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Lo mejor de todo, un cuento de Henry James

Lo mejor de todo, un cuento de Henry James

Un joven periodista recibe el sorprendente encargo, tras la muerte de un afamado escritor amigo suyo, de llevar a cabo la escritura de sus memorias. La viuda lo convida a trabajar en el relato en la casa medio vacía: en medio de la penumbra, Henry James dibuja figuras desde el otro lado de la muerte.

Lo mejor de todo, un cuento de Henry James

1

Cuando después de la muerte de Ashton Doyne —sólo tres meses después— le hicieron a George Withermore eso que suele llamarse una proposición con respecto a un «volumen», la comunicación le llegó directamente de sus editores, que habían sido también, y la verdad es que mucho más, los del propio Doyne; pero no le sorprendió saber, al celebrarse la entrevista que luego le propusieron, que habían recibido algunas presiones por parte de la viuda de su cliente en cuanto a la publicación de una Vida. Las relaciones de Doyne con su mujer, por lo que sabía Withermore, habían sido un capítulo muy especial, que de paso podría ser también un capítulo muy delicado para el biógrafo; pero, desde los primeros días de su desgracia, había podido apreciarse por parte de la viuda un sentimiento de lo que había perdido, y hasta de lo que había faltado, del que un observador un poco iniciado bien podía esperar que se derivara una actitud de reparación, un apoyo, incluso exagerado, en favor de un nombre distinguido. George Withermore tenía la impresión de estar iniciado; pero lo que no esperaba era oír que le había mencionado a él como la persona en cuyas manos depositaría con más confianza los materiales para el libro.

Esos materiales —diarios, cartas, apuntes, notas, documentos de muchas clases— eran propiedad de la viuda, estaban totalmente en sus manos, sin condiciones de ninguna clase referentes a alguna parte de su herencia; de forma que era libre para hacer con ellos lo que quisiera, y libre, especialmente, para no hacer nada. Lo que Doyne hubiera dispuesto, de haber tenido tiempo para hacerlo, no podía ser otra cosa que meras suposiciones y conjeturas. La muerte se lo había llevado demasiado pronto y demasiado de prisa, y la lástima era que los únicos deseos que se sabía había expresado eran deseos de que no se hiciera nada. Había desaparecido antes de tiempo, eso era lo que pasaba; y el final era irregular y necesitaba recortes. Withermore sabía muy bien lo cerca que había estado de él, pero también sabía que él era un hombre relativamente poco conocido. Era un periodista joven, un crítico, un hombre que vivía al día y que, como solía decirse, tenía todavía poco que mostrar. Sus obras eran pocas y pequeñas, sus relaciones escasas y vagas. Doyne, en cambio, había vivido bastante tiempo —sobre todo había tenido bastante talento— para llegar a ser grande y, entre sus muchos amigos, acompañados también de grandeza, había varios a los que para quienes conocían a su viuda habría sido más natural acudir.

Pero la preferencia que había expresado —y la había expresado de una forma indirecta y considerada que le dejaba cierta libertad— hacía pensar al periodista que por lo menos debía ir a verla, ya que en cualquier caso tendrían mucho de que hablar. Escribió inmediatamente a la viuda, ella le dio una hora, y lo hablaron. Pero salió de la entrevista con su idea personal mucho más reforzada. Era una mujer extraña, y él nunca la había encontrado agradable; sólo que ahora veía algo que le conmovía en su impaciencia jactanciosa y atolondrada. Quería que se hiciera el libro, y el individuo que entre los del grupo de su marido consideraba era el más fácil de manejar tenía que encargarse de que se hiciera. Mientras vivía Doyne, nunca le había tomado demasiado en serio, pero la biografía tenía que ser una respuesta contundente a cualquier imputación que se le hiciese. No sabía gran cosa de cómo se hacían esos libros, pero había estado mirando y había aprendido algo. Desde el principio, Withermore se alarmó un poco al ver que estaba decidida a fijar cantidad. Hablaba de «volúmenes», pero él también tenía sus ideas al respecto.

