Alejandra Costamagna (Santiago de Chile, 1970) publicó la novela En voz baja en 1996: su despegue en un mundo literario donde ha cosechado muchísimos éxitos; entre ellos, fue finalista del Premio Planeta Casamérica en 2007 por Dile que no estoy; Premio Altazor en 2006 por Últimos fuegos; o Premio Anna Seghers en 2008 al mejor autor latinoamericano del año. Recientemente, en 2018, ha quedado finalista del Premio Herralde con la novela El sistema del tacto.
Imposible salir de la Tierra (editorial Barret) es una colección de los mejores relatos de Alejandra Costamagna. En sus historias tienen cabida las relaciones prohibidas, los amores perdidos y unos personajes brutales y conmovedores con todas sus contradicciones, obsesiones y delirios.
Zenda publica completo el primer relato, «La epidemia de Traiguén”.
La epidemia de Traiguén
La muchacha, dicen, es muy pero muy loca. Se llama Victoria Melis y ha llegado a Japón como llegan los desaconsejados, los que andan un poco perdidos: siguiendo a un hombre. Él, Santiago Bueno, es oriundo de Traiguén y está en Kamakura por negocios. Es un experto en pollos y lo que hace en Kamakura es persuadir a su cartera de potenciales clientes para que compren pollos de altísima calidad. Pollos de exportación, que no son alimentados con pescado ni inflados con hormonas y que tienen una muerte no digamos dulce pero en ningún caso estresante. Hay una epidemia local, sin embargo, una epidemia que afecta solo a los pollos de Traiguén y que cada cierto tiempo amenaza las negociaciones de las empresas avícolas. Santiago Bueno, gerente de Pollos Traiguén Ltda., debe tomar las mayores precauciones acerca de este punto. Cuando los pollos son contagiados se debilitan, enflaquecen, se ponen muy feos. Es como si de golpe se vieran afectados por una depresión crónica. Ese es el único síntoma. Y un día cualquiera caen muertos.
Pero el episodio de Victoria y Bueno comienza antes. Cinco o seis meses antes. La muchacha tiene entonces diecinueve años y unos ojos muy grandes y separados. Parece que sus orejas fueran unos remolinos que se los van a chupar. Que se van a chupar sus ojos. Victoria es secretaria, pero hasta entonces no ha ejercido su oficio. En realidad, nunca ha ejercido ningún oficio rentable. La herencia de sus padres, muertos en un accidente ferroviario, le permite vivir con ciertas comodidades. Pero hace unos días ha visto un aviso en el diario y ha llamado por teléfono para preguntar por el puesto de secretaria. Sin mayores trámites, ha conseguido un empleo en Pollos Traiguén Ltda. Hoy, lunes 23 de marzo, es su primer día de trabajo. Al salir de su departamento, esta mañana, ha tropezado con un coche doble de bebés y se ha torcido un pie. Guaguas, guaguas, no tienen otra cosa que hacer las guaguas, ha pensado mientras la madre de las criaturas ofrecía sus disculpas e intentaba aplacar el llanto replicado de sus mellizas. Cojeando y malhumorada ha llegado al trabajo. Y allí está ahora, con el pie resentido y una emoción vertiginosa. Es algo instantáneo: Victoria ve a Santiago Bueno y queda prendada, se diría que enceguecida por aquel hombre de voz áspera, que solo fuma tabaco negro. Victoria es una mujer de emociones violentas y fugaces. Dicen que es muy pero muy loca, pero también se podría decir que es fatalmente enamoradiza y punto.
