En mi depósito de expectativas, esgrimo este párrafo como quien sostiene un nerviosismo. Aplazo la entrevista un poco más, dilatando estas palabras vacías que ahuecan el espacio: todo lo que venga a continuación resonará como una palabra o una tormenta. He estado hablando con Marta Sanz (Madrid, 1967), pero eso ya lo sabéis. Subrayo una vez más la circunstancia de que este es un párrafo vacío, con la esperanza de que el contraste entre el silencio y la palabra atraviese el cielo.
***
Un breve matiz contextual: Marta Sanz publicó, el pasado mes de febrero, el relato Las miniaturas de Laura Guerín dentro del volumen Hombres (y algunas mujeres), coordinado por Rosa Montero para Zenda. Este mismo año también ha publicado, con Anagrama, el ensayo Monstruas y centauras. Ambas circunstancias sirven como pretextos vagos para esta entrevista.
—Pues ya estoy grabando, Marta. Empezamos. Las miniaturas de Laura Guerín es, valga la redundancia, una especie de miniatura de lo que es tu literatura. Ahí está todo condensado, encajado en un doble juego de representación —la escritora eres tú, el narrador es un hombre, la protagonista es otra mujer—.
—Cuando me planteé la escritura de este cuento, invitada por Rosa Montero, quise por una parte reflejar una dificultad: la sufrida por parte de algunas mujeres dentro del mundo del arte —o de la literatura— para ser tomadas en serio. Existe una especie de prejuicio sexual que a veces lo enturbia y lo ensucia todo. Después, por otra parte, también quería reivindicar la posibilidad de hablar, en el marco de un relato literario, de las cosas pequeñas. De las nimiedades, de las miniaturas. Y de hacer que esos mundos pequeños, domésticos, íntimos, tengan el mismo estatus dentro del canon que el relato de una batalla o el relato épico tradicional.
Desde el principio, en mi literatura he intentado configurar una nueva épica que tiene que ver con la domesticidad, con los espacios íntimos, con esos esos lugares que siempre se han asociado —probablemente de una manera injusta— al mundo femenino. Yo buscaba esa doble perspectiva: por una parte, hablar de relaciones de poder enrarecidas entre maestros y discípulos en el mundo del arte y en el mundo de la literatura; por otra, dar cabida a lo pequeño como representación de lo grande, en consonancia con mi visión de que lo personal es político.
—Hablas desde la mirada de un hombre que pone en tela de juicio cada acto de la protagonista. Al proporcionarle al hombre esa cercanía con el lector, representas la partición entre esos dos mundos, la generación de un conflicto que sólo está en la cabeza del narrador. Mientras, Laura Guerín se mueve por el relato ajena a todo ello, centrada en sus miniaturas, en su trabajo creativo. Esa indiferencia mostrada por su parte respecto al conflicto es, de hecho, lo que más le duele al hombre.
—Eso está muy bien visto por tu parte, porque yo no me lo había planteado a priori pero lo reconozco perfectamente en el relato. Y probablemente encaje con mi propia vivencia y mi relación personal con mi posición en el campo literario. Cuando empecé a escribir El frío, en el año 1995, no era consciente de que mi condición de mujer pudiera ser una desventaja. Yo vivía con toda naturalidad las labores propias de nuestro oficio. Fueron el paso del tiempo y la experiencia las que me hicieron darme cuenta de que la recepción de los libros no era igual, de que no era la misma en el caso de los hombres y las mujeres. Yo digo que tengo una conciencia feminista tardía—al menos, en un sentido público—. Lo digo a pesar de que siempre haya tenido una sensibilidad feminista, bien a la hora de dibujar personajes en mis novelas o al intentar abordar el asunto de las mujeres y su posición en el mundo desde una perspectiva autocrítica que considero importante. Explícitamente, mi caída del caballo es tardía. No se da, por lo menos, hasta la tercera o la cuarta novela.
También buscaba dibujar a un hombre que encarnase el perfil de esas nuevas masculinidades que quizá tienen miedo a perder su sitio. Creo que hay hombres que se sienten vulnerables, que se sienten especialmente susceptibles y que no tendrían por qué, dado que lo único que pretendemos las mujeres —y concretamente las mujeres que nos dedicamos al oficio de escribir— es estar en condiciones de igualdad. No se trata de desplazarnos los unos a los otros. No se trata de machacar ni de insultar, sino de analizar la realidad: de ver cómo todos hemos sido educados en una cultura patriarcal a la que no renunciamos. Quiero decir, yo lo cuento siempre: en mi tripa está Galdós, en mi tripa está Tolstói, en mi tripa está el Marqués de Sade. Y yo no pienso renunciar a esos aprendizajes. Lo único que yo pretendo es que ese canon se amplíe, que reciba la mirada y la voz de otras escritoras que han sido silenciadas durante mucho tiempo.
