Hace un tiempo me encontré con mi amigo, el fotógrafo Asís Ayerbe, y me habló de Alfonso Zapico (Premio Nacional de Cómic, 2010). Asís cree en las relaciones cósmicas, y como Zapico y yo somos asturianos, y él había publicado la novela gráfica La balada del Norte, y yo tuve una experiencia que duró ocho años como subdirector de ESM, una revista de minería, pensó: “Estos dos tienen que conocerse”, y nos puso en contacto mediante un mail cuyo Asunto rezaba: PRESENTACIÓN CIBERNÉTICA, que decía: “Siempre me alegra poner en contacto a tipos valiosos. Este es un buen ejemplo. Cada uno ya sabe quién es el otro, de manera que: unidos quedáis”.
Aunque ya estábamos unidos por las historias que Alfonso ha volcado en sus libros, ahora lo estamos más firmemente, y hasta me he atrevido a pedirle una de sus viñetas para que saludara la salida de Zenda. A vuelta de correo —como decíamos cuando escribíamos cartas y tarjetas postales— Zapico envió esta que encabeza hoy mi post. En nombre de Zenda y de sus ciudadanos, agradezco que él esté también con nosotros en pleno corazón de Ruritania.
La balada del norte (I) es una historia que comienza en Madrid en 1933, en el momento en que el intelectual Tristán Valdivia debe regresar a Asturias por motivos graves de salud. Aquí intentará comenzar de nuevo en el caserón familiar, propiedad de su padre, el marqués de Montecorvo, un anciano aristócrata dueño de la Compañía Minera del Noroeste, envuelto en el fragor de la II República, de cuyo Régimen dijo un historiador que no había conocido ni un solo día de tranquilidad.
La evolución de Tristán al conocer a Ibáñez, un periodista de un diario obrero, a Apolonio, el rudo capataz, y sobre todo a Isolina, una de las sirvientas en casa de su padre, con la que empezará a surgir una hermosa atracción, serán piezas fundamentales inmersas en el conflicto latente de la Revolución de Asturias de 1934. El 5 de octubre de aquel año trabajaban en las cuencas mineras asturianas 90.000 mineros y en su levantamiento habían entrado en Oviedo, se habían apoderado de los fusiles de la Fábrica de Armas, cortando toda comunicación con el resto del país. Bien es verdad que las condiciones de los trabajadores de la mina, entonces, eran las más infames de toda Europa, incluida Rusia, según palabras de un ingeniero de minas inglés, amigo del periodista Henry Buckley, que narró de primera mano aquellos acontecimientos. El final de la primera parte de La balada del Norte tiene un tono épico porque es cuando comienza la revuelta minera, protagonizado por los revolucionarios, por Tristán y por el marqués, en una escena que deja al lector sin aliento y a la espera del segundo volumen. En este, Zapico tendrá que contar lo que pasó durante y después, es decir, cuando el gobierno Lerroux decide recurrir a dos jóvenes generales, Franco y Goded, o cuando ese gobierno comprende que la solución debe llegar desde Marruecos desde donde hacen desembarcar en las costas de Asturias al Tercio de la Legión que se nutre de 10.000 soldados, más otros de las tropas regulares marroquíes. Mientras tanto, Mieres, Laviana y Campomanes son un campo de batalla con la policía y una huelga general se suma en un clamor en favor de los mineros que sufren poco después la más grande represión que vieron los tiempos.
Pero todo esto es historia, de la que Zapico se documenta con profesionalidad. Luego hay que contarla como lo hace él, con su dibujo firme y trémulo aunque pueda sonar contradictorio, con un dominio creativo impresionante; con la voz personal de alguien sensible que consigue que el lector le siga fielmente, igual que hicieron entonces los mineros con la República, porque en los años treinta, aunque las condiciones laborales eran, como dije, infames, la política republicana había rebajado los horarios y elevado los salarios. Y como escribió Buckley, “ahora que la República estaba en peligro los mineros se echaban a la calle para defenderla”.
Alfonso Zapico es, ya lo hemos visto, un sabio creador de atmósferas. Lo mismo con La balada que con sus otras obras: Dublinés (2011), La ruta Joyce (2011), Café Budapest (2008)…, todas publicadas en la editorial Astiberri. Zapico le da un aire especial a sus dibujos, impone a sus personajes una gracia personalísima; impregna con tinta negra algunas de sus viñetas para diferenciar una situación de otra (como en La Balada del Norte, por ejemplo, cuando nos adentra en la mina), pero sobre todo, lo que consigue Alfonso Zapico en todas sus historias es veracidad, que mezcla con la melancolía de algunas de las situaciones, con las tiernas y emotivas historias de amor. Alfonso Zapico es un documentado soñador de utopías, lo que viene a ser una especie de optimista informado. De sus historias no se sale igual que se ha entrado. A sus historias se entra siempre expectante, y el lector avanza intentando calmar las tripas que rugen de emoción, o frenar el corazón, que se acelera a medida que se adentra en el libro. Un ejemplo: en Café Budapest, desde la página 46 hasta la 58 ocurre un vertiginoso ir y venir de sucesos en lugares distintos a la vez, que se van contando en cada viñeta. Desde “El 19 de noviembre de 1947 en Jerusalén”, a “Mismo día, misma hora. Una asamblea de las Naciones Unidas está a punto de comenzar en Nueva York”; “En el primer piso de un café de la ciudad vieja, Sherintza Damjanich observa su foto de bodas”, “El representante de Filipinas en la Asamblea de la ONU hojea la prensa…: Una historia contada con frenesí que bascula en la resolución del nombramiento del Estado de Israel. La algarabía en las calles, la felicidad que se verá truncada por el conflicto entre palestinos y musulmanes en una tierra que hasta entonces era un ejemplo de armonía y de convivencia entre árabes, judíos y occidentales. Y mientras tanto, el violinista Chaskel, el muchacho judío protagonista de esta historia, y la árabe Yaiza, conductora de un camión de frutas, se enamoran y viven su romance en ese tiempo hostil, que aún hoy no tiene visos de arreglarse.
Con Dublinés, Alfonso Zapico ha trabajado durante tres años para acercarnos la vida de James Joyce y la de su tiempo, de las ciudades en las que vivió, desde Dublín a Trieste, pasando por París y Zúrich, así como de escritores como Ezra Pound, Virginia Woolf, Paul Valéry, Ernest Hemingway, T. S. Eliot…, un doble acercamiento a Joyce al que Zapico vuelve con un cuaderno de viaje: La ruta Joyce, en el que está el proceso de gestación de Dublinés.
Todo en Alfonso Zapico es importante porque en lo que hace busca la reconstrucción del diálogo y nos hace reflexionar. Yo quiero agradecerle su esfuerzo y su arte y animarle para que en Zenda encuentre a un grupo de ciudadanos que, mediante la literatura, nos mantengamos en pleno diálogo con el mundo. Y también a Asís Ayerbe por su intermediación amorosamente cibernética.
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