«Pensé inmediatamente en usted, lo mismo que habría hecho mi marido», le dijo casi nada más aparecer delante de él, con sus grandes ropas de luto, sus grandes ojos negros, su gran peluca negra, su gran abanico y guantes negros, flaca, fea, pero con un aire sorprendente y que, desde cierto punto de vista, podría parecer «elegante».

—Usted era el que más le gustaba. ¡Huy, con mucho! —le dijo, y eso fue suficiente para que perdiera la cabeza.

Poco importaba que luego pudiera preguntarse si ella misma había conocido a Doyne lo bastante bien como para poder asegurarlo. Se habría dicho a sí mismo que su testimonio sobre ese punto tampoco contaba demasiado. Aparte eso, no podía haber humo sin fuego; ella, al menos, sabía lo que quería decir, y él no era una persona a la que pudiera tener interés en adular. Subieron en seguida al estudio vacío del gran hombre, que estaba en la parte de atrás de la casa, y daba sobre un jardín grande —una vista hermosa y capaz de inspirar al pobre Withermore— perteneciente a un grupo de casas caras.

—Aquí puede trabajar perfectamente —dijo la señora Doyne; este sitio va a tenerlo exclusivamente para usted; voy a ponerlo todo en sus manos; de forma que, sobre todo por las noches, ¿comprende?, en cuanto a tranquilidad y aislamiento, va a ser un sitio perfecto.

La perfección misma le pareció al joven al mirar a su alrededor, después de haber explicado que, como trabajaba en un periódico de la tarde, tenía las mañanas ocupadas y todavía, durante bastante tiempo, tendría que ir siempre por la noche. La habitación estaba llena de la presencia de su amigo; todo lo que había allí había pertenecido a él; todo lo que tocaban había formado parte de su vida. De momento fue demasiado para Withermore, un honor demasiado grande, y hasta un cuidado demasiado grande también; recuerdos aún recientes volvían a su memoria y, mientras el corazón le latía más deprisa, sus ojos se llenaron de lágrimas; la presión que ejercía su lealtad le parecía más de lo que podía soportar. Al ver sus lágrimas, la señora Doyne empezó a llorar también y, durante un minuto, los dos estuvieron mirándose. Él casi esperaba oírle decir: «¡Ayúdeme a poder sentirme como usted sabe que quiero sentirme!» Y poco después uno de ellos dijo, con pleno asentimiento del otro, y sin que importara quién lo hubiera dicho: «Aquí es donde estamos con él.» Pero fue Withermore el que, antes de que salieran de la habitación, dijo que era allí donde él estaba con ellos.

El joven empezó a ir allí tan pronto como pudo arreglar las cosas, y fue luego, cuando en aquel silencio especial, entre la luz de la lámpara y del fuego, empezó a notar que una sensación cada vez más fuerte iba apoderándose de él. Llegaba allí después de atravesar el Londres negro de noviembre; pasaba por la casa grande y silenciosa, subía por la escalera alfombrada de rojo, y no encontraba en su camino más que a alguna doncella muda y bien entrenada, o a la señora Doyne, vestida como una ruina con sus ropas de luto, y su cara trágica que expresaba aprobación; y luego, sólo con tocar aquella puerta tan bien hecha, que hacía un clic seco y agradable, se encerraba durante dos o tres horas con el espíritu del que siempre había confesado era su maestro. Se sintió no poco asustado cuando, ya la primera noche, se le ocurrió pensar que lo que verdaderamente le había atraído más de todo el asunto era el privilegio y el lujo de tener esa sensación. Ahora se daba cuenta de que no había pensado mucho en el libro, sobre el que comprendía que todavía tenía mucho que pensar; lo que había hecho era dejar que su afecto y su admiración —por no hablar de la satisfacción de su orgullo— se prestaran a caer en la tentación que les ofrecía la señora Doyne.

