro, no suyo»

Xavier Aldekoa: «Condenar a todo un continente a ser víctima indica un problema nuestro, no suyo»

Indestructibles es un libro sobre seres humanos que lo intentan. Luchadores que habitan en la piel de niños, hombres y mujeres que ríen, sufren, cambian y se rebelan ante un destino que los quiere convertir en meras víctimas encadenadas. Son gente que nos muestra, a través de historias pequeñas, una África compleja que muta la piel. Indestructibles (Península) es el cuarto libro de Xavier Aldekoa (Barcelona, 1981), un periodista enamorado de la África que no vemos y de las preguntas sencillas, decidido a tender puentes y a invitarnos a que los crucemos.

Siguiendo la senda de Océano África (Península, 2014) e Hijos del Nilo (Península, 2017), aunque con un estilo más depurado y pulido, el corresponsal de La Vanguardia y cofundador de la revista 5w —con la que publicó África Adentro (2018) junto con Alfonso Armada— nos presenta un retazo de esas Áfricas que se esconden más allá de la herida. Unas doscientas páginas que presumen de textura, sabor, ritmo y una singular belleza en forma y contenido, se narren luces o sombras.

En ellas conviven niñas que bailan descalzas y masacres. La poesía se da la mano con la denuncia. En ellas la África que sólo es noticia como tragedia baila, canta, sueña, ríe, llora y lucha. Sobre todo, vive. Xavier Aldekoa —respuestas fluidas, mirada directa y mucha pasión por “este puto oficio”— nos habla de esas Áfricas que hay bajo las cifras. De la necesidad de llenarse las botas de polvo al hacer periodismo. De la importancia de la pausa y de volver a los sitios. Del valor de equivocarse y de alzar la voz en ciertas ocasiones. De la importancia de cambiar la mirada que dedicamos a un «otro» que es muy parecido a nosotros. Y de cómo es necesario que muchos luchen y pierdan para que al final las batallas que de verdad importan, se ganen.

¿Cómo y cuándo comienza este idilio con África?

—Yo he soñado con África mucho antes de ir al continente, desde que era pequeño. Es algo que nace de una manera muy literaria. Mi padre en lugar de contarnos cuentos tradicionales antes de dormir, nos contaba trozos de libros: el Lazarillo de Tormes, El viejo y el mar, Veinte mil leguas de viaje submarino, Viaje al centro de la tierra, Un capitán de quince años… Julio Verne siempre estaba. Y nos metía en las historias de esos libros.  A mí me encantaba Un capitán de quince años. Hay un momento en que le estropean las brújulas y cree que está en América, pero descubre que está en África por los animales que ve. Me fascinaba. Recuerdo también ir a casa de mi abuela paterna Alicia en Navidades y que hubiese un libro de animales africanos. Poco a poco aquella ensoñación exótica fue derivando en interés por lo social, lo económico, lo político… Hasta que a los veinte años decidí irme para Mali.

¿El interés por el periodismo también surge entonces?

—Sí, el estar informado era muy habitual en mi casa, la SER estaba siempre encendida, recuerdo los periódicos, mis padres leían mucho, a mí me gustó siempre mucho escribir… La sensación de que estar interesado por el mundo era algo que tenía un valor es algo que siempre tuve en casa. Recuerdo aprender a leer muy rápido, a mis padres debatiendo sobre política… Eso me llevó a pensar que el periodismo era un oficio necesario.

"Ser corresponsal en África es una mentira, es imposible cubrir un continente tan enorme"

¿Cómo contar todas esas Áfricas con el poco espacio que dedican la mayoría de los medios a ese continente?

—Manchándose las botas, no hay otra manera. Ser corresponsal en África es una mentira, es imposible cubrir un continente tan enorme, con tantos países, con tanta diversidad y con unos medios limitados. La manera más honesta que yo conozco es contar lo que ves, moverse mucho por el continente e intentar explicar las cosas que has vivido o has escuchado. Evitar el ubicarse en un solo sitio y convertir la cobertura en algo más itinerante, siendo consciente de las limitaciones de un territorio tan vasto. Intentar recorrer todo lo posible para contarlo y que eso te permita hacer crecer una visión más global del continente. Creo que es necesario aburrirse cuando estás en una cobertura tan grande. Hay que regresar a los sitios, no sólo cuando hay algo de actualidad —que es algo que para da para debatir mucho, ese cuándo se considera que hay algo de actualidad en África—. Hay que ir a hacer coberturas que no tengan la premura del tiempo.

