Big, de Penny Marshall.
Me queda tiempo disponible hasta cumplir los 97 años. La verdad: no sé qué hacer con la mayor parte de ese tiempo que me queda por delante. Cuando tenía 10 años pensé: bien, he vivido muchísimas cosas hasta la fecha, no debo preocuparme por el paso del tiempo. Tendré que vivir otras tantas para alcanzar los 20, imagínate. Me pregunto qué pasará cuando no pueda proyectar una nueva mitad, cuando la mitad pasada sea demasiado grande como para imaginar doblarla. Hago la división: la mitad de 97 son 48,5. Todavía me queda tiempo disponible hasta cumplir los 48,5.
I. Plano detalle: La palabra.
«Vivimos de recuerdos», dice.
¿Cuál es el escondite de las palabras que nadie ve? Supongo que no lo necesitan, aunque seguro que lo tienen. Por si acaso. Por si algún día resulta que alguien puede verlas y ese alguien es la persona equivocada. Para Jorge de Cascante, las palabras son criaturas extrañas; pequeñas misántropas camaleónicas: uno debe andarse con cuidado porque escribir una palabra concreta —y dejar de escribir otra en su lugar— es una tarea que acarrea una enorme responsabilidad. De este modo, Hace tiempo que vengo al taller y no sé a lo que vengo (Blackie Books) afronta las palabras con cautela. Si puede evitarlas, las evita. Siempre se puede hablar de una palabra sin necesidad de utilizarla. Recordando la relación de una de sus protagonistas con su primer novio, dice: «todas las palabras que salían de sus bocas parecían ir mucho más allá de lo que en verdad significaban».
La aproximación al lenguaje de este autor singularísimo es tan comedida como el acercamiento de sus personajes a sus variadas realidades. Prefiere no alardear, agarrado a una poética coloquial que de vez en cuando se hunde, se aletarga para transformarse en un vahído lírico de gesto impresionista. Jorge de Cascante narra la vida desde unas paredes determinadas, apela a cuestiones lejanas desde cuadros muy concretos. Sus atmósferas marginales, sus personajes insólitos y sus tramas delirantes buscan siempre obtener respuestas en otro lugar apenas sugerido, apenas nombrado. Sus palabras se transforman rápido, proyectadas desde la mirada de una serie de niños perpetuos: su inocencia, su comicidad involuntaria, su ingenio ácido y dócil al mismo tiempo; todo ello se articula en busca de crear un mundo distinto, de colores más vivos. Un mundo en el que, a la vuelta de las cosas, los temores ocultos de los solitarios acaben por encontrarse los unos a los otros.
En uno de sus relatos, un joven acude regularmente a una piscina municipal en Madrid. Lo hace en busca de sosiego: extraña a una chica que se ha ido a Mallorca a vivir. Escribe: «Me da miedo la gente pero hago todo lo que puedo para ser feliz». En una construcción sintáctica tan aparentemente simple; en una sentencia tan aparentemente trivial, Jorge de Cascante vuelca las dos cuestiones fundamentales que atraviesan su libro, aun sin abrazar las palabras correspondientes. Por un lado, habla del desapego como cicatriz generacional: de la deconstrucción de los circuitos comunitarios que acarrea el auge del individualismo contemporáneo. Sus personajes, pese a ser todos ellos muy distintos, comparten un rasgo fundacional: sienten la inquietud de la soledad, la incapacidad de entablar conexiones profundas con los demás. El rastro confesional del libro es su único aliado, pero de todos modos ninguno de ellos afronta esta circunstancia como una confesión ex profeso. Los personajes únicamente enhebran relatos rutinarios. Es su tono el que los delata. También es el que los libera.
Por otro lado, volviendo a aquello de «hago todo lo que puedo para ser feliz», Jorge de Cascante propulsa la mirada que, como autor, despliega sobre su paraíso de soledades. Es cierto, sí: en Hace tiempo que vengo al taller… nos encontramos con un buen grupo de personajes abismales. En cualquier caso, ninguno de ellos hace del fatalismo su discurso. Un rayo de luz verde atraviesa este libro desde su propia cubierta, desde su propia concepción, desde un lugar lleno de vida y de árboles/flores/ríos/magdalenas de chocolate y normales/cortinas/faldas/almohadas/libros/cosas bonitas en general. Así que, buscando palabras, lo digo: este es un libro sobre la soledad, pero esencialmente es un libro sobre la vida.
II. Plano medio: El cuento.
¿es necesario soñar con esa intensidad?
Creo que el hecho de que nos refiramos a Hace tiempo que vengo al taller… como un libro de relatos y no como una novela es un puro ejercicio de pragmática lingüística. En lo que a mí se refiere, no tengo muy claro que lo que puebla este libro sean exactamente relatos; además, considero que la narración está vehiculada de tal manera —pese a la inortodoxia estructural— que puede aprehenderse con sencillez como un conjunto único; algo así como un despliegue fotográfico en torno a la misma idea, el mismo aura de confusión que domina a todos los personajes, a todos los escenarios, a todos los conflictos.
