Al Paseo de Coches del Parque del Retiro le falta algo, pero ¿qué? Hay menos casetas, unas cuantas apenas y, sin embargo, no es eso. Algo no cuadra. Como cada año, los transeúntes se embotellan alrededor de un superventas mientras el sol derrite los helados y Almudena Grandes firma toda su obra en la caseta número doscientos sesenta y algo. Todo luce igual, incluido el director Manuel Gil trajinando de un lado a otro o el editor Javier Fórcola con su pajarita roja bajo un sol de mil demonios. Sólo al llegar a la librería Alberti consigo darme cuenta: la voz de la feria ha dejado de ser la misma y aunque quisiera preguntar qué ha pasado apuro el paso. No voy a llegar tarde a mi primera Feria del Libro de Madrid como autor.
Durante trece años me he dedicado a recorrer la Feria, caseta por caseta, atormentando a libreros, autores y editores con preguntas del tipo «y cómo van las ventas» después de un diluvio universal o, lo que es peor, intentando extraer un dato como quien le saca a otro una muela. Trepada a una banqueta me doy cuenta de que llevo años equivocándome. La noticia no ocurre de este lado del mostrador. No es quién firma o deja de hacerlo, tampoco si el sector es o no una burbuja —que lo es—. Lo importante es esa romería de hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos, lectores devotos u ocasionales, que conceden a la ciudad, por una vez al año, el milagro de un océano. Se equivocaba Ray Loriga al decir que el Dry Martini es el único mar que tiene Madrid. La verdadera marea se mueve entre los árboles, aquí y ahora.
Si algo tiene la Feria del Libro de Madrid no es sólo la celebración de la lectura sino la posibilidad de encuentro entre dos seres que sin conocerse se deben mucho el uno al otro: autor y escritor. Y aunque semejante coincidencia no siempre es poética ni generosa, hay algo profundamente humano que permanece ajeno a todos cuantos lo presencian. Hace ya años cuando miraba a Rafael Chirbes enjaulado en su caseta, solo y aburrido, llegué a pensar que existía algo de dignidad y belleza en el acto de quien espera a un lector. El asunto era al revés: lo hermoso es el farmacéutico, la médica, el ingeniero, el teleoperador o la azafata que acuden a comprar un libro o para estampar con una firma el ejemplar que ya traen de casa.
Antonio, que tiene setenta, ha leído La hija de la española (Lumen) en un préstamo de biblioteca, pero ha decidido venir a por un ejemplar, para regalarlo a otra persona. Richard, un profesional venezolano emigrado a España, trae a su hijo Pablo y a su mujer Elena mientras esparce una nube de humor para hablar de una tragedia que nos resulta común a los dos. Y como ellos Emilia, y Elena, y Carlos, y Gustavo, que han escuchado a Alsina transmitir en vivo el día de la inauguración de la Feria y han decidido comprobar, ellos mismos, de qué va este asunto. Hay quienes se acercan para decirte cuánto les ha gustado ésta o aquella frase, los que improvisan el ex libris en el canto del libro o los que quieren saber por qué deben leer este libro y no otro.
El libro es justo aquello que no vemos y pasa inadvertido entre la multitud: el editor que va de caseta en caseta acompañando a sus autores en el trance de la firma, la persona de prensa que procura, válgame Dios, que todo esté en orden aunque el termómetro roce los cuarenta grados, el librero que repone cada ejemplar porque alguien ha derramado una Coca-Cola, y ese hombre o aquella mujer que, aún siendo tímidos, se plantan ante otro para arrancarse a jirones la vergüenza para admitir si ha llorado, se ha enfadado o ha reído con ésta o aquella página. Al libro lo mantiene vivo la secreta electricidad que une a quienes los fabrican y a quienes los leen, una hecatombe del espíritu que pasa inadvertida en la marea que fin de semana a fin de semana anega este parque.
Lo descubrí hace unas semanas y lo constato ahora: hay un milagro en el acto de la lectura. Destinar tiempo, siempre escaso, a leer una historia ajena entraña una secreta generosidad, y si el asunto va servido del reporte sobre los pequeños temblores que ese libro ocasionó, el círculo parece ya completo. Al escuchar a quienes han leído La hija de la española he descubierto, encuadernadas en las palabras de alguien más, las muchas otras novelas que otros construyen a partir de la mía. Un libro que ha dejado de pertenecer a mi biografía para formar parte de la de alguien más. Si eso, como el mar, no es un milagro, más vale la excomunión o un trago a fondo blanco. Ya lo dice Daniel Cassany en su Laboratorio lector (Anagrama): leer es comprender, pero también meterse en problemas, dejarse arponear o tutear como el Ismael de Moby Dick. Es el mar, ese único mar que tiene Madrid. Esto que ocurre entre los árboles, pues.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: