Fotos: Enrique Martínez Bueso
Nació en 1977 en Los Ramos, una pequeña pedanía cercana a la ciudad de Murcia en donde aún se aprecian los últimos rescoldos de una Huerta en peligro de extinción. Profesor del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Murcia e invitado habitual en prestigiosas universidades de los Estados Unidos y de Europa, tiene fama de buena persona. Transmite la impresión de hombre tranquilo y algo despistado, como si su cabeza estuviera siempre en otra cosa. Es amable y cortés, y cuenta con valiosos amigos que le animan a dar el salto, a seguir adelante. Luce una barba corta y va ataviado de una gorra con la que le gusta aparecer en las solapas de sus libros.
Aunque desde 2013, a raíz de la publicación de Intento de escapada, empezó a contar con el favor de la crítica y de los lectores más exigentes, desde el pasado año, con la aparición de su novela de mayor éxito, la más intensa y desgarradora, la más personal y autobiográfica, titulada El dolor de los demás —elogiada por el mismísimo Kiko Matamoros, en uno de sus programas Deluxe—, Miguel Ángel Hernández se ha convertido en un tipo que sueña con vivir de la literatura.
—Tras el éxito, de lectores y de crítica, de El dolor de los demás, ¿necesitaba una aclamación de este calibre para sentirse escritor, para pensar que lo que hace se escucha al otro lado?
—Es cierto que El dolor de los demás ha supuesto un antes y después, sobre todo en la consideración por parte de los lectores. Está siendo muy emocionante la respuesta afectiva de miles de lectores a los que nunca había imaginado que iba a poder llegar. Y sí, es reconfortante sentir claramente que hay alguien al otro lado. Al fin y al cabo, uno escribe sobre todo para ser leído. Y a cuantas más personas llegue eso que se escribe en la intimidad, mejor. Así que la alegría de haber podido compartir esta historia tan cercana con toda una serie de lectores que desbordan el círculo habitual de los que habían leído mis trabajos anteriores es inmensa. No obstante, si te soy sincero, esto no ha cambiado mi relación con la literatura. Escribo lo que quiero escribir —es en el fondo una necesidad—, desde el principio. A veces llega a más gente y otras a menos.
—¿Le emociona pensar que una historia tan personal como la que ahí cuenta sea compartida por miles de personas ajenas a su mundo, a su juventud, a su pueblo?
—Mucho. Como te decía, es algo que me ha sorprendido. No estaba, ni mucho menos, en mi cabeza cuando comencé a escribir. De hecho, mi temor era que la historia que iba a contar era tan íntima que corría el riesgo de no interesar a nadie. Pensaba que iba a perder a los lectores “cultos” de mis anteriores novelas y que no tenía claro si podía conquistar alguno nuevo. Aun así, continué, sin pensar mucho en el resultado y en la recepción. Todo lo que ha llegado después ha sido muy inesperado. Y lo que más me ha impresionado de todo han sido los tipos tan diferentes de lectores que han entrado en el libro. He recibido comentarios entusiastas de escritores a los que admiro y de lectores anónimos, de personas con una amplia trayectoria lectora y lectores mucho más esporádicos. Culturetas y parroquianos del Yeguas. Todos por igual.
—Si le parece, podemos comenzar por hablar sobre cómo llegó al sello Anagrama, uno de los más prestigiosos del panorama internacional.
—Después de varios libros publicados en editoriales regionales, con Intento de escapada sentí que era necesario perseverar y hacer circular el manuscrito sin importar el tiempo que eso pudiera tomar. Uno termina un libro y su pulsión es verlo publicado enseguida, pero cuando se empieza la cosa no funciona así. Fueron varios años de rechazos y sobre todo de silencios. Ahora sé que eso es normal y que a las editoriales —a todas, también a las pequeñas— llegan tantos manuscritos que es imposible responder a todos. Pero en aquel tiempo todo era frustración. Después del silencio de las editoriales, comencé a buscar agente. Y obtuve casi la misma respuesta. Muchos silencios. Afortunadamente, una respondió. Y nunca estaré lo suficientemente agradecido. Virginia López-Ballesteros. Su trabajo en aquellos momentos primeros fue fundamental. Después llegó la mención en el Herralde y comenzó el sueño que llega hasta hoy.