Una de las cosas que más me interesaron de la propuesta que nos hizo Rosa Montero fue la posibilidad de hablar desde una mirada y una narrativa masculina. Muchas veces, a las escritoras se nos acusa de escribir únicamente acerca de nuestro reducto íntimo. Creo que es injusto: las escritoras buscamos la capacidad para impostar y reproducir las polifonías del mundo, para tener esa cosa esquizofrénica de sentirnos abducidas por la voz de Madame Bovary, o de un perro, un gato, un niño, un viejo o un japonés: me da exactamente lo mismo. Al mismo tiempo, buscamos empezar a articular otros relatos, muchas veces autobiográficos y muchas veces personales, que den cuenta de lo obsceno. Para mí, lo obsceno es lo que se queda fuera de la escena. No estoy hablando de lo pornográfico, ni tampoco de lo público: estoy hablando de todas esas cosas que nos retratan y para las que a veces la voz de la autobiografía es muy poderosa y muy adecuada.
—Habiendo leído El frío y viendo cómo se desarrolla tu trayectoria posterior, creo que se puede leer esa novela como el punto central de un círculo que se expande después para defender su núcleo. En ella escribes la siguiente frase: «Qué me importan a mí los merecimientos, él era el lugar que yo había elegido para descansar de la vida». Me resulta muy complicado imaginar que ahora pudieses escribir una frase así, pero sí creo que buscas describir una realidad en la que una frase así no necesite ser justificada.
—Creo que sí podría escribir esa frase en este momento, siempre y cuando la escribiera en boca de un personaje que no fuera yo. Yo, como mujer, no me siento nada identificada con esa frase. En el caso de El frío, es verdad que es una novela con elementos autobiográficos, porque yo intentaba curarme de un abandono o de un desamor tremendamente triste. Sin embargo, por otra parte, estaba utilizando una narradora que era yo sólo hasta cierto punto. A través de ella, era capaz de verbalizar las máximas o los deseos perturbados de una mujer absolutamente succionada por una relación amorosa vampírica. Una mujer que quiere ser succionada y que quiere ser vampirizada, y que solamente encuentra su lugar en el mundo y su patria a través del hombre que ama, del hombre que la ha abandonado en el frío. Todo eso está mirado con desgarramiento, con dolor. Yo creo que, en El frío, se pone de manifiesto la contradicción de muchas mujeres —y de muchos hombres— que han sido educadas en un sentimiento romántico que se han llevado a sus vidas y que a veces resulta muy dañino. Como te decía, en este momento de mi vida yo no me identifico con esa frase. Cuando era más joven sí podía hacerlo. Hoy, no sería una frase nada extraña saliendo de la boca de cualquiera de mis personajes femeninos —e incluso masculinos—, pero creo que la utilizaría justamente para expresar lo contrario. Para atacar la idea que contiene.
—Comentas que en El frío utilizabas una narradora que tenía elementos autobiográficos, pero que de alguna manera establecías ese límite para que ella pudiese decir cosas que tú, a ti misma como narradora, no te justificarías. Sin embargo, a lo largo de tu carrera ese límite se ha ido desdibujando progresivamente, hasta desaparecer por completo en La lección de anatomía o Clavícula, novelas en las que tú misma asumes una narración autobiográfica.
—Yo creo que los espejos de la ficción sirven para eso que tú acabas de describir. Cuando escribí El frío, lo hice movida por un sentimiento nada noble: el deseo de venganza. Con lo cual, yo estaba indagando en el lado performativo de la literatura. Descubrí que sí que lo tenía: el individuo del que me quería vengar se sintió tocado. Pensé: sí, la literatura sirve. Y sirve para cosas pequeñas como esa, pero también puede servir para cosas más grandes, ¿no? Sin embargo, para poder culminar esa especie de venganza, yo tuve que articular mecanismos narrativos, mecanismos que tenían que ver con la ficción y que me ayudaron a entender cosas sobre mi relación personal. Cosas que yo no sabía antes de ponerme a escribir. Por ejemplo: cuando acabé de escribir El frío, me di cuenta de que ese hombre que me había dejado… había hecho muy bien en dejarme, porque yo tenía una mirada completamente posesiva y destructiva de las relaciones amorosas. Si ese hombre y yo hubiésemos seguido juntos, lo más probable es que nos hubiésemos hecho un daño terrible y espantoso. Eso no lo sabía antes, pero lo aprendí mientras escribía. Así que todo esto de impostar otras voces y ponerte en otros lugares, ser tú pero al mismo tiempo estar siendo otra cosa, ser tu realidad y tu representación… es algo intelectualmente muy valioso.