—Tendemos a la homogeneización de lo que en realidad es un continente con una diversidad brutal. ¿Nos pierden los estereotipos?

—Sin duda. Con África parece que estamos en una caverna de Platón, mirando a las sombras, y esa es la realidad que creemos que hay. Si nos girásemos hacia el otro lado veríamos que hay más. En África nos fijamos sólo en la herida, condenamos a un continente a ser víctima. Y hay mucha más África. Esa existe. Igual que en la caverna de Platón las sombras eran reales, esa África está ahí y hay que contarla, porque hay unas situaciones terribles y unos abusos en los que hay que poner el acento. Pero si sólo miramos hacia allí, nos perdemos todo lo que hay más allá de esas sombras. El condenar a todo un continente a ser víctima indica un problema nuestro, no suyo. El problema es nuestra mirada hacia allí. Cuando hablo con la gente quiero saber el pasado que ha producido el presente de hoy. Por eso cuando pregunto no lo hago sobre la herida, sino sobre el ser humano. Las preguntas tienen que ser sobre la vida también. Esa persona fue, le ocurrió algo que cambió su vida, pero también se define por lo que hizo después. Si sólo le pregunto sobre la muerte, sobre la herida, le reduzco a ser el trauma que sufrió. Eso ocurre con lo concreto y lo general con África. La reducimos a ser la cicatriz, y no algo que va más allá y que acentúa la dignidad de los africanos, que va mucho más allá de lo que les pasa en negativo.

"El problema es nuestra mirada hacia allí. Reducimos África a ser la cicatriz"

—Normalmente África es noticia cuando las cifras de muertos y de la tragedia se desbordan. ¿Nos hemos vuelto incapaces de ver a los seres humanos bajo la cicatriz?

—Tengo la sensación de que las cosas más importantes de la vida tienen que ver con lo que no contamos. Cuando a cualquiera de nosotros nos preguntan cuáles son los pilares de nuestra vida, tienen mucho más que ver con la felicidad, con la alegría, con el amor… con conceptos que normalmente condenamos a que no se conozcan en este continente, porque normalmente sólo hablamos de él cuando hay un componente de muerte o de dolor. Y esa muerte, esa guerra, ese abuso, hay que denunciarlo, pero las cosas más importantes de la vida en nuestro mundo las condenamos al silencio desde el otro lado. Eso hay que cambiarlo, porque nos aportaría mucho. Conocer la cultura, la cotidianeidad, la música, las relaciones humanas… para conocerlos a ellos, pero también para conocernos a nosotros. Yo le digo a mi abuela que he estado en un tren en Uganda y he conocido a un montón de gente, y ella me responde que cuando iban de Euskadi a Barcelona era lo que hacían, ponerse todos a hablar en el vagón, compartir la comida. Te permite saber quién eres, de dónde venimos y lo que hemos perdido en algunas ocasiones. No es sólo una cuestión de justicia hacia el otro lado. Es una oportunidad para saber qué somos.

¿Pecamos de exceso de paternalismo al mirar a este continente?

—Tiene parte de eso. También hay indiferencia y culpabilidad. Pero paternalismo también, sí, esa visión de África como un lugar al que debemos que salvar cuando lo que teníamos que haber hecho era salvarlo de nosotros mismos es una constante. Una visión desde la superioridad moral, muchas veces. Incluso con buenas intenciones, no siempre viene todo del miedo.

¿Hemos olvidado el valor de las preguntas sencillas?