Este artefacto literario de Jorge de Cascante sobrevuela todas esas posibles acepciones y se posa en un lugar insólito, mostrando una suerte de desprecio amable hacia la clasificación de los textos: su hibridación le permite ser novela, ser un extenso poema, acaso una larga carta a su propio pasado, quizá una comedia televisiva en sketches brevísimos. Su genética está recorrida por todos esos elementos, que debidamente aplacados por el manto de la cultura pop acaban describiendo el perfil de lo que podría ser el propio Jorge de Cascante —ante su huidiza actitud ante los retratos fotográficos, esto es todo lo que tenemos—.
Todo esto es lo que yo veo latir en los subtextos de cada uno de los cuentos que componen Hace tiempo que vengo al taller…: una profunda necesidad de comprender los mecanismos de la contemporaneidad, de ajustarse a sus narrativas —a pesar de que éstas se modifiquen constantemente en sus superficies, él busca los puntos en común que describen al mundo de hoy—. Todo ese trabajo de transformación continua al que somete a sus textos —que acaban siendo, inevitablemente, artefactos dúctiles que trascienden su contexto— es el que logra que, al final de las páginas, una sensación de totalidad abrume al lector. Un lector que ya no recuerda a la mayor parte de los personajes que vertebran la inmensa genealogía de los 60 relatos del libro; un lector que, sin embargo, siente de cerca su latido común. En la periferia de las ciudades, en los pasillos del supermercado a punto de cerrar: en esos puntos fronterizos de la realidad se encuentran las voces de Jorge de Cascante, apreciadoras de lo bello a pesar del dolor.
Si la equivalencia en imágenes de un cuento pudiese ser una fotografía, aquellos que se agolpan en las páginas de Hace tiempo que vengo al taller… se suceden con tal velocidad que acaban armando una imagen en movimiento; una suerte de álbum fotográfico de las últimas vacaciones antes de que la prima mayor se marchase a la universidad. Cuando todos estábamos aún juntos, cuando mamá y papá eran relativamente jóvenes y los abuelos todavía no corrían por las estrechas laderas de la vejez. El futuro se desvela como una posibilidad, cierto, pero: ¿quién quiere futuro teniendo la esperanza de volver a vivir un momento ciertamente feliz?
III. Plano general: El libro.
¿Es imposible conectar con otro ser humano pasada la infancia?
Lo dicho: tal y como yo lo veo, Hace tiempo que vengo al taller… es una novela. Una novela espasmódica, transformista, casi una sitcom multicámara en la que una serie inagotable de realidades se superponen para acceder a un punto central. Un grito central: sigo yendo a los toboganes, pero ya no tengo edad. Hace tiempo que vengo al taller y no sé a lo que vengo. Todo es lo mismo pero dado la vuelta: lo que Jorge de Cascante quiere es suprimir la soberanía del tiempo. Con las cosas paradas, el mundo tendría mucha más fácil solución: sin la presión distante de la muerte, nadie trataría de pisar a otro para llegar más rápido a otros lugares. La gente se congregaría en los parques. Se empujarían los unos a los otros en los columpios. Se tirarían por los toboganes. En el citado cuento de la piscina, escribe: «Aunque a mí lo que me gustaría de verdad es poder parar el tiempo del todo para que la próxima vez que nos viéramos durara para siempre».
Quizá el tema enterrado del libro —y digo enterrado desde un punto de vista casi literal: está debajo de miles de palabras que actúan en su contra— sea la incapacitación congénita de nuestra generación para inventar vías de comunicación francas, limpias, sinceras. Colocado siempre desde la extrañeza de un niño, Jorge de Cascante se pregunta qué pasaría con las historias de amor si no las empañásemos con las dificultades inherentes a nuestra madurez, si no las ensuciásemos con problemas ajenos a ellas. Piensa, entonces, en el amor desde una perspectiva casi escolar: la fascinación, la timidez, la excitación y la calma como procesos cíclicos, atenuados por la sorprendente capacidad de sus personajes de sostenerse en ese estado mental libre de autoexigencias; un estado mental que recupera el primer pálpito humano, que supone abandonar por fin el taller y escribir, no sé, un libro de relatos. O quizá una novela. O ya lo iremos viendo por el camino. Hasta los 97 años, tenemos tiempo.
***
En sus acercamientos antropológicos a las prisiones de Guatemala,
cuando Quique veía las lagrimitas tatuadas en los bordes
de los ojos de los prisioneros, a menudo miembros de la
Mara Salvatrucha, se preguntaba si cabría la posibilidad de que
alguna de aquellas lágrimas fuese una lágrima de alegría.
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Autor: Jorge de Cascante. Título: Hace tiempo que vengo al taller y no sé a lo que vengo. Editorial: Blackie Books. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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