—Y es curioso cómo se generan los circuitos de diálogo dentro de tu propia obra: esa consciencia de que quizá el abandono pueda llegar a ser la opción correcta sí que está presente en el personaje principal de Amor fou. En ella muestras una visión mucho más racional del conflicto amoroso de la que podías tener al escribir El frío. Y, con los diez años que separan a ambas novelas, es como si una respondiese a la otra, como si fuesen parientes.
—Es que has leído muy bien, porque El frío y Amor fou son dos textos que conversan el uno con el otro. Lo que sucede en Amor fou es que yo, muchos años después, vuelvo a revisar esas relaciones amorosas parasitarias tratando de darles una vuelta de tuerca. Tratando de rellenar el concepto del amor, la palabra amor, de otros significados que puedan ser más sanos —tanto para los hombres como para las mujeres—. En ella intento ver las relaciones interpersonales, las relaciones de pareja, desde una óptica de compañía, de solidaridad, de apoyo mutuo. Intento ofrecer la visión de un amor que no es espectacular, de un amor no histérico y no publicitario que quizá no sea muy fotogénico de cara a los grandes relatos, pero que a mí me parece que también tiene su encanto.
—En Monstruas y centauras citas un poema de Adrienne Rich que dice: «Este es el lenguaje del opresor / y sin embargo lo necesito para hablarte». Desde esa herencia que mencionas de las narrativas del romanticismo, ¿cómo reajustas el lenguaje para asumir el amor desde ese punto de vista que acabas de explicar?
—Ojalá… quiero decir: ojalá lo consiguiera. Yo creo que eso forma parte de mi proyecto narrativo desde el comienzo, aunque cuando yo comencé a escribir no conocía a Adrienne Rich. Leí su poesía a la altura del año 2006, probablemente cuando estaba escribiendo Susana y los viejos. Sin embargo, creo que en la literatura escrita por mujeres hay mucho de esa necesidad de reajuste de la que tú hablas. Es lo que te decía al principio: yo soy consciente de que soy la escritora que soy porque he leído a muchos escritores hombres con distintas visiones del mundo, con distintas visiones de la realidad que me han enriquecido en la medida en la que yo he podido reinterpretarlos desde una perspectiva crítica. Simplemente ocurre que, a esas fuentes que forman parte de mi metabolismo y mi ideología, yo he intentado añadir otras madres —en este caso, como hija, como diría Laura Freixas— que me permitan reajustar la mirada y la voz.
Yo me escandalizo, por ejemplo, cuando me llaman puritana, cosa que sucede algunas veces. Yo estoy absolutamente en contra de la censura y de prohibir absolutamente nada en literatura. Lo que intento hacer, tanto con los libros que escribo como con las críticas que a veces llevo a cabo, es proponer una manera de leer en la que seamos conscientes de que, por debajo de lo explícito de los textos literarios, hay una serie de connotaciones, sugerencias y resortes ideológicos que tampoco se pueden interpretar al margen del tiempo en el que fueron emitidos. Y que nos permita entender que la lectura es eso: un ejercicio de indagación crítica. Yo intento promover eso al mismo tiempo que busco, que intento buscar un lenguaje distinto. Creo que esa es mi obligación como escritora, no solamente por el hecho de ser mujer, sino porque creo que es nuestro deber buscar un lenguaje nuevo para cada texto que queremos escribir, para cada emoción que queremos que cristalice en un texto literario.
A mí no me gustaría ser una marca, que mi estilo fuera una marca. Lo que me gustaría es que el estilo fuese el qué de cada libro que estoy escribiendo. Intento no ser nunca igual a mí misma, y probablemente sea por eso que haya escrito novelas negras, novelas sociales, novelas autobiográficas, poesía y ensayo. He buscado indagar en distintos ámbitos. Eso sí: también reconozco que hay fantasmas que se repiten, porque yo soy la mujer que soy y no puedo evitarlo. Es… como una vertiente doble: por una parte está el ansia de un descubrimiento constante, de que siempre exista una reflexión en torno al lenguaje en cada obra que tú escribes. Por otra, está la cuestión de cómo eso se solapa con una serie de constantes que atraviesan tu obra y que tienen que ver con tu sentimentalidad y con tu ideología. Ahí vamos, abriendo la trenza.