—Me da la sensación de que hemos olvidado el valor de la pausa. De que todo corre rápido, los periodistas los primeros, pero no sólo nosotros. Lo fascinante que es el error, que las cosas no salgan como tú querías, porque eso te abre otras oportunidades. Todo lo que encierra la improvisación en la vida. Por mi carácter yo siempre he improvisado muchísimo. En Sudáfrica cogía el coche y decidía dónde iba en el siguiente cruce. Llegar a un sitio y que el reportaje que ibas a buscar se derrumbe a mí me despierta un vértigo que me da vida. Preguntarte qué historia hay allí en lugar de aquella que ibas a buscar. No te queda otra que abrir los ojos, escuchar, y ceñirte a la historia que hay, en lugar de empujar hacia la historia que quieres. Esa improvisación me parece que es maravillosa y que tiene que ver con las cosas sencillas. Muchas veces, casi siempre, lo extraordinario sale de lo ordinario…

Hay mucho de eso en este libro.

—La historia de Giovanna, por ejemplo, una niña que cambia sus sueños porque un día llegan placas solares a su pueblo y su tío enchufa la radio porque ahora hay electricidad. Una niña condenada a ser ama de casa o a emigrar, como muchos caboverdianos, decide que quiere ser cantante. Esas pequeñas historias te explican un continente. Un continente en el que los cambios tienen un impacto muy grande, en el que las niñas empiezan cada vez más a querer coger las riendas de sus vidas —y pueden hacerlo—. Es una historia muy pequeña, no habla de grandes batallas, pero explica muy bien lo que está pasando allí abajo.

Dejas claro que es un libro de supervivientes, no de víctimas. No es de ganadores, ni de perdedores, sino de gente que lo intenta. Un libro sobre un continente muy joven y con mucho futuro.

—La media de edad ahora mismo son unos quince años. No sólo es un continente muy joven, sino cada vez más educado. El título y la idea de Indestructibles me surge después de hablar con Denis Mukwege (Premio Nobel de la Paz 2018), el médico congoleño que cura a mujeres que han sido violadas. Era la tercera vez que hablaba con él y había una fila de mujeres tremenda, de todas las edades, en el hospital de Bukavu. Cuando entraban en la consulta las preguntaba muchísimas cosas que no tenían que ver sólo con el aspecto médico. De dónde venían, cómo era el paisaje, con quién habían venido a la consulta, buscaba conocidos… Cuando le pregunté el porqué de todo aquello, con tanta gente a la que tratar, me dijo que la primera intención es recuperar la dignidad de la persona. Si esa persona, que está ligada a un hecho traumático que le acaba de pasar, sólo está esclavizada por el pasado, no va a dejar de ser víctima. Puedo curarla físicamente, pero para curarla de verdad necesito hacerlo también espiritualmente, necesito que empiece a mirar al futuro. Así pasa de ser víctima a ser superviviente. Y eso, de nuevo, es un concepto de mirada. Es un “yo no te voy a tratar como a una víctima, sino como a un ser humano. Lo que te ha pasado es tremendo, pero mi mirada se va a dirigir a lo que eres capaz de hacer”. No me digas que no sería obsceno hablar de Stephen Hawking como “el tipo ese en silla de ruedas”. ¿Cómo? ¿Reducir esa mente brillante? Todo lo que el ser humano es capaz de hacer de hacer le define mejor que una silla de ruedas. O una herida. Y eso que aquí parece muy evidente, a menudo lo hacemos con África.

Hay pocas cosas que parezcan más atrayentes que ese dar valor a la pausa, ese “primero tú, luego la prisa”.

—Sí, eso es algo que he aprendido allí. Es muy satisfactorio ver que incluso alguien que acabas de conocer te dedica tiempo. La charla dura más que las prisas, lo demás es secundario. En mi trabajo lo intento aplicar porque la empatía no cae del cielo, requiere un esfuerzo o algo que sólo se da con el tiempo y el interés. Esa frase de Kapuściński de que los cínicos no sirven para este oficio… Los cínicos sirven para ganar mucha pasta en este oficio. Pero para hacer bien este trabajo tienes que tener un interés genuino en la otra persona, que a veces te cuenta cosas que son muy personales, muy duras, o te dejan compartir su vida diaria. Y si no notan que no tienes prisa y que de verdad te interesa, no llegas.