La muchacha se presenta: Hola, vengo por el aviso. ¿Qué aviso? El del puesto de secretaria, nosotros hablamos el viernes, ¿se acuerda? Ah, sí, señorita Véliz, viene un poco retrasada usted. Soy Melis, señor, no Véliz. Melis; muy bien, señorita Melis, ese es su escritorio. En la carpeta tiene la agenda de hoy; hasta luego. Y más puntualidad, ¿okey? Victoria ejecuta sus obligaciones de hoy, llama a veinticuatro clientes, atiende treinta y nueve llamados, se desconcentra pensando en lo atractivo que es Santiago Bueno, toma un café con cuatro cucharadas de azúcar, sigue la agenda de hoy, llama a ocho clientes (uno de ellos le habla en inglés: ella corta de inmediato), piensa en los malditos bebés del coche, en todos los malditos bebés, intenta imaginarse como madre, se ríe de la estúpida ocurrencia, sigue con la agenda, recibe un llamado en inglés, Hello, excuse me, it is a mistake, mister, desconecta el teléfono, oye la risa de Santiago Bueno al otro lado del muro, se desconcentra pensando en él, no puede pensar en otra cosa la muy enamoradiza, se acerca al muro y lo oye toser, lo imagina, imagina esa boca que tose, fantasea, se obsesiona con el gerente de Pollos Traiguén, puede verlo tosiendo para ella, sacudiéndose con el carraspeo, salpicándola con su tos elástica, mirándola como se mira lo que está a punto de ser devorado, tan perturbada la muchacha. A eso de las siete, cuando el hombre sale de su oficina, Victoria ya tiene el beso listo en la boca. Están solos en la sala de recepción de la empresa. El hombre se sorprende, pero también se deja besar. Es una tarde soleada de otoño en Santiago de Chile, y el empresario y la secretaria pasan las siguientes horas en un motel de la calle República.
Al final de la jornada (es decir, al final de la diestra demostración sexual de la muchacha, que ha incluido perritos, paraguayas y felatios) el hombre fuma un cigarrillo negro y habla con voz áspera. Victoria lo escucha en silencio, muy atenta, porque no hay nada que le excite más que oír a un hombre hablando de sí mismo. Yo entro en el hotel de Montevideo y en la recepción un tipo me aborda, recuerda Bueno en voz alta. Claramente me ha confundido con otro, y entonces me pregunta si conozco a Santiago Bueno. Por bromear, no sé, yo le digo que no, que no lo conozco. Entonces el tipo se pone a hablarme de Santiago Bueno, de mí, ¿te fijas?, durante veinte minutos. Lo simpático, oye, es que el tipo no admiraba mis pollos: me admiraba a mí, ¿comprendes qué extraordinario? La muchacha, que no comprende qué tiene eso de simpático ni de extraordinario, va a besarlo otra vez. Pero él interrumpe el movimiento con una mueca de disgusto y sigue hablando sobre el tipo que una tarde en Montevideo le habló de Santiago Bueno a él, precisamente a él, ¿comprendes qué cosa más perturbadora? Fuera de sus palabras y de un par de quejidos gozosos que cada cierto rato se filtran a través de los muros, la habitación de la calle República es un sitio muy silencioso. A Victoria le parece un templo. Antes de desocupar la habitación, Santiago Bueno le habla al oído. Límamelo bien, le dice. Victoria no puede contener la emoción y procede con esmero: como una ramera a sueldo. Por su mente, sin embargo, se cruza la imagen de un pichón de loro.
La mujer supone que a partir de entonces todo será felicidad. Pero está muy equivocada. La escena de República se repite seis o siete veces y, una mañana en que han caído muertos cinco pollos en Traiguén —cinco pollos gordos, carnosos, de las mejores aves de la zona—, Santiago llama a Victoria a su oficina y la despide de la empresa. Está despedida, le dice. ¿Por qué?, pregunta ella. Porque sí, argumenta él. Esa no es una razón, reclama ella. Aunque su voz no suena todavía como un reclamo, porque hasta ese momento la muchacha piensa que es una broma, que el amante le está tomando el pelo. No tengo por qué darle razones, abre camino el gerente. Recién ahí Victoria cae. Y ahora le rogaría…, murmura él. No alcanza a terminar la frase cuando la mujer ya está encima de él. ¿Y ahora me tratas de usted, Chago? ¿Y ahora me echas? Pero, ¿qué te ha pasado? No me ha pasado nada, señorita Melis. Usted no es lo que necesita la empresa, eso es todo. ¿Me haría el favor de cerrar la puerta por fuera? ¡Qué puerta ni qué nada!, exclama la mujer, fuera de sí. Pero el hombre sella su boca con un manotón y le dice algo al oído. Debe ser algo muy duro porque la muchacha solo atina a decir, a murmurar apenas: Eres un concha de tu madre. Y se va.