—Alrededor de ese debate en torno del contexto como espacio de diálogo respecto a la obra, no sé si compartes que, a trazo grueso, existen dos flujos: uno es el de la creación, el otro el de la relectura. Es una especie de diálogo entre dos tiempos. Yo creo que lo que tú pretendes, precisamente, es darle liquidez al proceso de creación: que tu obra no sea una roca, que no sea un espacio cerrado. Que, de alguna manera, el lector pueda trasladarlo siempre a su contemporaneidad.
—Eso sería maravilloso, y pienso que tendría que ser la pretensión de todas las personas que escribimos con la conciencia de que, al final, el que cierra el ciclo de comunicación literaria siempre es el espacio de recepción. Para mí, los textos literarios tienen un núcleo duro. Un hueso de melocotón que tiene que ver con mis intenciones comunicativas, con mis preguntas, con mis incertidumbres, con mis convicciones, con mis deseos cumplidos o con mis deseos reprimidos: todo eso está ahí. Yo quiero armar, con el artificio literario, algo en torno a ese núcleo; al mismo tiempo soy muy consciente de que alrededor de ese hueso de melocotón existe una pulpa, toda una periferia connotativa que tú, como lector, vas a rellenar con tus propias experiencias, con tu propia visión del mundo, con tus propios deseos y con tus lecturas de otros libros, o tu visionado de otras películas. Creo que tenemos que ser conscientes de que, cuando tomamos la palabra en público, asumimos una responsabilidad: hay alguien al otro lado que va a dar sentido a lo que escribimos en épocas distintas. En caso de que lo que has querido transmitir perdure, claro. Dicho esto, creo que no se puede confundir la conciencia de que va a haber un espacio de recepción con el hecho de que tú te vendas a los lectores, de que intentes siempre pasarles la manita por el lomo y complacerlos.
Desde luego, creo que los grandes libros son aquellos que, en distintas épocas y en distintos espacios, pueden ser asumidos por comunidades diversas de modos muy diferentes. Lo grandioso del Quijote de Cervantes es eso: en la época romántica, el romanticismo es capaz de reformular el personaje cervantino desde una óptica que recoge los valores de la época; a la vez, los escritores británicos del siglo XVIII son capaces de reformular el personaje de otra manera distinta; en la posmodernidad la obra cervantina se convierte en otra cosa. Las grandes obras son aquellas que en cada época son interpretadas de manera diferente. Los lectores se dan cuenta de que, por alguna razón, esa obra les concierne. Esto te lo digo en general: no sé yo si llegaré a tanto. Ni de broma.
—Tú también has estado en el otro lado, quiero decir: has sido lectora y has reformulado desde tu perspectiva otras grandes obras. Se me ocurre el ejemplo de Farándula, que es una suerte de relectura de Eva al desnudo.
—Sí, en esa novela se me ve mucho la patita por debajo de la mesa. Creo que Farándula es una novela que nace de la rabia. Por un lado, debido a la precariedad económica acarreada por la crisis que padecemos todos, pero al mismo tiempo también explicita una rabia concreta en torno a la precariedad del mundo de la cultura, en torno al precio y el valor otorgados al mundo de la cultura en una sociedad de mercado, y cómo eso modifica incluso nuestro propio concepto de lo que la cultura es. Cuando algo no tiene importancia en una sociedad de mercado desde un punto de vista crematístico, se devalúa y parece que siempre es la guarnición del filete, como digo en el ensayo No tan incendiario.
En Farándula, yo quería hablar de un cambio de paradigma que creo que tiene que ver mucho con el neoliberalismo, que busca neutralizar la cultura como algo unido a la educación y a la formación en valores. Este nuevo paradigma busca reforzar una visión de la cultura como espectáculo, como algo tangible que se pueda comprar y vender y que sólo forme parte de los espacios y de los territorios de ocio. Hablo de esa metamorfosis que creo que es traumática y que creo que nos empobrece. También hablo de ese tránsito de lo analógico a lo digital en el que —sin caer en el papanatismo del apocalipsis, de ¡lo digital! ¡qué espanto! ¡nos vamos a morir todos! ¡vamos a perder nuestra humanidad!— se están modificando nuestras formas de procesamiento de la información: nuestra capacidad de concentración es distinta, nuestro sentido de lo largo y de lo breve es distinto, nuestro concepto de la espontaneidad o de la frescura es distinto… Y todo esto repercute en que la construcción del sentido crítico a través de los textos literarios y cinematográficos también sea distinta.