Los africanos ya tienen voz. ¿Por qué no escuchamos?

—Estamos en una época de miedo. Estamos cada vez más encerrados en nuestro mundo. Intentamos poner muros y defender nuestros privilegios. Hay un aspecto curiosamente obsceno que está ocurriendo, que es el colocar en un punto estratégico el concepto de víctima. Queremos definirnos como víctimas en la situación actual. Por eso los que se ahogan en el mar, los que mueren en el desierto, estas familias que vienen con niños pequeños empapadas, son los agresores. Los que nos quieren quitar el trabajo, nos quieren quitar la cultura… y nosotros somos víctimas. Intentamos o nos intentan hacer ver —sobre todo desde los poderes de extrema derecha— que el papel de víctima además nos da identidad, porque la víctima se merece un respeto, merece que la escuchen. Además garantiza inocencia: la víctima no ha hecho nada, se lo han hecho. Y el no tener que justificarse, que es el sueño del poder. Con lo cual todo ese no escuchar al otro mundo no me parece inocente. Los poderes o los partidos nos quieren encerrados porque así es mucho más fácil que ese miedo se convierta rápidamente en odio.

"Ese no escuchar al otro mundo no me parece inocente. Los poderes nos quieren encerrados porque así es mucho más fácil que ese miedo se convierta rápidamente en odio"

¿La falta de empatía iría asociada a eso?

—Es una consecuencia. Sólo puedes ser empático con alguien a quien conoces o con quien compartes algo. Lo hemos visto ahora con el tifón de Mozambique, que han sido cifras y unas imágenes aéreas terribles. Más de 500 muertos y más de dos millones de afectados. No ha habido piel, que es lo que puede generar empatía. La primera ciudad arrasada por el cambio climático, sí, y ya. Ahí acaba todo si sólo son cifras. Si le pones piel a lo global, a los muertos, a esos que han perdido sus casas y que a lo mejor son muy parecidos a nosotros, ahí sí nace la empatía, que requiere un esfuerzo del periodista, pero sobre todo del lector.

Es un libro habitado por niños, mujeres y migrantes. Muestras la otra cara del fenómeno, una emigración africana que es una cuestión de amor, una cuestión familiar.

—Hemos tratado el fenómeno de la emigración, que es indiscutiblemente uno de los grandes fenómenos del siglo XXI, desde las cifras, desde el miedo y desde las preguntas sobre la muerte. Por eso tratando la tortura, la esclavitud, los guetos, los chicos no querían hablar sobre eso. Y si les preguntabas por la vida, por qué lo hacían, te respondían con un alegato tremendamente emocionante sobre el amor. Ellos arriesgaban la vida por los suyos: para su familia, para su aldea, para sus hijos, para su madre…Para brindarles un futuro. Muchos decían que querían llegar a Europa, trabajar un tiempo y volver. Son sociedades que viven mucho en comunidad, donde la familia es algo pivotal en sus vidas. Nadie quiere irse de su casa. El componente humano, la incertidumbre de esa abuela que da por seguro que nunca más va a ver a su nieto son también la emigración. La emigración son también los que se quedan atrás.

No se está contando ese otro lado, el de un continente que está viviendo una diáspora brutal. No ya hacia Europa, sino mayormente hacia otros países africanos.

—Sí, o de la mayoría que se queda. Muchos optan por no coger nunca un kalashnikov o por no emigrar, incluso en plena epidemia de ébola, y se quedan para ayudar a los suyos, dando una lección tremenda.

Con respecto al ébola, poco se ha hablado de la parálisis internacional que permitió alcanzar esos niveles de desastre.

—Fue de los momentos más obscenos de la historia reciente de Europa. Europa lo que no puede hacer es, cuando están saltando todas las alarmas de que la epidemia de ébola no tiene precedentes, de que los sistemas sanitarios se están hundiendo, de que los países están a la deriva, movilizarse sólo porque nos roza. Porque no nos llegó a tocar siquiera, nos rozó. Ahí se decide actuar, pero no sólo habían muerto ya cientos y miles de africanos, es que la inacción inicial provocó que las consecuencias fueran muchísimo mayores. Sólo espero que hayamos aprendido la lección. Ahora en Congo la comunidad internacional ha actuado mucho más rápido, incluso siendo una zona de conflicto. No puede volver a pasar, pero no sólo por ellos, sino por nosotros. Si la Unión Europea, que es un proyecto que nace en teoría sobre valores, no actúa sobre esos valores, ni en este caso ni en el tema migratorio, ¿qué nos queda?

¿Se ha cerrado la herida que abrió la epidemia?

—Sierra Leona y Liberia son sociedades acostumbradas al golpe. Costará, porque se ha llevado a muchos médicos y hay que borrar el estigma, pero han aprendido a fuerza a curarse las heridas.

El libro nos muestra los avances de Ruanda, se habla de países en los que la brecha de género es menor que en España, una niña-esposa que en una zona rural y con trece años afirma que quiere que sus hijas puedan estudiar y no tengan que renunciar a su infancia…

—El discurso de Margaret es revolucionario, recién casada, viviendo con la familia del marido, en una zona rural del norte de Uganda… Ser capaz de tener ese discurso es muy significativo. No digo que vaya a vencer. A veces creo que la victoria está sobrevalorada y parece que sólo si tiene éxito valga. Creo que en muchos sitios donde perder es lo normal el hecho de que haya gente dispuesta a seguir intentándolo… El valor de eso tiene mucho que ver con el intento. Los grandes cambios de la Historia necesitan a mucha gente dispuesta a luchar sabiendo que va a perder. Las mujeres votan porque antes muchas lucharon sabiendo que ellas sufrirían las consecuencias de pedir ese voto, que les arrancaría la piel, pero no votarían. Las victorias son fruto de un montón de derrotas y de gente dispuesta a intentarlo sin que la victoria sea segura. Eso es lo que da valor a las batallas. Sería injustísimo definir a Margaret como una víctima: es una chica que está librando una batalla durísima que seguramente vaya a perder. De esa esencia están hechas las victorias del futuro. Si no fuera por gente como ella nunca acabaría algo tan terrible como los matrimonios infantiles. Los fenómenos feministas en África son algo que va a cambiar, y que ya están cambiando, la cara del continente. Cada vez hay más mujeres educadas, cada vez más en puestos de gobierno, se han multiplicado por tres las ministras en diez años —ya estamos en el mismo porcentaje que Europa—. Acabo de venir de Congo y han creado un parlamento de niños, cuya presidencia está casi copada por niñas. Hace diez años no creo que hubiese sido así. Están reclamando sus derechos y eso va a generar cosas buenas y también conflictos, porque el patriarcado siempre que se ve amenazado golpea de vuelta.

"Los grandes cambios de la historia necesitan a mucha gente dispuesta a luchar sabiendo que va a perder"

Tampoco estamos viendo titulares sobre las esperanzas que ha despertado el gobierno etíope, con una presidenta al frente, que en enero aprobó esas leyes dando derechos a prácticamente un millón de refugiados…

—Etiopía es una de las grandes esperanzas del continente no sólo porque ha crecido de una manera tremenda, sino con un nuevo primer ministro que ha apostado por la conciliación de etnias hasta ahora discriminadas, por la apuesta por la liberación de presos políticos, la firma de la paz con Eritrea, han puesto a una mujer al frente de los servicios secretos… Eso envía un mensaje muy potente. La idea de que económicamente van para arriba, pero que si no lo combinan con una sociedad más igualitaria, eso no va a ninguna parte. Y todo eso con un contexto muy difícil.

"África no es pobre por desgracia, es pobre por avaricia. Siempre que ha surgido alguien que ha intentado cambiar el discurso en África lo ha pagado con la vida."

Y en otros sitios —como Namibia— el problema no es la falta de dinero, es la falta de intención.

