Julia Margaret Cameron (1815-1879), Virginia Woolf (1882-1941) & cía
“Los pájaros revoloteaban entrando y saliendo por la puerta abierta; las fotografías temblaban sobre las mesas y, acostada ante un gran ventanal abierto, Mrs. Cameron vio las estrellas brillar, murmuró una última palabra, hermoso, y murió.”
Esto sucedía en 1879, en Ceilán, y es la escena más bella que pudiera haber retratado la propia Julia, contada por su sobrina nieta Virginia Woolf en un fragmento de un texto que escribiría sobre ella (Victorian Photographs of Famous men & Fair Women, The Hogar Press, Londres, 1926).
Ciertamente era un final pictórico, un poema, una escena fija, un cuerpo inerte, quieto y reposado, que no hubiera temblado en las largas exposiciones que necesitaba Cameron para que sus placas de colodión fijaran las imágenes y se convirtieran en las fotografías que tanto necesitaba para su propia vida.
Retratos con las que canalizaba aquella sensibilidad, a sorbos, acercándose más y más en los primeros planos. Y de la misma manera que llevaba a su boca la taza de té absorbía las imágenes que le rodeaban, que sin querer la empezaban a erigir como una artista, pionera, en la Inglaterra victoriana.
Sus fotografías eran finales cuyo principio comenzaba en la belleza que percibía y que, desaforadamente, necesitaba captar: esas fotos vistas “como final de un proceso”, costoso, perseguido por una mujer incansable.
Se hizo fotógrafa a sus 50 años gracias al regalo que le hizo uno de sus seis hijos: una cámara de fotos.
Y en aquel instante preciso «la cueva del carbón se convirtió en un cuarto oscuro y en el corral se construyó el invernadero que haría de estudio”, cuenta Virginia Woolf…
Cameron miraba y podía ver belleza mientras otros veían lo cotidiano. Tenía el arte de sacar de la realidad las imágenes redondas que producían sus nebulosas.
La mirada de su sobrina Julia Jackson (madre de Virginia Woolf), a la que fotografió varias veces, o la barba poblada de Charles Darwin (retratado en 1868), por ejemplo, podían resultar, con los desenfoques aplicados por Julia, mucho más “nítidas” que cualquiera de los retratos de Henry Peach Robinson, que en aquella época gustaba más a los jurados de los concursos fotográficos a los que Cameron también se presentaba, precisamente, por esa nitidez que Peach conseguía en los detalles de sus fotos. “Ansiaba captar toda la belleza que llegaba a mí, y a la larga todo mi anhelo quedó satisfecho”, escribiría en Anales de mi casa de cristal (en su autobiografía, 1874)
Y es que precisamente esa intuición por lo bello le daba ventaja a Cameron para alimentarse fácilmente de los paisajes que la rodeaban.
El foco lo ponía en su larga corte de amigos intelectuales: científicos como John Herschel, con quien consultaba y aprendía técnicas; escritores como Lewis Carroll; dramaturgos y poetas como Alfred Tennyson o su vecino Freshwater; y pintores como George Frederic Watts o el prerrafaelita Edward Burne-Jones. También en sus sirvientes, en mendigos, carpinteros y doncellas… A todos ellos les seducía y a veces disfrazaba para sus poderosas y “desenfocadas” obras, para las que posaban asumiendo con calma la condición de retratados por Mrs. Cameron, que nunca pasaba desapercibida, salvo en las largas exposiciones silenciosas de su cámara.
Que Virginia Woolf, hija de su sobrina Julia Jackson, fuera miembro destacado del círculo de Bloomsbury (creado en torno a esas intelectuales reuniones que organizaba en su propia casa) era debido a la lógica herencia del espíritu “Pattledom” (Julia Margaret Cameron fue hija de aristócratas franceses), que así lo llamó Sir Henry Taylor, dramaturgo amigo, en honor a James Pattle, el padre de Margaret.
