Me lo regalaron, no hace mucho, en la misma Cuesta de Moyano. Estaba allí, en una de esas casetas mágicas, esperando como tantos otros textos a encontrar su próximo dueño, que afortunadamente fui yo. Se llama El gran libro de los cuentos ilustrados, de Carine Picaud y Olivier Piffault. Es una obra bellísima, con unas ilustraciones espectaculares y cautivadoras, que reúne diez de los cuentos más conocidos por todos, pero en su versión primigenia, tal y como los escribieron hace más de dos siglos Charles Perrault (La bella durmiente, Caperucita roja, El gato con botas, Cenicienta, Pulgarcito), Madame Leprince de Beaumont (La bella y la bestia), Benjamin Tabart (Juan y las habichuelas mágicas), Jacob y Wilhelm Grimm (Blancanieves), Hans Christian Andersen (La sirenita) y Alexander Nikolayevitch Afanasiev (La Baba Yaga). Cabe destacar que los editores Picaud y Piffault han reunido en este magnífico libro también algunas de las más hermosas ilustraciones que jamás se han hecho de cada una de esas historias, desde las primeras que se conocen hasta algunas de las más recientemente realizadas.
Confieso que los he leído fascinada, rememorando mis lecturas de infancia, descubriendo detalles que ya había olvidado o que desconocía, porque estos cuentos no son como las versiones que llegaron a nuestros tiempos. Mezclan fantasía, romanticismo, humor, sátira. Y oscuridad. Tienen mucho de mitológico, en parte porque algunas de esas historias nacieron directamente en esos tiempos remotos. Las palabras no tamizan la violencia que a veces contienen, ni es ése su propósito. Sus escritores y lectores —niños y adultos— estaban hechos de otra pasta. Sabían de qué iba todo esto de la vida y tenían muy presente cómo terminaba. Quizá de ahí que no todos los cuentos tuvieran un final feliz. Eso quedó para nuestra generación, a caballo entre dos siglos, donde la verdad es algo que se suele soterrar y colorear. Ahora esas versiones originales estarían prohibidas en las adaptaciones cinematográficas para el público infantil, por muy seductores que fueran los dibujos animados que apareciesen en los fotogramas.
Los cuentos que escribió Perrault son los que se transmitían por tradición oral en aquellos salones aburguesados y urbanitas del París del siglo XVIII, pero también en todos aquellos hogares humildes del campo, donde a la tenue luminiscencia de las velas alguien narraba esas historias a los niños. Miles y miles de niños y niñas anónimos que por todos los rincones del mundo se apilarían junto al calor de la lumbre, rodeando a sus respectivos oradores, mirando en derredor por si no fuera acaso que algún ogro acechase en medio de la noche hibernal. Casi puedo ver la escena, como si estuviera allí, junto a ellos.
Tachín, tachán,
A sangre huelo
De un noble inglés
Aún si no da ni un traspié
¡Todos sus huesos darán
para uno o más purés!
(Juan y las habichuelas mágicas)
Perrault regaló La bella durmiente del bosque a la sobrina de Luis XIV en 1695. Seguramente se inspiró para crearla en la Historia de Troylus y de la bella Zellandine (siglo XIV), aunque suprimió el episodio de la violación de la bella dormida por parte del príncipe. En la versión que nosotros conocemos la historia termina cuando ella despierta con el beso, pero en su primera publicación hay una segunda parte dedicada a la truculenta relación que mantiene la protagonista con su nuera, quien resulta ser temible, pues aprovecha las salidas de su hijo, el príncipe, para tratar de comerse a la bella e inocente joven y a los dos hijos que han engendrado. El final de la historia, aunque después de todo no es tan aterradora, se parece más a un episodio de Vikingos o Juego de tronos que a todas a las narraciones a que nos tienen acostumbrados entre Disney y Pixar. Perrault publicó sus Contes du temps passé en 1697, pero previamente a este escritor la primera persona célebre por sus cuentos de hadas fue la baronesa Marie-Catherine d’Aulnoy, autora de La isla de la felicidad en 1690.
—Eso es lo que quiero —dijo la reina, con un tono de ogresa ávida de comer carne fresca— y deseo comérmela con una buena salsa.
Viendo que no convenía contrariar a una ogresa, el pobre hombre cogió un gran cuchillo y subió a la habitación de la pequeña Aurora.