—¿Qué se siente al estar en las manos de un editor ya histórico, casi de leyenda, como Jorge Herralde?
—Como decía, un sueño hecho realidad. Anagrama ha sido para mí un sello fetiche. Desde siempre. En sus ediciones he leído a muchos de los autores que admiro. Bolaño, Vila-Matas, Marías, Auster, Hustvedt, Houellebecq, Carrère… Cuando miro hoy la estantería y veo mis libros en medio de los de esos titanes, no puedo evitar emocionarme. Estar en las manos de Herralde, sentir que se interesa por lo que escribes, trabajar con él, es una experiencia inolvidable. Lo sigue siendo aún, con Silvia Sesé, que es una editora fabulosa de la que estoy aprendiendo muchísimo.
—¿Se atreve a analizar brevemente lo que está sucediendo en la Región de Murcia en estos últimos años, quizá desde hace una década o poco más, con el género narrativo? Me refiero a la aparición de nombres como Manuel Moyano, Jerónimo Tristante, Ginés Sánchez, Paco López Mengual, Leonardo Cano, Lola López Mondéjar o usted mismo…
—Es un momento muy interesante para estar en Murcia. Muchos escritores han logrado publicar en editoriales nacionales, han ganado premios, han cosechado buenas críticas y también miles de lectores. Es un momento dulce, que también está acompañado del surgimiento de nuevas editoriales y la aparición de pequeñas librerías muy volcadas en la realización de presentaciones y actividades culturales. Incluso han comenzado a proliferar talleres de escritura. Lo único que quizá sigue faltando, como en toda España, es la presencia masiva de lectores. A veces piensa uno que si a todos los que escriben y publican les diera también por leer estábamos salvados. Fuera de bromas, es cierto que algo está pasando en Murcia, aunque también lo es que siempre ha habido una escena literaria y unos escritores excepcionales. Pensemos en el gran Miguel Espinosa. O, una generación posterior, en Pedro García Montalvo o Eloy Sánchez Rosillo. Lo que sucede ahora no puede obviar esa herencia.
—En su caso da la impresión de querer cultivar una determinada imagen que ya es conocida en muchos ambientes: la barbita, la gorra y una cara de no haber roto un plato en toda su vida.
—Jajaja. No es premeditado. Pero sí es cierto que, con el tiempo, acaba uno construyéndose una especie de personaje. En mi caso, como mi escritura está siempre lindando lo autobiográfico —o directamente se adentra ahí—, eso se acentúa aún más, porque escritor, narrador y protagonista de la ficción son la misma cosa. Toda puesta en escena ante los demás es una representación. Somos nosotros mismos, sí, pero también la imagen que queremos proyectar hacia los otros.
—¿Escribir? En su caso, ¿escribir para qué, para quién? Y, ya de paso, ¿tiene algún papel el escritor en la sociedad actual, cuando ya no hay princesas a las que poder cantar?
—Escribir para los demás. Sin duda. Por la necesidad de comunicar un mundo y con la intención de iniciar una conversación. A lo único que aspiro es a que los temas y problemas que aparecen en mis novelas hagan a los lectores formularse preguntas, que desencadenen procesos de pensamiento. Creo que es el papel de la literatura y del arte hoy, formular preguntas, cuestionar las certidumbres, desestabilizar e incomodar para despertar. Frente al entretenimiento que adormece, la literatura tiene que seguir siendo un puñetazo en el estómago, tiene que removernos, dejarnos al final del libro en un lugar diferente al que habitábamos cuando entramos en la lectura.
—¿Sueña con dejar un día la universidad y dedicarse profesionalmente a la literatura? Por cierto, ¿se valora en el ambiente universitario, entre sus colegas y entre el alumnado, el ser escritor, el aparecer en las páginas de los periódicos?
—Es un sueño que no me permito soñar. Absolutamente inalcanzable para mí. El tipo de literatura que escribo nunca llegará a best seller. Me conformo con encontrar tiempo para escribir. Además, el trabajo en la universidad me gusta. Me sigue emocionando la docencia y la investigación. Lo que me mata, como a todos, es la burocracia, las reuniones sin sentido, las comisiones kafkianas y el disparate en que se está convirtiendo el mundo universitario actual. Pero la esencia me sigue pareciendo maravillosa: el lugar del conocimiento y la libertad; habrá que resistir ahí mientras se pueda. A pesar de todo. Sobre la valoración entre colegas del trabajo de escritor… intento casi ocultarlo. Para la ANECA no sirve absolutamente de nada. Casi es peor decirlo, porque da la impresión de que estás perdiendo el tiempo en lugar de estar investigando y publicando en revistas de impacto que leen tres personas. Y entre los estudiantes… pues la mayoría de las veces es algo que pasa desapercibido. Algunos sí me leen, pero son muy poquitos. El resto están en otras cosas. Y no les culpo.
—¿A qué escritor no le gustaría parecerse? Y, en todo caso, dígame los tres o cuatro nombres de escritores que nombra, incluso cuando sueña.
—No sé, no tengo contramodelos. Cualquiera que escribe un libro me merece respeto. Con la que está cayendo, es mejor escribir que robar. Cada escritor tiene sus lectores. Pero claro, no quisiera ser un escritor superficial que escribe para salir del paso. Me tomo la literatura en serio e intento dejarme la piel en lo que escribo. Prefiero pensar en los escritores que admiro. Y ahí me gustaría parecerme a Siri Hustvedt, a Paul Auster, a Don DeLillo, a Annie Ernaux o a Enrique Vila-Matas. Pero me parece que ya llego tarde. Así que me conformo con leerlos y disfrutar de sus libros.
—Volvamos a la literatura, a sus novelas. Intento de escapada, El instante de peligro, ¿han sido meros trámites para llegar a El dolor de los demás?
—No los entiendo así. Cada novela para mí ha sido fundamental, aunque sí que es cierto que iban preparando un terreno para la obra posterior. De algún modo, cada novela ha funcionado como un laboratorio para lo que iba a venir después. Un laboratorio de ideas, pero también de estilo y estrategias narrativas. Igual que El dolor de los demás también lo ha sido. Uno escribe muchas veces para aprender a escribir. En cualquier caso, sigo creyendo en las otras dos novelas. Me sigo reconociendo en los problemas que abordan. Estoy orgulloso de ellas, especialmente de la que peor ha funcionado, El instante de peligro, que, por varias razones, me sigue pareciendo mi mejor novela, aunque haya cosechado menos lectores que las demás.
—¿Qué ingredientes hay en la coctelera de Miguel Ángel Hernández? ¿Qué no puede faltar en una novela suya?
—No pueden faltar reflexión y emoción. Mi narrativa es reflexiva, en el límite de lo ensayístico en algunos momentos, pero nunca totalmente cerebral. Creo que hay siempre pasión, sexo, corporalidad, y también cierta tensión narrativa. Algo que me interesa es que el lector quiera seguir leyendo, que se mantenga la intriga, a pesar, claro está, de no jugar en la liga del thriller o de lo policiaco. Pero es algo que para mí es fundamental, mantener al lector pegado a la página; creo que sólo así es posible cargarlo de reflexiones sobre el sujeto, el arte, la literatura y el mundo.
—Ha pregonado que no le gusta el término “autoficción”, que se puso de moda hace unos años. Si no son autoficción, ¿qué son sus novelas?