La verdad es que Santiago nunca estuvo enamorado de Victoria. La verdad de la verdad es que Santiago nunca estuvo enamorado de nadie. La muchacha retira sus cosas —un florero, la foto de su abuelo materno, un par de artículos de escritorio: nada de vida o muerte— y no vuelve más a la oficina. Una semana después se acerca al teléfono, que no ha querido mirar siquiera, y disca el número de Pollos Traiguén. Pollos Traiguén Limitada, good morning, escucha entonces: es una voz femenina, como aflautada. Dame con Chago, ordena Victoria. La nueva secretaria posiblemente piensa que se trata de la esposa del jefe, de otro modo no se explica que comunique el llamado al gerente de la empresa así, sin aviso y en español. Tiene una llamada en la línea uno, don Santiago, anuncia. El hombre apenas ha dicho aló cuando oye el reclamo destemplado de Victoria al otro lado de la línea: ¿Tú pretendes que te olvide así como así?, empieza, intentando controlar una rabia muy afilada. Olvídeme si quiere, pero no me llame más. Ah, qué fácil, reclama la muchacha. O sea que se acabó y calabaza, calabaza, intenta ser irónica. Veo que ha entendido, responde secamente él. De eso ni hablar, ataca ella. Las cosas no se acaban así, reclama. Lo lamento, insiste Santiago. Y ahora, si me permite…, balbucea. ¡Al menos tutéame, pues!, pierde la paciencia la mujer. Y entre los saltos propios de un llanto quejoso va soltando frases dramáticas, escuchadas quizás en alguna comedia. Frases como: Nada puede reemplazarte. O peor aún: Toda yo soy tuya. Santiago Bueno mueve la cabeza con el gesto flemático de los padres frente a una payasada de su crío. Acerca la boca al auricular y responde con calma: Cállate, pendeja, no sigas diciendo huevadas. Corta, y en ese instante se eleva en la habitación una carcajada ronca, jactanciosa: un sonido semejante al descorche de una botella guardada hace demasiado rato.
Poco después de esa llamada, Victoria se entera de que Pollos Traiguén Ltda. abrirá una sede en Kamakura y que su gerente se trasladará a Japón. La muchacha herida —y dicen que muy, pero muy loca— ha coleccionado todos los objetos que marcaron los dos últimos meses de su vida y, al enterarse del viaje, no lo piensa más. Esa misma noche abre las fauces de una maleta café oscuro heredada de su abuelo y la llena con lo que encuentra a mano. Facturas de la empresa avícola, colillas de cigarros negros, boletas del motel de calle República, una corbata olvidada por Santiago en la oficina, varios lápices secos, un Bic azul en buen estado, un carné vencido de metro, cuentas de teléfono, agua y luz, reclamos para Cartas al Director, un sacapuntas, una cucharita de café para enroscarse las pestañas o comer yogur, recortes de noticias agrícolas de un diario de la Séptima Región, su licencia de conducir y un cenicero de cerámica picado en una esquina. Cuando termina de empacar, siente que camina con la brújula chueca. Es como si hubiera estado conversando con todas las edades que tuvo durante los últimos meses. Pero Victoria tiene entonces diecinueve años y está dispuesta a seguir a Santiago Bueno al mismísimo Japón.
Eso es exactamente lo que hace. Victoria Melis está ahora con su maleta café en la calle Yuigahama, en Kamakura, muy cerca de la Capilla del Calvario. Justo al frente suyo un cartel anuncia:
自動車お祓所
Victoria saca su diccionario básico de español-japonés/japonésespañol y, tras un arduo ejercicio de traducción, logra resolver el misterio: «Aquí se ofrece el servicio de purificar vehículos nuevos», dice el cartel. Entonces se le ocurre que saber o no japonés da lo mismo. La muchacha ha venido a Kamakura con el dato de una agencia de empleos para extranjeros, y tiene suerte. El primer día es contratada como cuidadora de niños en casa de una argentina llamada Elsa Aránguiz. La mujer es viuda, ha estado esperando a una criada que hable español por más de seis meses, y Victoria Melis le parece un ángel caído del cielo. O quizás solo un alivio, pero eso ya es bastante en Japón, con un paupérrimo dominio de la lengua local, un crío de ocho meses (Faustino júnior), una viudez reciente (un infarto de Faustino padre y adiós) y una rutina que responde más a la inercia generalizada que a un proyecto sólido de vida. Desde el primer minuto, al salir de la agencia de empleos, las mujeres entablan una especie de amistad. ¿Por qué estás acá?, pregunta Elsa Aránguiz con el bebé en brazos. Porque mi abuelo nació acá, miente Victoria, y recoge la muñeca de porcelana que ha caído al suelo. ¿Dónde la compró?, pregunta, cambiando de tema. ¿Qué cosa? La muñeca. Ah, la muñeca es de Nara, responde la argentina. ¿Bonito Nara? Muy bonito, divino. ¿Quiere que le tenga al niño?, se ofrece Victoria con gentileza. No, no todavía…, responde la patrona. Y no heredaste ni un rasgo oriental, qué suerte la tuya. ¿No le parezco japonesa?, se atreve a insinuar Victoria. Ahora que lo decís, puede ser, miente esta vez la argentina. O quizás solo quiere entibiar el ambiente, asentar el vínculo en la amabilidad. A Elsa le simpatiza sobremanera la muchacha; la ve como a una sobrina. O incluso como a una hija. ¿Te gustan los chicos?, indaga. Los adoro, señora Elsa. Decime Elsa, a secas, por favor. Elsa a secas, repite Victoria. Ambas se ríen.
Al principio las mujeres pasan el día entero hablando en español. El idioma local es de una dificultad suprema, una cosa infinitamente estresante, y eso acerca cada vez más al par de sudamericanas. Elsa le enseña a Victoria a manejar su Suzuki, que es como cualquier auto japonés exportado a Chile. Victoria es muy hábil como conductora y, mientras maneja (a la tercera lección, pongamos), sin desviarse de la ruta señalada por Elsa, le habla de sus padres muertos en un accidente ferroviario, de su falso abuelo japonés, de sus estudios de secretariado y de la idea de viajar a Japón para conocer a sus ancestros orientales. No le habla de Santiago Bueno, de los pollos de Traiguén ni de su aflicción amorosa. Elsa, sentada en el asiento del copiloto con el niño en brazos, le habla muy detalladamente de su llegada a Oriente, del empeño de Faustino por instalar una empresa de turismo en Kamakura, del parto natural de Faustino júnior (en el agua, sin anestesia y en posición vertical la madre), de la muerte repentina de Faustino padre, de la dificultad emocional de regresar a la Argentina, del extraño carácter del bebé. ¿Extraño por qué?, pregunta Victoria. Yo lo veo muy normal, yo ya quisiera uno así. ¿Querés un bebé? No, pero si lo tuviera, digo. ¿Qué tiene de extraño, dígame usted?, insiste la muchacha, doblando hábilmente hacia la derecha desde la pista izquierda de la calle Sakanoshita. Nada, nada, es muy tranquilo nomás. Y, sí, la mujer tiene razón. Es cosa de mirarlo. Tranquilo es poco decir: cualquiera diría que aquella criatura contemplativa se eterniza en una dimensión zen.
De este modo transcurren las primeras semanas. Cuando Elsa sale de compras o duerme o no está a la vista, Victoria aprovecha para revisar diarios o ver televisión en busca de alguna milagrosa señal, un rastro cualquiera de Santiago Bueno y sus pollos en Kamakura. Es obvio que fracasa en su empeño: es muy poco probable que el hombre aparezca así, como quien publicita refrigeradores ecológicos, frente a una pantalla o en algún folleto del periódico. Y, aunque apareciera, Victoria se pregunta si sería capaz de distinguirlo entre tanto ideograma japonés. A veces la muchacha despierta con recuerdos muy frescos: la oficina de pollos en Santiago, el motel de calle República, las carcajadas secas del hombre bebiendo pisco sour y hablando de sí mismo, los pedidos de último minuto y su crónico afán (el de ella). Entonces le dan ganas de salir a la calle e interrogar a la gente. ¿Conoce usted, señora, a Santiago Bueno? ¿Lo ha visto por acá? ¿Ha comido un pollo del sur de Chile? Pero se aguanta, se controla. Y con el control va perdiendo el entusiasmo y la vitalidad iniciales.