Has citado Eva al desnudo. Por una parte me gusta mucho que en los libros haya una conciencia de la realidad y de las cosas normales de que no se suelen contar, que se convierten en extraordinarias y se hacen visibles a través de un uso del lenguaje literario; pero junto a eso me gusta utilizar referencias culturales en lugar de emborronar, que las cosas de la realidad sirvan para que las veamos mejor. Por eso en Farándula hablo de Eva al desnudo, por eso en Daniela Astor y la caja negra menciono a todas las películas del destape español y de la transición, por eso Arturo Zarco es un detective culturalista al que le gustaría vivir en el término imaginario de todas las metáforas, o para siempre enclaustrado dentro de un escenario de Fritz Lang. Para mí, esa presencia de la cultura es fundamental, porque yo me paso la vida indagando en la relación que existe entre la realidad y sus representaciones. Tengo un concepto trascendente de la cultura, pienso que forma parte de nosotros y que las ficciones, al final… devienen en verdad.
—Es curioso que, a medida que la cultura se desvirtúa como agente económico, todo ese impacto se traslada a sus contornos. Es verdad que el objeto cultural no tiene fuerza en ese ámbito, pero los circuitos de poder ensamblados en torno a ella sí lo tienen. Esto provoca, de alguna manera, que los escritores tengan que desplazarse laboralmente a esos contornos para sobrevivir.
—Eso tiene mucho que ver con lo que te decía de la precarización del concepto de lo cultural. Yo creo que vivimos en una sociedad en la que, de una manera muy interesada, se considera que la cultura es algo accesorio. Subrayo lo de que todo esto se hace de manera interesada, porque creo que se sabe perfectamente que la cultura no es accesoria, que sirve para abrir los ojos y que la buena literatura crea conciencia y puede partir el cráneo de las personas en dos, como decía nuestro amigo Kafka. Todo esto genera una desconfianza hacia los emisores de los proyectos culturales y, a su vez, eso hace que parezca que se privilegian más otras actividades del ámbito social que pueden promover más actitudes resilientes en los otros. Entonces, si tú emites discursos que pueden llegar a ser perturbadores, normalmente te pagan poco y mal y tienes la necesidad de buscar otras maneras de ganarte la vida. Es verdad que nosotros vivimos de lo que siempre llamamos la periferia de la literatura. Yo no puedo vivir de los derechos que generan mis libros: yo tengo que vivir haciendo bolos, como dicen los músicos; tengo que ir dando conferencias; tengo que ir yendo a clubes de lectura; tengo que vivir colaborando en prensa; yo tengo que vivir multiplicándome y convirtiéndome, como he contado un montón de veces, en una trabajadora autónoma autoexplotada, que es lo que termina haciendo que me duela la clavícula. Pero creo que eso forma parte del mecanismo a través del cual la cultura se produce y se desarrolla en una sociedad capitalista, donde también es cierto que en el campo cultural existen clases sociales.
En España hay, por así decirlo, diez escritores y escritoras que pertenecen a una especie de aristocracia o élite de la literatura. Ellos probablemente no tengan que estar preocupándose siquiera de los bolos. Después existe un lumpenproletariado altamente precarizado que no puede vivir ni de broma de la escritura. Un grupo de personas que, a veces, no pueden siquiera publicar como les gustaría. Por último, hay una enorme masa media en la que me encuentro, una masa de escritores que luchamos denodadamente por formar parte de esa aristocracia y que vemos, con impotencia, cómo acabamos escurriéndonos hacia el lumpenproletariado. Por otra parte, vivimos una época bastante mala porque los autores —afortunadamente— hemos perdido el aura romántica de la creación, pero tampoco está bien visto que reivindiquemos nuestros derechos desde un punto de vista sindical. Está muy mal visto que hablemos de dinero. Al fin y al cabo, ¡nos dedicamos a lo que nos gusta! ¡Tenemos la posibilidad de desarrollar oficios vocacionales! Entonces, la vocación se transforma en algo muy peligroso, como apunta Remedios Zafra en su ensayo El entusiasmo. Parece que la vocación te penaliza para no cobrar lo que debes. Nos cuesta mucho trabajo justificarnos, y nos cuesta también mucho trabajo decir: «Quiero tener una vida digna, quiero pagar mis facturas». Nos cuesta mucho trabajo hacer todo eso sin que nos llamen pijas o nos llamen… yo que sé, cosas horrorosas.
