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Cuando fui un genio del mal (IV): “Muy afanoso en la autopromoción”

Cuando fui un genio del mal (IV): “Muy afanoso en la autopromoción”

Un hito deportivo que vengo esperando desde hace años es ése en el que un futbolista o un atleta o un ciclista de prestigio, al ser acusado de doping, dijera sin más: “Sí, lo hice. ¿Qué pasa?”. Pero ese “sí, qué pasa” no acaba de llegar, pues nadie se dopa y todo son errores y confusiones y, en fin, qué sabía uno.

Igualmente, en literatura es inconcebible que un autor veterano, al repasar su exitosa producción, y hasta sus posibilidades para el Nobel, después de detallarnos la mística con la que escribió todos sus libros y la fortuna que acompañó su recepción, añada apenas un puñado de palabras sobre la sociedad literaria y sus engranajes, y menos aún que diga: “Ahora les voy a explicar cómo hice para triunfar”, y entre en materia voluble y en picarescas. Quizá sólo José Saramago, en sus sonrojantes diarios, ha estado cerca de expresarlo.

"Goytisolo cuenta en su memoria En los reinos de taifa que enterado de que Jean Paul Sartre iba a prologar una obra de Fernando Arrabal, movió cielo y tierra para convencer al autor de La náusea de que Arrabal era un franquista"

Salvo el simpático caso de Lawrence Sterne, que escribió elogios de su propia obra Tristram Shandy y los hizo enviar por una actriz famosa, como si fueran de ella, a un crítico reputado, por ver de influirle en el juicio sobre su novela, no quedan muchas huellas de esta obsesión por el éxito que a tantos escritores les hace maniobrar con descaro sibilino. Sí quedan, sin embargo, testimonios contrarios. Así, Max Aub escribió: “No sirvo para la publicidad. Carlos Fuentes o Juan Goytisolo son de otra generación y estilo: se han educado en un mundo donde la mercadotecnia es tan importante como lo que más”. Esta apreciación me hace recordar lo que el propio Goytisolo cuenta en su memoria En los reinos de taifa: enterado de que Jean Paul Sartre iba a prologar una obra de Fernando Arrabal, movió cielo y tierra para convencer al autor de La náusea de que Arrabal era un franquista nauseabundo, consiguiendo al cabo que no le firmara el proemio. Que Goytisolo contara esto me produce tanta repugnancia como admiración.

Tampoco muy decente parece que fuera César González-Ruano (acabo de acordarme, a su vez), y en sus memorias confiesa que iba al Ateneo a montar el pollo en las charlas para “hacerse un nombre”, porque, cuando se es joven —afirma y justifica— esto es fundamental.

Por su parte, Andrés Trapiello se sitúa en el bando mojigato: “Uno, de joven, nunca fue a ninguna conferencia, ni abordó a ningún escritor viejo ni le llevó sus primeros libros”, afirmación que suscribo y que, por lo demás, es fácil de demoler: muestren, quienes los tengan si los tienen, los libros que Trapiello sí les llevó, o yo mismo. 

Sale gratis 

"Que alguien que se arrastra por todas las presentaciones y fiestas babeando de mujer en mujer te califique de machista es sólo una cabriola más de la siempre alegre paradoja"

He llegado a entender que la práctica rastrera en la literatura se acomete a sabiendas de que, al cabo, de ti no quedará nada más que tu obra, y esto sólo si hay suerte. De este modo salen gratis, si se dispone de anchos desagües morales, los cabildeos, los peloteos y las cuchilladas. Otra apreciación fascinante es la de comprender que quien se hace promoción continua y está en todos los foros y espacios, del cóctel a la cenita privada, no sólo aprovecha para propagar sus intereses, sino también para boicotear los de los demás. Esto lo he descubierto —como todo— un poco tarde. Así, de pronto noto que alguien me detesta, y como nunca lo había visto ni, muchas veces, sabía siquiera de su existencia, oigo en diferido los denuestos e inquinas que en su oído volcaron un día. Por ejemplo, la librería Hispanoamericana, que no sé ni dónde está, le dijo a un amigo mío, por mail, al sugerirles él mi nombre para una charla, esto: “AO está vetado.” Por ejemplo, Lina Meruane, al entregarme un librito que hice para su sello Brutas Editoras, me comentó que un tal Jiménez, allá en Nueva York, les había insistido en que no me publicaran aduciendo que yo era —ojo— machista. Que alguien que se arrastra por todas las presentaciones y fiestas babeando de mujer en mujer te califique de machista es sólo una cabriola más de la siempre alegre paradoja.

Quizá el documento definitivo, por espectacular e irrefutable, sobre las turbiedades del mundo editorial se encuentra en este artículo de Juan Villoro, titulado Un cuento moral, que les invito a leer. Después de digerirlo, quizá no les queden muchas ganas de meterse a escritores. 

Afanoso

Mi particular —y modesto— calvario ha incluido un poco de todo, desde el calificativo de “señorito” que me suele dedicar una banda de macarras en Twitter, siendo que la vida no me da ni para colgarme corbata, a las sentencias del trepa más descamisado de todos, que dejó escrito un día: “Es un autor al que no hay que tener en cuenta”. Sucedió algo curioso con él no hace mucho. Me invitaron a la presentación de un premio muy sonado, y acudí, realmente, porque quizá así algún día me lo darían a mí. Me costó lo mío, como siempre, decidir atuendo y reunir incluso coraje. Una vez allí, columnas y corbatas, taconazo y glamour, fui a sentarme justamente detrás de este imperecedero autor. Al reconocerle, me reconocí, me di tanto asco, me vi tan miserable en él, que me levanté y me fui. Todo lo cual habla largamente sobre mi escaso futuro como escritor, como es obvio.

"Me admira esto de Solano, realmente, esa capacidad y entereza a la hora de inventarse una mala fama y darle aire en un suplemento literario de calidades bíblicas"

Con todo, uno de los grandes momentos de mi vida literaria se lo debo a una maravillosa reseña de Francisco Solano en Babelia. Con su excelente prosa, dedicaba medio texto a describir mis andanzas escaladoras, con el bello hallazgo “muy afanoso en la autopromoción”. Es inútil pedirle al acusador prueba alguna —pruebas masivas, en realidad— de este afán del autor, y no digamos exigirle apreciaciones similares en todas sus reseñas sobre la mayor o menor pulsión publicitaria de cada escritor al que atienda. De hecho, me imagino la risa o el alivio de tantos autores que se pasan la madrugada haciendo paquetes con sus libros o la mañana invitando a gente a sus presentaciones, o la tarde dando calculados “me gusta” en todas las redes sociales disponibles, al ver que otro, que apenas sale de casa, cargaba con el muerto.

Cuando pienso en esta reseña, me acuerdo de esa escena de Pulp Fiction donde Samuel L. Jakson grita: “¡Te reto, hijo de puta!”, y la versiono en mi cabeza para mi propio solaz: “Te reto, hijo de puta, te reto a encontrar un solo mail enviado o un solo libro dedicado por mí en los últimos 25 años a un autor o crítico español influyente. Uno solo.”

Me admira esto de Solano, realmente, esa capacidad y entereza a la hora de inventarse una mala fama y darle aire en un suplemento literario de calidades bíblicas. Sin temblar, sin incómodos escrúpulos, sin rastro de algo lejanamente parecido a la decencia.

Curiosamente, meses o años después de este lance, el hombre descubrió Twitter, se hizo una cuenta y empezó a seguirme. ¿De qué sentina sale esta gente?, me pregunté.

¿De qué pozo sin fondo?

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