—Bueno, lo que no me gusta es la confusión respecto al término. Es cierto que, en mi última novela, narrador, personaje y autor coinciden. Se habla de autoficción para demasiadas cosas. Y muchas no tienen nada que ver entre sí, más allá de que el autor es un personaje de la narración. En ocasiones, esa característica es un punto de partida o una premisa, pero nada más. Es lo que ocurre con Cercas, Vila-Matas y otros autores, que parten de una cierta identificación con el personaje, pero que nunca coincide del todo. Creo, en este sentido, que mis dos primeras novelas pertenecerían a ese género si el personaje en lugar de Marcos o Martín se llamara Miguel. Comparto mucho con esos protagonistas, pero no todo, ni tampoco gran parte de lo que les sucede. El dolor de los demás establece un pacto distinto con la realidad, un pacto que se parece más al pacto autobiográfico. En ese sentido, no es ficción —más allá de la idea de que todo lo que contamos a los demás es ficción—, y casi podría hablarse, como ha dicho Manuel Alberca jugando con el término, de “antificción”. Una narración autobiográfica que cuenta algo real a través del yo del escritor, un testigo que se cuenta a sí mismo para poder contar lo que tiene frente a los ojos.
—Por cierto, ¿a quién se le ocurre ir diciendo por ahí que su última novela le ha encantado a Kiko Matamoros? Lo mismo se bajan del carro los lectores más exquisitos.
—Kiko Matamoros es un lector excepcional. Ha sido todo un descubrimiento. Y es cierto, a veces nos sorprendemos de que los personajes televisivos tengan vida y realidad más allá de la imagen que proyectan. Pero son personas con inquietudes, como cualquiera. Y en el caso de Matamoros con una gran cultura y un conocimiento muy preciso del mundo literario y artístico. Los momentos en los que, en pleno Sálvame, frena el tiempo y recomienda un libro o habla de un autor, son como los de Butragueño, en el área, cuando se frenaba en seco y todos se quedaban parados. Entra ahí lo que nadie menos espera. Y algo de eso queda. Uno de los problemas de la literatura es quedarse reducida a pequeños círculos de iniciados. A veces pienso que habría que darle a Kiko un programa de libros.
—¿Qué tuvo que ver Sergio del Molino en su última aventura literaria?
—Sergio es uno de los escritores de mi generación a los que más admiro. Tiene una de las mejores prosas del español actual. Además, el modo en que concibe sus novelas y sus ensayos es tremendamente inteligente, trenzando de modo magistral lo personal y lo histórico, lo íntimo y lo social, lo afectivo y lo racional. Su influencia ha sido fundamental para El dolor de los demás. Pero también su amistad. Él me animó a escribir esta historia. Y la leyó posteriormente. Su ánimo en los momentos bajos también fue esencial. Es cierto que uno escribe solo. Pero no lo es menos que en ocasiones necesita el apoyo de los amigos para paliar este desamparo.
—También se ha dicho que hay un cierto parecido entre su última novela y A sangre fría, de Capote. ¿No es sacar las cosas de quicio?
—Se ha dicho eso, sí, pero desde luego las diferencias son abismales, a no ser por el punto de partida: un crimen real en un contexto pequeño y cerrado. Y una escritura de no-ficción. Pero más allá de eso, Capote no es la referencia de esta historia. Si un autor es el modelo último, ese sería sin duda Emmanuel Carrère. Capote se entera de un crimen, va a buscarlo y, después, se sitúa fuera de la historia que cuenta, aunque afecte de modo directo a los acontecimientos. Carrère se pone en medio de aquello que cuenta. El escritor mancha la realidad. No puede quitarse de en medio. Lo que tal vez diferencia mi novela de las de Carrère, en especial de El adversario, que podría ser un modelo, es la relación de la historia que se cuenta con uno mismo. La conexión afectiva tan directa de lo ocurrido con el narrador es una de las claves de El dolor de los demás. Y se puede decir que condiciona la novela entera, especialmente la tensión ética que atraviesa la narración.
—La Huerta, ¿territorio novelable?