—De algún modo, en esta tesitura, la renuncia viene siempre de alguna parte. Antes señalabas que es preciso tener en cuenta que existen los lectores, pero también evitar venderse a los lectores. La élite que mencionas está encarnada por un tipo de escritor muy pragmático, en el sentido de que no teme plegarse a los mecanismos propuestos por el sistema. Si tú, de algún modo, vives en el margen de ese sistema y lo combates desde tu creación literaria… la renuncia viene en la dirección opuesta. Se percibe como algo hipócrita embestir un sistema y luego querer alimentarse de él. Es como una contradicción permanente en la que se te obliga a vivir.
—Es una contradicción permanente que nos lleva a poner en permanente tela de juicio el concepto de éxito. Y eso es algo sobre lo que reflexiono de una manera bastante explícita en Farándula. Si yo soy una persona disconforme con el sistema en el que estoy viviendo, pero al mismo tiempo ese sistema me premia —bien de forma explícita, como un galardón, o simplemente permitiéndome vivir de lo que me gusta—, eso me genera un sentimiento de desconfianza hacia mí misma. Al final, siempre me pregunto: ¿me estaré equivocando? Es verdad que, desde esa perspectiva crítica, vivimos en permanente contractura, pero eso no significa que no tengamos derecho a vivir. Y eso no significa que desde ciertas posiciones haya que estar permanentemente predicando con el ejemplo. Quiero decir: yo vivo aquí, yo tengo que pagar mis facturas aquí; yo puedo denunciar montones de cosas que me parecen mal y no por eso tener que irme a vivir debajo de un puente. El problema es que eso siempre nos sucede a quienes hablamos desde posiciones de izquierdas. En ese sentido, los escritores o los autores que hablan desde posiciones de derechas tienen el cielo ganado, porque hablan desde una especie de conformidad con el status quo que los legitima moralmente. A mí eso me parece terriblemente peligroso, y además pienso que el argumento que se utiliza termina siendo bastante falaz. Yo tengo derecho a la vida.
—Enlazando con esto último con tu aproximación al lenguaje, es interesante plantearnos cuál es la relación de flexibilidad entre la realidad ficticia y la realidad fáctica. Cómo, desde tu forma de escribir y de esgrimir el lenguaje como arma, puedes forzar esa relación de flexibilidades y conseguir que la palabra escrita, aunque sea desde la ficción, abra paso a nuevas realidades.
—En ese sentido son interesantes las ficciones que articulamos a través de determinadas violencias del lenguaje. Nosotros podemos utilizar el lenguaje de una manera violenta, de una manera no convencional, de una manera que pretenda ser subversiva e incluso agresiva respecto a las horas que vivimos todos los días, que pretenda romper la realidad concebida como superficie deslizante. Para mí, las palabras son a veces una forma de agresión, y son una manera de tirar piedras contra el escaparate de la realidad. A mí, como lectora, me interesa ese tipo de literatura. Me interesa mucho esa literatura que convierte en visibles las cosas que ya lo son, pero que dejamos de ver porque empiezan a sonar como la música de los ascensores —porque las tenemos absolutamente naturalizadas, absolutamente incorporadas—. Yo intento utilizar un lenguaje que nos permita delinear esas zonas oscuras de la realidad, ese fuera de plano, a través de cómo combinamos las palabras. La invención literaria, y enlazamos con lo de la ficción que acabas de comentar, puede tener que ver con las hadas madrinas y puede tener que ver con los elfos y con la fantasía… con todo lo que la gente considera imaginativo. Pero, para mí, la verdadera imaginación literaria, la verdadera invención literaria, tiene que ver con la capacidad combinatoria de los elementos del lenguaje, que en ese proceso nos permiten visibilizar cosas que, de otra manera, no veríamos nunca. Por ejemplo: cuando Quevedo dice, en la descripción del dómine Cabra, que él era archipobre y protomiseria, está llevando a cabo un tipo de invención literaria a través de la manipulación del lenguaje y de la creación de un neologismo que a mí me interesa, porque me ayuda a ver. Esa es la forma en la que yo encadeno, o intento encadenar, la disconformidad con la utilización del lenguaje.