Elsa Aránguiz comienza a notar rara a la muchacha. Te veo decaída, le dice, como medio apagada. Y, sin esperar respuesta, atribuye su comportamiento a la dificultad idiomática y la inscribe en un curso de japonés. Pero antes toma una decisión: en esta casa no se habla más español, dictamina. De otro modo jamás vamos a aprender. Y tenés que salir a la calle, Vicky, el idioma no se aprende entre cuatro paredes. Pero yo…, murmura Victoria. Pero nada, nena, estoy tratando de ayudarte. Y así se hace: contrata a una maestra particular que viene a casa dos veces por semana, y desde aquel día los diálogos en español se limitan al mínimo. La muchacha estudia las lecciones, cuida a Faustino, lo sube al Suzuki, lo lleva a la costa, a Enoshima, al templo de Hachiman, sigue estudiando y abanicándose en el parque, mira al niño quieto como estatua, vuelve a las lecciones y se aburre soberanamente bajo el sol de Kamakura. Si al menos hablaras, guagua…, increpa a Faustino. Me voy a volver loca, loca. Dime algo, mocoso, le ruega. Pero el mocoso, muy zen, respira, duerme, se deja estar en su coche japonés.
La muchacha comprende que su regreso a Chile es inminente. Pero el viaje no puede haber sido en vano, piensa. Entonces decide escribir una carta a Santiago Bueno y hacérsela llegar a través de algún periódico local o de un servicio de rastreo o, quizás, de la embajada de Chile. O mucho mejor: a través de la Agencia Nacional de Policía de Japón. Una tarde, sentada con Faustino en un banquito frente al templo, estudiando las mismas lecciones de japonés básico de hace dos semanas, saca de su cartera una libretita y un lápiz Bic. Comienza a escribir la carta. Me has sacado, me has saqueado todo el tiempo, escribe. Y eso es lo único que se le ocurre. Por un minuto tiene la idea de escribir en japonés, pero la verdad es que solo ha aprendido una frase romántica, y ya la olvidó. Era algo así como eres todo para mí. O todo lo tuyo está en mí. Y aunque recordara la frase exacta en japonés, sería un disparate decirle eso porque él es todo para ella, sí, pero todo también puede ser el horror. La muchacha deja el lápiz con la punta desnuda sobre el papel, esperando la sagrada inspiración en su lengua natal. Inútil: ninguna letra acude en su ayuda. Dame una idea, guagua, le habla al niño. Pero el niño, siempre zen, nada.
Victoria vuelve al auto con el crío dormido y lo deposita en su sillita japonesa. En ese momento, cuando se ha abrochado el cinturón de seguridad y está prendiendo el motor del Suzuki, ocurre lo inesperado. El milagro, podría pensarse, porque en ese preciso minuto Victoria ve la figura de Santiago Bueno frente a ella. El hombre ha salido de una casa de té y ahora cruza la calle, emitiendo una carcajada ronca, y camina sin apuro hacia el próximo semáforo. No está solo: lo acompaña una mujer que Victoria supone japonesa. Una geisha, piensa (aunque no sabe si las geishas existen todavía). Esto es mucho para la muchacha. Me has sacado, me has saqueado, repite en su cabeza perdida mientras improvisa un estacionamiento veloz, apaga o prende o pone en punto muerto las luces del auto, baja como una bala, da un portazo y corre detrás de la pareja. Sigilosamente, los sigue una cuadra completa. Los ve doblar por una callecita de baldosas nacaradas, bamboleándose juntos al caminar, abrazando él a la japonesa por la cintura. Y al fondo de la callecita los divisa entrar en un edificio con un letrero de neón en japonés y en inglés: Yashiro Hotel. Ahí se pierden de vista. Victoria se acerca a la puerta del recinto y espera. No sabe bien qué hacer. No atina a nada. Se apoya en un farol de madera y así, muy quieta, intenta imaginar lo que ocurre al interior de cada habitación del hotel. De golpe, por la ventana del tercer piso, a la izquierda, ve aparecer la silueta de una mujer. Es ella, claro que es ella. Victoria podría jurar que es la misma japonesa que acompañaba a Santiago. Un hombre, un hombre que ahora sí es cien por ciento Santiago Bueno, se acerca a la mujer oriental y cierra abruptamente la cortina.