—Cualquier territorio es susceptible de ser convertido en literatura. Ocurre que tenemos muchos prejuicios para narrar lo cercano. Parece que las grandes historias tienen que suceder en lugares alejados, o en grandes capitales. Y no siempre nos atrevemos a mirar lo que nos rodea con ojos literarios, tal vez por un miedo al localismo o al folclorismo. Pero todas las historias son locales. Un pueblo es un pueblo, una ciudad es una ciudad, y un suburbio es un suburbio en Estados Unidos y en Murcia. Y es precisamente en esa “localización” donde está la esencia de las historias. Porque la historia de El dolor de los demás no podría situarse en otro lugar. La Huerta es aquí un personaje más, que afecta los hechos y condiciona la existencia y el modo de ver y pensar de los personajes. Las historias no son intercambiables. Suceden en sitios y tiempos precisos. La Huerta de Murcia no es más ni menos novelable que una aldea de Kansas o un pueblo perdido de los Alpes suizos. Es un lugar. Y con eso basta.
—Dígame para futuras novelas en qué puede mejorar, qué pretende que le salga mejor…
—Puedo mejorar en muchas cosas. Otra cosa es que sepa cómo hacerlo. Como te comentaba antes, las novelas —cada texto, en realidad— funcionan también como laboratorio. Te enseñan a hacer cosas que antes no sabías hacer, y también te muestran caminos por los que es mejor no transitar. El escritor aprende por ensayo y error. Hay que equivocarse mucho para encontrar soluciones. El problema es que ese aprendizaje del error se resetea en cada nuevo proyecto. Hay cuestiones generales que se aprenden —ciertas técnicas, cierto manejo del ambiente, de los diálogos… ciertas rutinas—, pero no siempre sirven para lo nuevo que se empieza, porque cada proyecto requiere sus propias reglas y modos de hacer. La novela que tengo en mente, por ejemplo, no tiene nada que ver con el trabajo autobiográfico previo. Es un desafío. Sobre todo por intentar hacer algo diferente a lo que he hecho. Cambiar el narrador, el punto de vista, dejar de lado la autorreferencialidad y lo metaliterario. Me apetece escribir una novela de las de toda la vida. Una historia lineal, con un personaje que evoluciona, que no tiene nada que ver conmigo, un narrador convencional… A veces lo simple es lo más difícil.
—Acaba de publicar un diario, Aquí y ahora (Fórcola), que documenta el proceso de escritura de El dolor de los demás y la recepción inmediata de la novela en el entorno cercano. ¿Cuáles son las diferencias esenciales con una novela que ya, de suyo, es una especie de making of?
—Una parte sustancial de Aquí y ahora se publicó online mientras escribía la novela. La otra es un epílogo escrito tras la decisión de la editorial Fórcola de publicar el diario como libro. Es cierto que la novela en sí misma alude a la escritura de la novela. Es decir, es un cómo se hizo algo que está fuera de campo. El diario sería un suplemento más a esta serie de autorreferencias, una especie de “cómo se hizo del cómo se hizo”, un “remaking of”. Una de las diferencias esenciales es el lenguaje. El del diario, en segunda persona, es un lenguaje mucho más provisional. Son apuntes e ideas, un texto más inmediato que el texto elaborado y cincelado de la novela. También, por supuesto, la tensión narrativa. El diario es un cúmulo de experiencias, aunque hay una cierta linealidad: la finalización de la novela. Es curioso: el diario parece, por momentos, una novela, y la novela un diario, aunque en el diario se cuentan cosas diferentes a las de la novela, lecturas, experiencias cotidianas, que están fuera de campo en la novela, pero que condicionan la escritura. Son libros que coinciden en el tiempo y que a veces se tocan y se confunden. Otras, sin embargo, se alejan, de modo que pueden ser leídos como libros autónomos, aunque es cierto que la experiencia conjunta de lectura enriquece el sentido de dos textos que, en el fondo, nacen del mismo impulso literario.
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