¿Cómo podía él saber, sin pensarlo más, que el libro, en conjunto, era una cosa deseable? ¿Qué autorización había recibido nunca del propio Ashton Doyne para un acercamiento tan directo y, podría decirse, tan familiar? El arte de la biografía era una cosa importante, pero había vidas y vidas, y había temas y temas. Recordaba confusamente palabras que se le habían escapado a Doyne sobre lo que pensaba de las compilaciones contemporáneas, comentarios que indicaban las distinciones que él mismo hacía en cuanto a otros héroes y otros panoramas. Recordaba incluso que su amigo, en algunos momentos, habría dado la impresión de creer que la carrera «literaria» podía muy bien —salvo en el caso de un Johnson o un Scott, con un Boswell y un Lockhart para acompañarlos— darse por satisfecha con estar representada. Un artista era lo que hacía, no era nada más que eso. Pero, por otro lado, ¿cómo no iba él, George Withermore, un pobre diablo, a lanzarse sobre la ocasión de pasar el invierno en una intimidad tan prometedora? Había sido una cosa deslumbrante, nada más que eso. No habían sido los «términos» de los editores —aunque en el despacho decían que estaban muy bien—, había sido el propio Doyne, su compañía, su contacto y su presencia, había sido lo que estaba resultando, la posibilidad de mantener una relación más estrecha que la de la vida. ¡Qué raro que, de esas dos cosas, fuera la muerte la que tenía menos secretos y misterios! La primera noche que se quedó solo en el estudio tuvo la sensación de que, también por primera vez, él y su maestro estaban realmente juntos.

2

Durante la mayor parte del tiempo, la señora Doyne le había dejado solo, pero había ido en dos o tres ocasiones para ver si disponía de todo lo necesario, y él había tenido la oportunidad de darle las gracias por el buen juicio y el celo con que le había suavizado el camino. Ella misma había estado repasando las cosas, y había podido reunir varios grupos de cartas; aparte eso, había puesto en sus manos, desde el primer momento, las llaves de todos los cajones y armarios, además de informarle sobre el posible paradero de otras cosas. En resumen: se lo había entregado todo y, si su marido había o no confiado en ella, lo que sí estaba claro era que, al menos ella, confiaba en el amigo de su marido. Sin embargo, Withermore empezó a tener la impresión de que, a pesar de todas esas demostraciones, no se sentía tranquila, que cierta ansiedad que no podía aplacar continuaba siendo casi tan grande como su confianza. Aunque se mostrara tan considerada, no dejaba de estar claramente allí: a través de un sexto sentido, que se había desarrollado en él junto a todo lo demás, la veía, la sentía planear en los rellanos de las escaleras, y al otro lado de las puertas, comprendía, por el roce sigiloso de sus faldas, que estaba vigilándole, esperando. Una noche, sentado a la mesa de su amigo, perdido en las profundidades de la correspondencia, se llevó un susto al tener la impresión de que había alguien que estaba detrás de él. La señora Doyne había entrado sin que le sintiera abrir la puerta, y le obsequió con una sonrisa forzada al ver que se levantaba de un salto.

—Espero no haberle asustado —dijo.

—Un poco nada más; estaba tan absorto. Por un instante —explicó el periodista— fue como si él mismo estuviera aquí.

El asombro hizo que su cara pareciera todavía más rara:

—¿Ashton?

—Parece estar tan cerca —dijo Withermore.

—¿A usted también?

Esa pregunta le extrañó:

—¿Le pasa a usted lo mismo?

Tardó un poco en contestar, sin moverse del sitio en que había aparecido, pero mirando a su alrededor, como si quisiera penetrar en los rincones más oscuros del estudio. Tenía una forma especial de levantar hasta la altura de la nariz aquel abanico negro, que parecía no dejar nunca, y que, al taparle la mitad inferior de la cara, hacía que la mirada de sus ojos, que asomaban por encima de él, resultase todavía más ambigua:

—Algunas veces.