—Claro, es que África no es pobre por desgracia, es pobre por avaricia. Podemos comenzar por la esclavitud y seguir por un expolio sistemático de marfil, cobre, caucho, coltán, ahora cobalto o uranio… Y esa cadena no se para. Esa realidad explica lo que ocurre en parte, combinado con gobiernos corruptos o ineficaces. Hay una responsabilidad interna también. La otra cara es el no haber permitido desde las potencias occidentales que surgieran líderes de cambio. Siempre que ha surgido alguien que ha intentado cambiar el discurso en África lo ha pagado con la vida. Tomas Sankara en Burkina Faso dice que las riquezas del país se van a quedar en el país y es asesinado. Patrice Lumumba en Congo dice lo mismo y lo matan. Y el más “afortunado” fue Nelson Mandela, al que “sólo” metieron en la cárcel veintisiete años. Hay gobiernos muy corruptos, cómplices, pero también ha habido un esfuerzo para que todo aquel que pusiera en peligro estos negocios saliera del mapa.

“Hay ocasiones en las que uno no debe permitirse el silencio”. Se ha hablado poco de Boko Haram teniendo en cuenta los muertos y desplazados que ha provocado.    

—Sí, mientras el mundo hablaba del atentado de París, en la orilla nigeriana del lago Chad durante cinco días matan a más de dos mil personas. Arrasan y provocan miles y miles de desplazados que huyen a la otra orilla del lago, muchos se ahogan. Y durante cinco días nadie les para los pies. Hay coberturas que yo sé de antemano que me van a funcionar: sé que si voy al funeral de Mandela los medios querrán la historia. Y sé que si voy al lago Chad me va a ser muy difícil colocar la historia en algún medio. Sé que perderé dinero. Pero mi esfuerzo es intentar combinar esas dos cosas para intentar dar una visión real. Boko Haram llegó a controlar un territorio más grande que Bélgica. Desde fuera piensas en yihadistas, y al llegar allí ese yihadista resulta que al ver que le daban cuatrocientos dólares, una moto y una esposa es el hijo o el hermano de la persona con la que estás hablando. O el tipo que te está mirando desde la choza de al lado. El riesgo no es Boko Haram, es estar a dos kilómetros de ellos. Son las profesoras enseñando a los niños sabiendo que se juegan la vida, porque para Boko Haram esa enseñanza es pecado. Conceptos como el valor, como el miedo, la amistad, la desesperación, juegan un papel fundamental en la vida de la gente.

¿Tienen futuro las crónicas de largo aliento?

—Tienen presente, y con eso me quedo (risas). Creo que hay gente que agradece ese periodismo hecho con cariño, con tiempo, con pausa, con dedicación, con ánimo de perdurar, con intención de que esté bien escrito, de dar cierta dignidad a lo ocurrido. Futuro no lo sé. Nunca pensé que podría vivir de ser reportero en África. Hay que lucharlo cada día, es una batalla constante. Te obliga a vivir en la incertidumbre. Yo creo en esas crónicas de larga distancia, y veo que hay gente que se las cree. Yo me creo este puto oficio. Hay lectores que agradecen textos complejos que hagan pensar y mirar de otra manera. Yo lo único que puedo hacer es currar con toda la pasión que tenga.

¿Cómo surge la idea de crear 5w con Agus Morales?

—Bueno, él estaba en la India, yo en Sudáfrica, nos conocíamos desde hacía tiempo y junto a otros compañeros nos íbamos cruzando y conociendo. 5w nace de la ilusión de encontrar un sitio donde hacer el periodismo con el cariño que nos llena. No nace de la frustración, hay un periodismo muy bueno actualmente. Sería un error partir de la soberbia. Pero este oficio merece la pena si lo haces con el convencimiento de que es necesario. Luego ya que lo sea o no… Y cuando eres freelance echas mucho de menos el tacto respetuoso y la complicidad de la redacción. No en el aspecto económico, sino el trato a la gente, a textos, a fotos… Nosotros no hemos vivido esa etapa dorada del periodismo, dorada por el dinero que había, ¿eh? (Risas)

¿Qué requiere el buen periodismo?

—Somos periodistas porque nos dejan escuchar, así que requiere que el otro te regale tiempo y la paciencia de explicarte las cosas. Sobre todo en los contextos en los que yo me muevo. Hemos hablado del tiempo, de la pausa, de la empatía, de la intención que las palabras valgan y perduran… pero la clave está en el otro, sin duda, en la generosidad de esa gente.