—Al hilo de esa capacidad del lenguaje para iluminar las zonas de sombra, en Monstruas y centauras reflexionas alrededor de ella desde el propio título, en referencia a los nuevos lenguajes que replantean la cuestión del género. Volviendo a aquello que comentabas de que cada obra debe buscar un lenguaje para sí misma…
—Al hilo de esto que me estás comentando, yo tengo que decir un montón de cosas. O creo que tengo que decirlas. Primero: pienso que, si desde un ámbito literario utilizamos siempre el mismo lenguaje, si en un ámbito literario utilizamos siempre las mismas estructuras retóricas, si tenemos siempre las mismas inercias narrativas… estamos contando siempre lo mismo. Y esto lo digo porque para mí, en literatura, el fondo y la forma son indisolubles. Entonces, si tú estás utilizando siempre los mismos recursos formales estás contando siempre la misma historia. Y yo creo que hay muchas historias que están pendientes de contar. Esto se enlaza con mi concepto de literatura política, más allá del género. Por una parte, creo que la literatura política consiste en hablar del precio de las patatas o de que muchas mujeres están mucho más discriminadas de lo que se puede suponer. Consiste en reflejar las violencias dirigidas hacia las personas que siempre están en la parte vulnerable de la desigualdad, en iluminar esa realidad.
Pero también pienso que la literatura política consiste en hacer todo eso de una manera que, por cómo está contada, por cómo está representada, suponga algún tipo de perturbación para los lectores y las lectoras. En Black Black Black, por ejemplo, rompo la trama tradicional del negro porque considero que, en esa vulneración de la retórica tradicional del género negro, el lector se tiene que hacer una pregunta. Tiene que preguntarse por qué. Por qué esta señora me está contando la historia de un asesinato en una comunidad de vecinos, al final me cuenta cómo se resuelve el asesinato en la comunidad de vecinos y, en medio de esas dos piezas convencionales —o más o menos previsibles, familiares y cómodas para mí—, interpola el diario de enfermedad de una señora. Por qué me habla de si fuma, de si no fuma, de si come chocolate, de si su hijo es daltónico, de su vecino de arriba o su vecino de abajo. Por qué. Ese es mi concepto de la literatura política. La que concilia eso. La que hace visible esa realidad que no queremos ver, pero siempre a través de un uso perturbador, inquietante, poco habitual del lenguaje.
En ese sentido, creo que Vázquez Montalbán acertó cuando dijo que, a lo mejor, el realismo no es la manera más adecuada de intentar reflejar la realidad. Yo le doy vueltas a eso, y ahora se me califica como una escritora que se dedica a los nuevos realismos. Lo de las etiquetas ya da un poco lo mismo. Te cuento esto porque es el paso previo para entender después la aproximación que hago al lenguaje en un libro como Monstruas y centauras, en el que el acercamiento se lleva a cabo desde una perspectiva de género. En la tercera parte del ensayo, primero busco dejar claro lo que te he dicho muchas veces a lo largo de esta entrevista: que yo no renuncio a una formación libresca que ha sido absolutamente capitalizada por escritores varones, porque en el curso de la historia parece que fue así. Yo he aprendido de esos escritores varones. A veces lo he hecho con admiración, entrega y felicidad; otras con mala leche, sentido crítico e incomodidad. Pero he aprendido y no renuncio a ello. No renuncio al lenguaje del opresor, como diría Adrienne Rich, porque lo necesito para hablarte.
Por otro lado, me parece injusto utilizar el término «opresor» indistintamente a lo largo de la historia y de una manera descontextualizada. Yo creo que no se puede decir que determinados textos pertenecientes a determinados momentos de la historia sean machistas, porque la cultura y las relaciones de poder funcionaban de otra manera. Creo que, en ese sentido, también tenemos que ser muy cuidadosos y cuidadosas con el uso de las palabras. Dicho esto, lo que pretendo en Monstruas y centauras está un poco relacionado con la idea carrollyana del huevo Humpty Dumpty: no importa lo que las palabras signifiquen, lo que importa es saber quién es el que manda, y eso es todo. ¿Y qué es lo que significa esto para mí? Significa que el lenguaje es una especie de esponja capaz de impregnarse con los discursos del poder, con los que son los discursos dominantes en diferentes tiempos y en diferentes momentos: el concepto de belleza, el concepto de libertad, el concepto de igualdad, el concepto de machismo, el concepto de feminismo… no se mantienen invariables a lo largo del curso de la historia, sino que dependen mucho de quién es el vencedor y quién es el vencido. De quién tiene el poder económico y quién no. Sabiendo eso, yo por lo que abogo es por jugar con esa herramienta irrespetuosamente, porque además creo que esa manera poco reverencial de utilizarla es la mejor forma de mostrarle el mayor de los respetos. La mejor forma de decir: «Oye, esto sirve, ¿eh?»