—Aquí —dijo Withermore— es como si pudiera ir a entrar en cualquier momento. Por eso es por lo que he pegado ese salto hace un momento. Hace tan poco tiempo que solía hacerlo…, como quien dice, ayer. Me siento en su silla, manejo sus libros, uso sus plumas, atizo su fuego, lo mismo que si, sabiendo que iba a volver de dar un paseo, hubiera venido aquí a esperarle. Es maravilloso, pero produce una sensación extraña.

La señora Doyne, sin bajar el abanico, le escuchaba con interés:

—¿Le molesta?

—No, me gusta.

—¿Tiene usted siempre esa impresión de que está… personalmente en el estudio?

—Bueno, como le decía hace un momento —contestó el periodista, riendo—, al notar que estaba detrás de mí, pareció que era eso lo que creía. ¿Qué es lo que queremos, después de todo, sino que esté con nosotros?

—Sí, como dijo usted que lo estaría esa primera vez. —Le miró fijamente.— Está con nosotros.

La cosa era bastante poco normal, pero Withermore respondió con una sonrisa:

—Entonces tenemos que hacer que se quede. Debemos hacer únicamente lo que le gustaría a él.

—Sí, claro, únicamente eso. Pero ¿si está aquí…?

Por encima del abanico, sus ojos sombríos parecían lanzar la pregunta con cierta tristeza.

—¿Eso demuestra que está contento y que sólo quiere ayudar? Sí, seguro que es eso.

Dio un pequeño suspiro y volvió a mirar a su alrededor:

—Bueno —dijo al despedirse:— recuerde que yo también sólo quiero ayudar.

Cuando ya se había ido, pensó que, efectivamente, sólo había entrado allí para comprobar que todo iba bien.

Todo iba perfectamente, y cada vez mejor porque, a medida que avanzaba en su trabajo, le parecía sentir con más claridad la presencia personal de Doyne. Una vez admitida esa idea, ya la acogía con gusto, la alentaba, la mimaba, esperando todo el día con ilusión que se renovara por la noche, y esperando que llegara la noche como una pareja de enamorados podría esperar que llegara la hora de su cita. Los menores detalles se adaptaban a ella y la confirmaban y, al cabo de tres o cuatro semanas, había llegado a considerarla como la consagración de su empresa. ¿No resolvía la cuestión de lo que hubiera podido pensar Doyne de lo que estaban haciendo? Lo que estaban haciendo era lo que él quería que hiciesen, y podían continuar, paso a paso, sin ningún tipo de escrúpulos o dudas. En algunos momentos, Withermore se alegraba mucho de tener esa seguridad: a veces, cuando se sumergía en las profundidades de algunos de los secretos de Doyne, era muy agradable para él poder pensar que Doyne quería que los conociese. Se estaba enterando de muchas cosas que no había sospechado, descorriendo muchas cortinas, abriendo muchas puertas, aclarando muchos enigmas, pasando, como decían, por la parte de atrás de casi todo. Y era al encontrarse con algún recodo brusco en una de esas andanzas «por la parte de atrás» cuando sentía de repente, de forma íntima y perceptible, que estaba cara a cara con su amigo; de manera que, en ese instante, apenas podría haber dicho si su encuentro se producía en la estrechez y apretura del pasado o en el momento y el sitio en que se encontraba entonces. ¿Era el 67 o era simplemente el otro lado de la mesa?