"Mi intención en mi trabajo es siempre tender puentes e invitar a la gente a que se atreva a cruzarlos"

—Una de tus hijas, Lena, está muy presente en Indestructibles.

—Sí, está muy presente porque mi intención en mi trabajo es siempre tender puentes e invitar a la gente a que se atreva a cruzarlos. Y en mi vida hago eso también. De ahí que Lena me diese un juguete para cada viaje, comenzase a preguntar, me fuese dando sus favoritos… Poco a poco está empezando a crear unos lazos y las preguntas de ambos lados son muy parecidas: qué come, dónde duerme, si va al colegio…

No sé si es necesario trabajar con cierta distancia emocional o no.  

—Creo que no, trabajo con el sentimiento de otras personas e intento transmitirlo. Ponerme murallas o armaduras perjudicaría mi trabajo. Siempre manteniendo unos límites, sin caer en la sensiblería ni el síndrome de Estocolmo. Pero la emoción está bien cuando trabajas con personas. Son parte de nuestro trabajo, son materia prima. La clave es que no te abrumen.

Hay otros dos factores, además del feminismo, que están transformando el continente. Uno es el cambio climático.

—El impacto del cambio climático no se conjuga en futuro en África, es presente. En Sahel ves cómo el desierto avanza, en Sudán los pozos de los nómadas se secan, en Madagascar se erosionan los caminos, en Mozambique los tifones arrasan ciudades… Los primeros que sufren las consecuencias son los que están sin red.

"El impacto del cambio climático no se conjuga en futuro en África, es presente"

Y otro son las nuevas tecnologías. Esas redes sociales, esos móviles que están permitiendo ver que hay otros mundos posibles.   

—Que hay otras formas de reivindicar más derechos humanos, que hay más libertades. Habrá protestas y manifestaciones. Los gobiernos que sepan lidiar con ello tienen ahí una fuerza infinita. Los que no tendrán dos opciones, reprimir sangrientamente o caer. Ya estamos viendo que empiezan a caer algunos de los grandes dinosaurios. Es un periodo de cambios. El mundo se ha hecho muy pequeño. Hace ochenta años una aldea profunda de Congo no sabía de la existencia de Europa. Ahora saben al minuto el resultado al minuto del partido del Barcelona. Eso te cambia la mirada.

Y a veces hemos cambiado tanto que nos olvidamos. Hablamos de mortalidad infantil o en partos en Etiopía y olvidamos que la generación de nuestras abuelas aún lo tuvo muy presente.

—Sí, menuda hostia me llevé ahí cuando se lo fui a explicar a mi abuela y que ella me dijera que su madre murió durante el parto en casa intentando dar a luz a un hermano que falleció. Y te das cuenta de que el dolor de esa gente es igual al nuestro. Mi abuela aún sentía ese dolor de la madre perdida prematuramente, de ese hermano nacido muerto.

Dices que has aprendido a valorar más la bondad y la generosidad porque nacen de una elección consciente.    

—Sí, aquí valoramos más el don como algo extraordinario y desde lo absurdo. Patear bien el balón o pintar divinamente son cosas estupendas, pero ser generoso en situaciones complicadas, o ser bondadoso cuando te están haciendo daño, son auténticas lecciones vitales.

Dentro de todo lo que no estamos mirando de todas estas Áfricas, ¿dónde te gustaría que fijásemos la mirada, qué nos estamos dejando?

—La importancia del feminismo es un tema crucial, es algo que va a dar mucho que hablar. Nos dejamos la oportunidad de aprendizaje, el intentar destilar la dignidad de las enseñanzas de cosas que para nosotros no tienen valor. Nosotros valoramos las cosas por su utilidad. Hay quien tiene otra mirada. Más humilde y puede que más sabia. Como esos himbas a los que pregunté por un árbol que no daba fruto y al saber que no daba, y concluir yo que no tenía valor, me dijeron: «Sí, es donde duermen los pájaros».

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