Así que yo, llegado cierto punto, decido titular mi libro Monstruas y centauras. La mía es una aproximación no escéptica al lenguaje. Yo creo que el lenguaje puede servir no solamente desde un punto performativo, para transformar las sociedades a mediano o largo plazo, sino que además confío en que puede ser un depósito de verdad. Siempre hemos hablado del lenguaje como un filtro que nos separa de la realidad, como un filtro que siempre está deformando las cosas que vemos al otro lado de la jaula. Eso es cierto, pero también lo es que entre las rejas hay puntos de luz.
—Llevando esto del plano teórico al práctico: todo ese proceso de alumbramiento del lenguaje se materializa en tu uso del cuerpo… como mármol donde esculpir las palabras. Está relacionado con eso que dices en La lección de anatomía de que, a veces, la poesía es una falta de respeto.
—A veces la poesía es una falta de respeto porque, a veces, tiende a idealizar unos cuerpos reales que se castigan por llegar al nivel de esa poesía. La poesía es una falta de respeto porque, a veces, juega con estereotipos que reducen la posibilidad de que existan mujeres plurales y distintas. La poesía es una falta de respeto en La lección de anatomía porque creo que, a veces, nos fuerza a encajar en el tópico de la mujer fatal o la santa, la puta o la madre; entre esa col y esa lechuga existe una gama de mujeres muy diversas que se rebelan contra las representaciones reduccionistas. En ese sentido para mí el cuerpo es fundamental, porque la mujer, a lo largo de la historia de la literatura y del arte, ha estado altamente sexualizada. Y muchas veces ha sido reducida a cuerpo. Siguiendo ese razonamiento: como la mujer ha sido reducida a cuerpo y yo soy una mujer —y además soy una mujer que he leído y he reflexionado sobre las distintas representaciones del cuerpo de las mujeres—, yo lo que intento hacer ahora es reinterpretar mi propio cuerpo como texto en el que se quedan marcados mis trabajos. En el que se quedan marcados diferentes aspectos de mi vida.
Uso la metáfora doble. Por un lado, hablo de que el cuerpo es un texto. Tú puedes mirar mi cuerpo e interpretar muchísimas cosas. Puedes saber muchísimas cosas de mí por mis ojeras, por mis arrugas, por mi manera de mover las manos. Al mismo tiempo, el texto es un cuerpo. A mí me interesan los textos que son cárnicos, sensoriales; que de alguna manera sirven para metaforizar esos vínculos fuertes que estamos perdiendo, en una sociedad digital que lo que propicia son los fantasmas, lo intangible y los vínculos débiles. Donde siempre importa más la ausencia que la presencia. A mí me interesa la presencia, me interesa el compromiso, me interesa la carne.
—En ese sentido, decir que la poesía es una falta de respeto es una reivindicación de la propia poesía.
—Totalmente. Y, en el caso de lo del cuerpo, probablemente mis dos libros más representativos sean los dos libros autobiográficos. Por una parte y de manera muy obvia, La lección de anatomía; y por otra parte Clavícula, donde la desestructuración del libro, la utilización de fragmentos, fotografías y distintos registros —desde el cómico hasta el metaliterario, pasando por lo grotesco y lo cotidiano—, deviene en una metáfora de la desestructuración del propio cuerpo ante la experiencia del dolor. Creo que en ese libro se ve muy bien cómo el texto es una metáfora del propio cuerpo roto. Y es también un buen ejemplo de lo que te decía antes de que, en mi literatura, el fondo y la forma son absolutamente indisolubles. Ese libro sólo podía tener esa estructura. Si tuviera otra estructura, habría sido otro libro completamente distinto.
—Cerrando el círculo: puede que esa falta de respeto poética sea precisamente la que comete el narrador de Las miniaturas de Laura Guerín.
Marta Sanz piensa. Marta Sanz piensa. Marta Sanz habla.
—Puedes tener razón, sí… Aunque, de todas maneras, eso lo tengo que pensar con más detenimiento.
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