Pero, por suerte, e incluso bajo la luz más vulgar que pudiera arrojar la publicidad, siempre podría contarse con la forma en que Doyne estaba «quedando». Estaba quedando demasiado bien, todavía mejor de lo que un partidario tan incondicional como Withermore podría haberse imaginado. Pero, al mismo tiempo, ¿cómo iba a poder ese partidario explicar a otra persona la impresión tan especial que tenía? No era una cosa para ir por ahí hablando de ella, era una cosa sólo para sentirla. Había momentos, por ejemplo cuando estaba inclinado sobre sus papeles, en que estaba tan seguro de notar en el pelo el aliento de su amigo muerto como de tener los codos apoyados en la mesa. Había momentos en los que, de haber podido levantar la cabeza, habría visto a su compañero al otro lado de la mesa, tan bien como veía la página a la luz de la pantalla. Que en ese preciso momento no pudiera mirar era asunto suyo, porque la situación estaba dominada —y eso era muy natural— por delicadezas profundas y timideces exquisitas, por el miedo a un avance demasiado repentino o demasiado brusco. Lo que se palpaba en el aire era que si Doyne estaba allí no era tanto por sí mismo como por el joven sacerdote de su altar. Iba y venía, planeaba y se detenía a veces, casi podría haber sido, metido entre los libros y papeles, un bibliotecario silencioso y discreto, que estaba haciendo esas cosas especiales, prestando esa ayuda callada, tan del agrado de los hombres de letras.

Entretanto, el propio Withermore iba y venía también, cambiaba de sitio, vagaba en busca de cosas definidas o vagas y, más de una vez cuando, al coger un libro de un estante y ver en él señales hechas por el lápiz de Doyne se había puesto a mirarlo, había oído mover suavemente documentos que estaban encima de la mesa, se había encontrado, al volverse, con alguna carta traspapelada que estaba otra vez a la vista, con algún misterio, aclarado gracias a algún antiguo diario, abierto por la fecha misma que él necesitaba. ¿Cómo habría podido acertar con la caja o el cajón, entre los cincuenta que había, que era el que necesitaba si ese ayudante milagroso no hubiera tomado la precaución de torcer la tapa o dejarlo medio abierto para que pudiera fijarse en él? Eso, sin contar con el hecho de esos intervalos en los que, si uno hubiera podido realmente mirar, habría visto a alguien de pie delante de la chimenea, un poco distante y más erguido de lo normal, alguien que le miraba a uno con una pizca más de dureza que si estuviera vivo.

3

Que esa relación propicia había existido de verdad, había continuado durante dos o tres semanas, quedó suficientemente probado por el desconsuelo con que el periodista, por alguna razón, y a partir de cierta noche, se dio cuenta de que había empezado a echarla de menos. La señal fue una sensación repentina y sorprendente —un día que había perdido una maravillosa página inédita que, por más que la buscara, no quería aparecer— de que su estado protegido estaba, al fin y al cabo, expuesto a ser algo confuso, y hasta expuesto a sufrir alguna depresión. Si, para que todo fuera bien, él y Doyne habían estado juntos desde el principio, la situación a los pocos días de haber tenido esa primera sospecha, había sufrido el extraño cambio de que dejaran de estarlo. Eso era lo que pasaba, se dijo Withermore, al contemplar sus materiales y no poder ver más que masa y cantidad donde antes había tenido la agradable impresión de ver un camino despejado. Durante cinco noches continuó luchando, luego, sin sentarse nunca en su mesa, yendo de un lado para otro, buscando referencias sólo para volver a dejarlas, asomándose a la ventana, atizando el fuego, pensando cosas raras, y tratando de oír señales y sonidos, no como los que imaginaba, sino como los que deseaba escuchar e invocaba en vano, llegó a la conclusión de que, al menos de momento, estaba abandonado.