Victoria mantiene la vista fija en la ventana iluminada. Pero se diría que sus ojos están un poco ciegos. Están, más bien, en el pasado. De repente las imágenes se le atropellan, como ocurre, dicen, minutos antes de morir. La mujer no sabe si es rabia, tristeza o preludios de muerte lo que la invade. En su mente aparece el hotel de calle República. Santiago en el hotel de calle República. Lo ve de espaldas, frente a ella, arriba de ella, adentro. Lo oye hablar, oye sus carcajadas ásperas. Santiago debe estar contándole a la geisha o a la puta japonesa la historia del tipo en el hotel de Montevideo, el tipo que hablaba de Santiago Bueno, que le hablaba a él, precisamente a él, de él mismo, ¿comprendes qué extraordinario, qué simpático? Santiago debe estar amasando en este instante esos pechos de muñeca amarilla, de muñeca de porcelana. Límamelo, japonesa. Límamelo, se retuerce la muchacha enamoradiza sobre las baldosas nacaradas de la calle. Durante las cuatro horas de espera la luz ambarina de la ventana no pierde su brillo. La muchacha, en cambio, parece apagarse en su llama. No hay nada que hacer: nadie va a salir en los próximos minutos de aquel cuarto de hotel oriental.
Victoria desanda la ruta con paso lento. Su cabeza está en cero. Ni en español ni en japonés ni en jerigonza: en cero. Solo al llegar al Suzuki parece recuperar su capacidad de razonar. Y lo que piensa es una obertura de lo que ocurre a continuación. Recién entonces recuerda que ha dejado al bebé adentro del automóvil. La muchacha abre con prisa y lo ve: la cara de Faustino júnior no exhibe a esta hora de la tarde la expresión zen de siempre. El niño está pálido. Más que pálido: blanco, inmóvil, tieso. La mujer cae en la cuenta del horno en que se ha convertido el Suzuki con la calefacción al máximo. No sabe cómo puede haber ocurrido. No lo puede creer, no puede ser cierto. La muchacha comprende horrorizada lo que ha hecho y regresa corriendo al hotel Yashiro, dejando atrás el cuerpito blanco y zen de Faustino júnior.
Entra sin mirar a nadie, sube los tres pisos por la escalera de mármol y llega hasta la habitación de la ventana iluminada en tonos ambarinos. Me has sacado, me has saqueado, se dice como en un rezo mientras golpea la puerta y espera muy firme, en posición de alerta. Alguien abre (la furia la ha cegado y no le permite ver si es ella o él) y la muchacha irrumpe en la pieza. Santiago Bueno la mira desconcertado. Victoria quiere matarlo, está vuelta loca. Kanoyo wa kichigai, dirán luego en Kamakura: muy, pero muy loca. Sin embargo, la japonesa no es un pajarito nuevo y se anticipa a los hechos: con una violencia inesperada, se lanza sobre la muchacha y la derriba. Victoria intenta defenderse, pero de alguna parte la japonesa saca un cuchillo y se lo entierra a la chilena en el estómago. La muchacha se desploma como un pato recién cazado. Como un pollo afectado por la epidemia de Traiguén. Es fea la escena: corre sangre en ese cuarto de hotel japonés. No sabemos si la mujer que ahora toma un kimono y comienza a vestirse ha querido o no matarla, pero el hecho es que Victoria no se mueve. Santiago Bueno se acerca al cuerpo sangrante, lo sacude, le grita algo. Luego se dirige a la japonesa, acaso una prostituta muy precavida y no una geisha cualquiera. Le dice: Pero qué chucha hiciste. Kimi wa hitogoroshi desu, le dice. Watashi wa hitogoroshi desu, corrobora la japonesa, con el cuchillito caliente en las manos. Sus palabras suenan afónicas, la cuerda de un koto desgarrada en medio de un concierto. Santiago, cosa extraña, se echa a llorar como un crío sobre el hombro de la japonesa.
Crimen pasional en el Yashiro Hotel. Así corren los hechos por la ciudad. Pero la noticia que acapara los titulares de la tarde es la del bebé muerto por asfixia en el interior de un vehículo. Y es curioso, porque, por algún error de reporteo, por mala información o simple errata, la prensa atribuye maternidad a Melis Victoria, inmigrante de nacionalidad chilena, sobre el bebé de diez meses muerto en un vehículo Suzuki azul del año 2000, en una solitaria calle de Kamakura, Japón.
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Autora: Alejandra Costamagna. Título: Imposible salir de la tierra. Editorial: Barrett. Venta: Fnac, Casa del Libro.
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