Ya fuera en Calcuta, donde nació Cameron, o después en la isla de Wight, o en Little Holland House en Londres, o finalmente en Ceilán, siempre en la historia familiar se fijaba ese foco de atención, que creaba un nudo singular en torno al que ella se movía incansable y extravagante… pero seductora. Pequeña y rechoncha, no tan bella como sus hermanas, pero de ferviente energía y a la que todo el mundo amaba sin proponérselo.
Impulsiva y generosa, andaba Margaret con sus ropas oscuras y descuidadas y las manos llenas de manchas de los químicos. Caminaba con esa tela negra de terciopelo con las que a veces cubría a sus modelos, con las alas o con las flores que caracterizaban sus fotos, o con los paraguas para mitigar la luz de sus retratos… y sí, con aquellas tazas de té (que imagino, por lo que cuenta Virginia Woolf) en la mano, que iba removiendo a la vez que acompañaba a sus amigos en el recorrido hasta el mismísimo punto de la despedida, no pudiendo soportar su marcha, ni su repentina desaparición al decir adiós .
Margaret creía en sus fotos, sabía que había triunfado desde aquel primer retrato a Annie (hija del poeta William B. Philpot, 1864), la niña que se movió ante su cámara debido a un ataque de risa y con la cual conseguiría después lo que ella llamó «mi primer éxito».
Sus defectos de técnica hicieron de ella su virtud: “Mis primeros éxitos siendo fotografías desenfocadas fueron fruto de la casualidad. Es decir, que al enfocar y dar con algo que me resultaba bello me conformaba, sin pararme a ajustar la lente en busca de esa nitidez en el enfoque que tanto persiguen los fotógrafos”.
Esa misma inquietud era la que expresa constantemente en sus cartas a John Herschel (Julia escribió muchas, algunos envíos los acompañaba con fotos, como los que recibiera Victor Hugo, al que admiraba): “¿Qué es el foco y quién tiene derecho a decir cuál es el debido?”, solía expresar, molesta.
Es verdad que las fotos de Cameron estaban llenas de raspaduras, manchas, arañazos y desenfoques; tal vez al principio porque desconocía cómo hacerlas, o posteriormente por fijar la belleza en lo que llamaban “una esmerada imperfección” (uso del desenfoque parcial o suave flou).
Sus primeras tomas, de iluminación intensa, su forma de entender la fotografía, sus alegorías en los temas que elige para sus retratos, marcan una distancia ante el panorama encorsetado de su época que deja entrever ya el camino al pictoralismo de los años 80.
Marca la diferencia ante los retratos realistas, pulcros y de fondos neutros y limpios como los del primer gran fotógrafo comercial, el francés Gaspard-Félix Tournachon, «Nadar» (1864), entre otros. Y se distancia de la fotografía comercial de los trampantojos de las CDV (tarjetas de visita).
Enseguida sería miembro de la London Photographic Society, y en sólo dos años el South Kensington Museum habría comprado muchas de sus fotos a través de Henry Cole, director del museo, que aplaudiría su obra durante toda su vida.
Madonnas, temas imaginarios y una constante búsqueda que le llevaba a destruir una infinidad de negativos para quedarse solo con uno, con el único que le servía como «bello caminando» más allá de la realidad pero sin perderla de vista.
“ He aquí unos ojos tan llenos de ferviente amor
tras cuyos párpados acecha indecisa la tristeza..”
(Fragmento de uno de sus poemas: De un retrato.
Julia Margaret Cameron. 1875. Macmillan’s Magazine)
Bibliografía:
Annals of my Glass House; 1874; Julia Margaret Cameron (Ruth Chandler Williamson Gallery, 1996)
Poesía y verdad (Editorial Casimiro Libros, Madrid, 2015)
Breve historia de la fotografía (Walter Benjamin, Casimiro Libros, 2014)
Julia Margaret Cameron (Phaidon Press Limited, 2001)
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