Lo extraordinario era que el no poder sentir la presencia de Doyne no sólo le entristecía, sino que le producía un gran desasosiego. En cierto modo, era más raro que no estuviera allí de lo que nunca podía haberlo sido que sí estuviera, tan raro, que sus nervios acabaron por no poder soportarlo. Habían tomado con bastante calma lo que era algo que no se podía explicar, y habían tenido la perversidad de reservar su agudeza para la vuelta a un estado normal, para la desaparición de lo falso. No podía ya dominarlos, y una noche, después de resistir una o dos horas, decidió salir del estudio. Por primera vez le era imposible estar allí. Sin propósito definido, pero jadeando un poco, y como un hombre verdaderamente atemorizado, pasó por el corredor de siempre, y llegó a lo alto de la escalera. Desde allí vio a la señora Doyne, que estaba abajo, mirándole, como si supiera que iba a venir; y lo más singular de todo fue que, aunque no había pensado para nada en recurrir a ella, no había hecho más que buscar un alivio escapando de allí, la posición en que estaba le pareció natural, la vio como parte de una monstruosa opresión que se cernía sobre ellos. Y fue asombroso cómo, en el Londres moderno, entre las alfombras de Tottenham Court Road, y la luz eléctrica, subió hasta él desde la señora vestida de negro, y volvió a bajar luego hasta ella, la idea de que sabía lo que ella quería decir porque tenía aire de saberlo. Bajó de prisa; la viuda entró entonces en un cuarto pequeño que tenía en el piso de abajo, y allí, todavía en silencio y con la puerta cerrada, se vieron obligados a hacer unas confesiones que habían cobrado vida con esos dos o tres movimientos. Withermore se quedó sin aliento al comprender por qué le había abandonado su amigo:

—¿Ha estado con usted?

Con eso ya estaba todo dicho, hasta tal punto que ninguno de los dos tuvo que dar explicaciones, y que cuando se oyó la pregunta: «¿Qué es lo que usted supone que está pasando?», pareció que cualquiera de los dos era el que podía haberla hecho. Withermore miró la habitación pequeña y alegre en la que, noche tras noche, ella había estado haciendo su vida lo mismo que él había estado haciendo la suya arriba. Era una habitación bonita, acogedora, prometedora; pero la viuda había sentido a veces en ella lo que había sentido él, y había oído en ella lo que él había oído. El efecto que producía allí negra, emplumada, extravagante, sobre un fondo rosa fuerte era el de un grabado en colores «decadente», un cartel de la escuela más moderna.

—¿Comprendió que me había abandonado? —preguntó él.

La viuda quería dejar las cosas claras:

—Esta noche, sí. Lo he comprendido todo.

—¿Sabía usted, antes, que estaba conmigo?

Vaciló un poco:

—Notaba que no estaba conmigo. Pero en la escalera…

—¿Qué?

—Pues que pasó, más de una vez. Estaba en la casa. Y en su puerta…

—¿Qué? —volvió a preguntar al ver que otra vez vacilaba.

—Si me paraba, algunas veces podía comprenderlo. En cualquier caso —añadió, esta noche, al ver su cara, supe cuál era su estado.

—¿Y por eso salió?

—Pensé que usted vendría a mí.

El le tendió la mano y, durante un minuto, estuvieron, así, cogidos en silencio. Ninguno de los dos notaba ahora una presencia especial, nada más especial que la del uno para el otro. Pero era como si aquel sitio hubiera quedado de repente consagrado, y Withermore volvió a preguntar con ansiedad:

—Entonces, ¿qué es lo que pasa?

—Yo sólo quiero hacer lo que sea lo mejor de todo —contestó ella, pasado un momento.

—¿Y no lo estamos haciendo?

—Eso es lo que me pregunto. ¿No se lo pregunta usted?

Él también se lo preguntaba:

—Lo que yo creo que es lo mejor. Pero tenemos que pensarlo.

—Tenemos que pensarlo —repitió ella.

Y lo pensaron, lo pensaron muchísimo, esa noche, juntos, y luego por separado. Withermore al menos podía responder de haberlo hecho durante muchos días después. Él suspendió por algún tiempo sus visitas y su trabajo, tratando de descubrir algún error que hubiera podido ser causa de ese trastorno. ¿Habría seguido, en algún punto importante o habría dado la impresión de que iba a seguir, alguna línea o alguna idea equivocada? ¿Había desfigurado algo con buena intención o insistido más de lo que convenía? Y volvió por fin con la idea de haber adivinado dos o tres cosas que podía haber estado en camino de embrollar; después de lo cual pasó, arriba, otro período de nerviosismo, seguido de otra entrevista, abajo, con la señora Doyne, que continuaba preocupada y en ascuas.