(La bella durmiente)
Ya avisé previamente que estas primigenias versiones tienen algo de terroríficas. En el cuento Pulgarcito (1697), sin ir más lejos, siete niños viven hacinados en una casa donde falta alimento, pues sus padres no consiguen reunir víveres suficientes para toda la familia. ¿Cómo resuelven la situación sus progenitores? Pues ni más ni menos que llevando a sus hijos al bosque para que se pierdan allí y sean devorados por los lobos. Pero hete aquí que gracias a la estrategia de uno de ellos al arrojar piedrecitas por el camino consiguen todos regresar a casa. El caso es que los padres los vuelven a abandonar. En esta ocasión, el plan de Pulgarcito con las migas de pan no sale bien, y acaban pasando la noche en la casa de un ogro, cuyo manjar favorito son los niños. Y aquí viene el horror, si es que lo de antes no lo era bastante. Los niños imploran durante la noche de gracia antes de ser cocinados, y el avispado niño traza un nuevo plan, a resultas del cual el hambriento ogro acaba asesinando a sus siete hijas, confundiéndolas con los siete hermanos cautivos. La imagen del ogro blandiendo un cuchillo de carnicero y con esas botas de siete leguas mientras les persigue cuando ellos huyen despavoridos es de verdadera pesadilla. Me reservo el final, y si tienen curiosidad léanlo, porque quizá la mayoría de ustedes conocían la versión edulcorada de esta brutal historia…
—Vamos a ver qué tal están esos chicuelos —dijo—. No lo retrasemos más […]. Luego fue hasta la cama de sus hijas, donde palpó los gorritos de los niños.
—¡Ajá! ¡Aquí están esos pilluelos! ¡Manos a la obra! —acto seguido, degolló sin vacilar a sus siete hijas. […] La ogresa subió al cuarto, donde se encontró con sus siete hijas degolladas que nadaban en su propia sangre.
(Pulgarcito)
Caperucita roja (1697) era un cuento destinado a prevenir a las muchachas en flor de los predadores carnales de Versalles, y circulaban muchas versiones del mismo en Francia y el norte de Italia. Perrault introdujo, como creación propia, lo que se convertiría en uno de los mayores iconos de todos los cuentos infantiles: el atuendo rojo que luce Caperucita. La copia manuscrita llevaba, además, una anotación al margen que indicaba el tono de voz con el que debía pronunciarse la respuesta final del lobo con intención de atemorizar a los niños: son para comerte mejor. Niña y abuela acaban descuartizadas y devoradas por el lobo. El cuento fue censurado en Estados Unidos, a pesar de haberse eliminado las partes más violentas del original. La versión feliz en la que niña y abuela salen ilesas del vientre del lobo, al que abaten los cazadores, se la debemos a los hermanos Grimm.
La Cenicienta (1697) es el nombre que le da la hermanastra más piadosa a Culocenizón, apodada así porque al acabar sus muchas tareas se sienta junto a la chimenea para entrar en calor y acaba con su vestido manchado de cenizas. La historia se inspira en las que ya recopiló Madame d’Aulnoy, aunque aquí la heroína es pura dulzura, pasividad y perdón, pues a sus hermanastras se las lleva a vivir con ella a Palacio una vez resuelto el misterio del zapatito de cristal. Aquí fueron los Grimm quienes introdujeron el toque de crueldad: las hermanas se mutilan los pies, y las palomas que hacían compañía a Cenicienta les destrozan los ojos.
En cuanto a Blancanieves (1812), sufre hasta dos intentos de asesinato por parte de la reina celosa, hasta que finalmente muerde la manzana envenenada. Y regresa de la muerte después de mucho tiempo, no por un beso, sino porque los siete enanitos dan un traspié mientras trasladan el ataúd de cristal, y con brusco zarandeo, ella escupe el trozo de fruta con el que se había atragantado y ahogado. También en esta versión había un príncipe esperándola y una vida próspera, no como a su malvada madrastra, a la que le espera un final digno de Darío Argento.
…paralizada por la angustia y el espanto, se quedó quieta sin poderse mover. Pero ya habían mandado calentar sobre las ardientes brasas las zapatillas de hierro, que trajeron con unas tenazas y depositaron delante de ella. Entonces tuvo que calzarse aquellos zapatos incandescentes y bailar con ellos hasta que cayó muerta.
