Son las siete de la tarde en el patio de butacas del Teatro Real. El director Ascher Fisch hace su entrada, toma posición ante el atril y levanta los brazos. Entonces ocurre el milagro, ese acontecimiento que arranca de los fosos de los teatros las melodías agazapadas durante años. Suena Capriccio, la última ópera de Richard Strauss y que el alemán compuso inspirándose en una idea de Stefan Zweig. Muchos se refieren a ella como su testamento musical, una ópera sobre la ópera. Algo en cuyo centro habita un combate… pero cuál de todos los que se libraron entonces.
Stefan Zweig nada supo del estreno de Capriccio en 1942. Ya estaba muerto cuando se representó en la Ópera de Munich, a miles de kilómetros de distancia de Brasil, adonde debió huir el escritor para librarse del III Reich y los hornos de Auschwitz, ya encendidos a toda mecha para entonces. En medio de aquella guerra y la persecución nazi a los judíos, Strauss concibió esta ópera, que narra la historia de la condesa Madeleine, una mujer que se debate entre dos amores, poeta uno y músico el otro, quienes constantemente se quitan la palabra para preguntarse qué ha de ser primero al momento de componer: ¿la música o la palabra?
Hacia 1905, Strauss había abandonado la composición de música orquestal, y aunque muchas de sus obras siempre estuvieron basadas en historias, en el libreto de Capriccio, Strauss se vale de las tribulaciones y las conversaciones que se dan en casa de la Condesa Madeleine, y de su dilema amoroso, para ilustrar sus propias vacilaciones estéticas. Para Strauss, la fusión entre palabra y música hace a la ópera un gran arte. ¿Por qué elegir? ¿Por qué ser obligados a elegir? Hay algo moralmente complicado, considerando lo que esta reflexión ocurre en una Europa en la que caen las bombas y muchos hombres y mujeres han sido despojados de su capacidad de elegir.
Capriccio no fue la primera ópera en la que Zweig y Strauss trabajaban juntos: ya lo habían hecho en 1931, cuando compusieron La mujer silenciosa, una ópera en tres actos con música de Strauss y libreto de Zweig. Dos años antes de su estreno, en 1933, Hitler, que acababa de hacerse con el poder, prohibió a los judíos trabajar en los escenarios alemanes. Zweig, claro, era judío y esa imposición pesó en su contra. La mujer silenciosa fue prohibida. A pesar de eso, o justo por ese motivo, Strauss defendió a Zweig, una y otra vez.
Se sabe poco del asunto, lo suficiente para inuir que no fue nada sencillo. El propio Zweig le propuso a Strauss no firmar el libreto para evitar la prohibición de Capriccio, como ya había ocurrido con La mujer silenciosa. Zweig era partidario de un pseudónimo, e insistió en esa opción varias veces. La correspondencia que sostienen en los años previos a la expulsión de Zweig hacia el exilio demuestran la presión del Reich. «La política pasará» —le escribe a Strauss en abril de 1933— «pero el arte permanece. Por eso debemos trabajar para lo perdurable y dejar la agitación a quienes se sientan realizados con ella».
El asedio político del nazismo contra la comunidad judía entorpece y asfixia el entorno creativo, al punto de que en los años previos Strauss, en ocasión del estreno de La mujer silenciosa, se ve obligado a renunciar a la presidencia de la Cámara de Música del Reich. La elección parecía entonces la más lejana de las opciones, al menos en aquella Europa que apilaba cadáveres. El conflicto de la Condesa que debe elegir entre dos caballeros es la metáfora de lo que el propio Strauss experimentaba: ¿qué pesa más, el drama o la música? El conflicto de Madeleine es comparable con el conflicto de la vida misma, porque cada artista que debe escoger, como cada ser humano, se ve obligado para crear no sólo arte, sino una vida propia.
Aunque la partitura parece ajena a las heridas de la Europa de aquel momento, existe una naturaleza alegórica en el espíritu de esta ópera. Capriccio está ambientada a mediados del siglo XVIII, en el château de una condesa viuda, quien recibe las lisonjas y cumplidos de un poeta y un compositor. Se discute de filosofía; se cita a Pascal; se recita a Ronsard; se bebe chocolate en el salón. Su naturaleza es la de una conversación, que se expresa en el acompañamiento orquestal en modo recitativo, puntualiza Fichs.
Si Capriccio es el sumario musical de Strauss, es también una metáfora de la Europa donde las vanguardias se volcaron en la abolición de una lógica artística que había comenzado a venirse abajo con el mundo que la produjo. La representación y la propia idea de la puesta en escena que se despliega en Capriccio —y que incluso ridiculiza e ironiza sobre algunos de sus elementos clásicos— encierran la lógica de un mundo que irrumpe y otro que acaba. El de Strauss, en el que él vivió y creó, confirmaba su desaparición estallando en pedazos. Se despidió haciéndose la misma pregunta que durante años lo mantuvo en tensión como una cuerda bien afinada.
Prima la musica, dopo le parole… Salieri y Battista habían enunciado ese binomio que cobra forma ante el espectador como un fantasma de otro tiempo, uno profundamente moderno. Pienso estas cosas en la oscuridad de un patio de butacas mientras rebusco en mi bolso un bolígrafo que no aparece y que le arrebato a María José Solano, como si de una respuesta se tratara. Apunto cosas en la oscuridad, pequeñas trastadas del guion de Zweig.
Hemos venido juntas María José y yo a escuchar una ópera en la que nadie se pone de acuerdo, una ópera sobre la elección, estrenada en un tiempo en que nadie podía hacerlo. Por eso le he pedido a Solano que intente ella, al mismo tiempo que yo, escribir sobre una ópera que ambas hemos visto a la vez y con la que yo misma no llego a tenerlo todo claro, y mejor que sea así. Una orquesta que inicia y acomete una interpretación es un hecho tan excepcional como una ballena que salta sobre el mar: ambas dejan a su paso una cadena de olas que aún rompen en nuestro interior, aunque se hayan sumergido.
El agua, pues, continúa moviéndose.
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