—¿Está allí?

—Está allí.

—¡Lo sabía! —gritó con aire de triunfo. Luego, para explicarlo, añadió—: No ha vuelto a estar conmigo.

—Ni conmigo tampoco, para ayudar —dijo Withermore.

La viuda lo pensó:

—¿No para ayudar?

—No puedo comprenderlo…, estoy perdido. Haga lo que haga veo que estoy haciéndolo mal.

Lo cubrió por un momento con su aparatoso dolor:

—¿Cómo lo nota?

—Pues por cosas que pasan. Las cosas más extrañas. No puedo describirlas…, y usted tampoco se las creería.

—¡Sí, sí que me las creería! —murmuró la señora Doyne.

—Es que interviene. —Withermore trató de explicarlo.— Haga lo que haga, me lo encuentro.

Lo escuchaba con ansiedad:

—¿Se lo «encuentra»?

—Me lo encuentro. Parece alzarse allí, delante de mí.

La señora Doyne, con los ojos muy abiertos, esperó un momento:

—¿Quiere decir que lo ve?

—Tengo la impresión de que en cualquier momento podría verlo. Estoy desconcertado. No puedo hacer nada. —Luego añadió—: Tengo miedo.

—¿De él? —preguntó la señora Doyne.

Withermore lo pensó un poco:

—Bueno…, de lo que estoy haciendo.

—¿Qué es lo que está haciendo, entonces, que sea tan horrible?

—Lo que usted me propuso que hiciera. Meterme en su vida.

En medio de su gravedad, mostró ahora una nueva alarma:

—¿Y no le gusta hacerlo?

—¿Le gusta a él? Esa es la cuestión. Lo ponemos al descubierto. Lo ofrecemos a los demás. ¿Cómo dicen? Se lo entregamos al mundo.

La pobre señora Doyne, como bajo una amenaza para su reparación, lo meditó un instante con profunda tristeza:

—¿Y por qué no habíamos de hacerlo?

—Porque no sabemos. Hay naturalezas, hay vidas que se echan para atrás. Es posible que no quiera que lo hagamos. Nunca se lo hemos preguntado.

—¿Cómo podíamos hacerlo?

Tardó un poco en contestar:

—Bueno: se lo preguntamos ahora. Después de todo, eso es lo que hemos hecho. Se lo hemos dicho.

—Entonces, si ha estado con nosotros, ya nos ha dado su respuesta.

Withermore habló entonces como si supiera lo que tenía que pensar:

—No ha estado «con» nosotros, ha estado en contra de nosotros.

—Entonces por qué creyó…

—¿Por qué creí al principio que lo que quiere es demostrarnos su simpatía? Pues porque me engañó mi buena fe. Estaba, no sé ni cómo decirlo, tan entusiasmado y tan contento que no lo comprendí. Pero ahora por fin lo comprendo. Lo único que quería era comunicarse. Hace esfuerzos por salir de su oscuridad; llega hasta nosotros desde su misterio; nos hace débiles señas desde su horror.

—¿Horror? —exclamó la señora Doyne, con el abanico delante de la boca.

—De lo que estamos haciendo. —En esos momentos ya podía entenderlo todo.— Ahora comprendo que al principio…

—¿Qué?

—Que uno no tenía más que notar que estaba allí y que, por tanto, no era indiferente. Y me dejé engañar por la belleza que había en eso. Pero está allí como una protesta.

—¿Contra mi Vida? —gimió la señora Doyne.

—Contra cualquier Vida. Está allí para salvar su Vida. Está allí para que le dejen en paz.

—Entonces, ¿renuncia? —dijo ella, casi con un grito.

—Está allí como una advertencia.

Por un momento estuvieron mirándose el uno al otro. Ella dijo por fin:

—¡Tiene usted miedo!