(Blancanieves)
Hasta ese momento, la mayoría de los cuentos eran adaptaciones de historias narradas que se transmitían de generación en generación con multitud de versiones adaptadas. Durante el romanticismo, las creaciones de cuentos son numerosas, especialmente en Inglaterra con John Ruskin, o Robert Browning (El flautista de Hamelín), en Francia con Dumas, en Alemania con Goethe, Novalis o Hoffmann (El cascanueces). Entonces llegó Hans Christian Andersen (1805-1875) y creó un universo único y totalmente original, sin copiar nada de lo que se había hecho anteriormente. El aprensivo Andersen —siempre viajaba con una cuerda por si se producía un incendio y tenía que descender de algún edificio— quiso ser novelista y el rotundo éxito de sus cuentos le pilló por sorpresa. Es el genuino creador de lo que los ingleses llaman Fairy Tales. A menudo sus desenlaces son siniestros, no exentos de moral, como en el magistral cuento El traje nuevo del emperador, y en casi todos está presente la muerte y el sufrimiento como pasajes obligados para una transfiguración o una liberación, como en La cerillera. Si bien encontramos una exaltación de la aristocracia, al tiempo hay una crítica mordaz a las desigualdades sociales. Sus cuentos son auténticas obras maestras.
Un claro ejemplo de ellas es La sirenita (1837), un cuento esencialmente triste, en el que la más pequeña de las hijas del rey del mar —que no es para nada la alegre y cantarina Ariel de la versión cinematográfica de la factoría Disney (1989), sino una joven reflexiva y callada— acepta el precio para estar con su amado humano, dejando que le amputen la lengua (así es como la bruja del mar se queda con su voz) y que le corten en dos su cola de pez para obtener ambas piernas. Y todo para que ese príncipe se case con otra, condenándola a ella a convertirse en espuma de mar. Suerte que Andersen quitó algo de dramatismo a este final y convirtió a la sirenita en una criatura del aire. Si alguna vez han estado en Copenhague, entenderán por qué la etérea estatua mira lánguidamente hacia el mar, esperando, como Penélope.
Conservarás tus cimbreantes andares, de tal suerte que ninguna bailarina será capaz de caminar con el mismo garbo que tú, pero a cada paso que des, será como si caminaras sobre un afilado cuchillo que te haría brotar sangre. ¿Quieres sufrir todo eso y que yo te ayude?
(La sirenita)
Una historia que particularmente encuentro fascinante es La bella y bestia (1756), de Leprince de Beaumont. Se trata de una adaptación de otra obra que ya circulaba en el siglo II sobre el mito de la Metamorfosis de Apuleyo: el oráculo de Delfos condenó a Psique, tercera hija de un rey, a ser abandonada por su padre a un monstruo que se casaría con ella. El relato, que sufrió importantes mutaciones con los siglos, fue traducido al francés en 1518 y publicado por la novelista Gabrielle-Suzanne de Villeneuve en 1740. Este cuento era muy famoso en los salones literarios frecuentados por la aristocracia ilustrada. Finalmente fue adaptado por Madame Beaumont.
Yo no me llamo Mi Señor —replicó el monstruo—, sino la Bestia. No me gustan los cumplidos. Quiero que la gente diga lo que piensa, así que no creáis que me van a conmover vuestros halagos. Pero me habéis dicho que teníais varias hijas; acepto a condición de que una de ellas venga voluntariamente, para morir en vuestro lugar.
(La bella y la bestia)
Actualmente hay una corriente que pretende enseñar a los niños una clase de cuentos con Caperucitas que llevan en brazos a Príncipes, y donde los lobos son veganos. Todas esas historias tienen que acabar con el final feliz deseado y hay que tener extremo cuidado, especialmente, con el trato que se les da a las protagonistas femeninas. Particularmente, me espantan esas nuevas tendencias. No somos pocos los consumidores y amantes de todas esas historias del pasado que no nos hemos vuelto mojigatos por el resultado traumático de haber leído, visto y disfrutado de los clásicos durante nuestra infancia. Parafraseando al capitán de este barco zendiense, don Arturo Pérez-Reverte, no miren con el prisma actual lo que se creó en otros tiempos, y démosle el valor que tiene. Valor como aprendizaje, utilísimo. Esas invenciones eran mejores, porque dentro de su deliciosa fantasía también eran más realistas. Había codicia, había traición. Las sirenas se sacrificaban en vano, la ingenuidad pagaba un elevado peaje, y el último fósforo se apagaba en una noche de invierno.
Les invito a visitar su librería, o su biblioteca, y solicitar alguno de estos cuentos sin retocar, en sus más genuinas versiones, tal y como fueron concebidas por aquellos genios. Les advierto, adultos y niños, que van a saber lo que es bueno.
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Autores: Carine Picaud y Olivier Piffault. Título: El gran libro de los cuentos ilustrados. Editorial: Lunwerg. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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