Le molestó, pero volvió a decir:

—¡Está allí como una maldición!

Después de eso se separaron, pero sólo por dos o tres días; sus últimas palabras las tenía incrustadas en los oídos y, entre la necesidad de darle satisfacción a ella, y la otra necesidad que también había que tener ahora en cuenta, le pareció que todavía no podía abandonar. Volvió por fin a la hora de siempre, y la encontró en el sitio de siempre.

—Sí, tengo miedo —dijo, como si lo hubiera pensado bien, y supiera ya todo lo que significaba.— Pero veo que usted no lo tiene.

Ella no contestó directamente:

—¿De qué tiene miedo?

—Pues de que, si continúo, le veré.

—¿Y entonces?

—Entonces —dijo Withermore— tendría que renunciar.

Lo pensó con su aire altanero, pero serio:

—Yo creo que necesitamos tener una señal clara.

—¿Quiere que vuelva a intentarlo?

Vaciló un poco:

—Ya sabe lo que significa para mí renunciar.

—Sí, pero usted no necesita hacerlo.

Pareció extrañarse, pero en seguida adujo:

—Significaría que no quiere aceptar de mí… -no pudo terminar la frase.

—¿No quiere aceptar qué?

—Nada —dijo la pobre señora Doyne.

La miró otra vez un momento:

—Yo también he pensado lo de la señal clara. Volveré a intentarlo.

Cuando se disponía a dejarla, ella comentó:

—Lo que me temo es que esta noche no habrá nada preparado…, ni lámpara, ni fuego.

—No se preocupe —contestó, ya al pie de la escalera:— Encontraré las cosas.

Ella dijo que suponía que la puerta estaría abierta, y luego se retiró otra vez, como para esperarle. No tuvo que esperar mucho; aunque, con la puerta abierta sin dejar de prestar atención, es posible que no le pareciera lo mismo que a su visitante. Pasado un rato, le oyó en la escalera, y luego estaba ya delante de la puerta, donde, si no había aparecido precipitadamente, sino más bien despacio y sin ruido, sí se le veía pálido como un muerto.

—Renuncio.

—Entonces, ¿lo ha visto?

—En la puerta…, guardándola.

—¿Guardándola? Asomó por encima de su abanico—. ¿Con claridad?

—Inmenso. Pero borroso. Oscuro. Horrible —dijo el pobre George Withermore.

—¿No entró en la habitación?

El periodista miró hacia otro lado:

—No lo permite.

—Dice que yo no necesito… Bueno, entonces, ¿tengo que…?

—¿Verle? —preguntó George Withermore.

La señora esperó un momento:

—Renunciar.

—Eso tiene que decidirlo usted misma.

Él, por su parte, lo único que pudo hacer fue sentarse en el sofá, y taparse la cara con las manos. No pudo saber después cuánto tiempo había estado así; le bastó con saber que lo primero que vio fue que estaba solo en el cuarto, entre los objetos favoritos de la viuda. En el momento en que se ponía de pie, con esa sensación y con la de que la puerta que daba al vestíbulo estaba abierta, se encontró, una vez más, en aquel sitio claro, cálido y rosado, con la presencia grande, negra y perfumada de ella. Nada más verla, al dirigirle una mirada todavía más triste por encima de la máscara de su abanico, comprendió que había estado arriba; y así fue como, por última vez, se enfrentaron juntos a su extraña situación.

-¿Lo ha visto? —preguntó Withermore.

Sería más tarde cuando, por la forma en que la vio cerrar los ojos, como para tomar fuerzas, y tenerlos cerrados un buen rato, comprendería que al lado de la visión indescriptible de la mujer de Ashton Doyne, la que había tenido él podía considerarse una broma. Antes de que hablara comprendió que todo había terminado.

—Renuncio.

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Autor: Henry James. Traductor: Eduardo Berti. TítuloCuentos completos. 1879-1894Editorial: Páginas de Espuma. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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