El purismo en cualquier disciplina artística no es más que la manifestación reaccionaria que todo ser humano alimenta cuando ve invadido su territorio. Siempre me ha llamado la atención que poetas y narradores se escandalicen cuando unos y otros cruzan esa frontera de humo que los filólogos llaman género, como si un poeta no estuviese capacitado para escribir una novela y un narrador cometiese un acto de sacrilegio cada vez que se le ocurre expresarse mediante la poesía. Ágata ojo de gata es una obra maestra de la narrativa española escrita por un enorme poeta, José Manuel Caballero Bonald. Ni los intelectuales más pedantes se atreven a decidir si en la obra de Borges son mejores los cuentos o los poemas y Los crímenes de la calle Morgue salieron del mismo sitio que Annabel Lee o El cuervo: la mente mágica y perversa de Edgar Allan Poe.
¿Por qué ese miedo, entonces, a que los locos poetas cuenten historias en prosa y los vulgares novelistas crucen la línea de lo inefable?
Tal vez por algo que Piedad Bonnett decía hace poco en una entrevista sobre la mirada del escritor: “El escritor siempre está como saqueando la realidad a ver qué es lo que le sirve de ella para hacer una cosa con sentido. Pero la [mirada] del poeta es distinta porque en lo más pequeño descubre siempre una potencia poética, hay promesa de poesía en cada descubrimiento”.
Personalmente, prefiero leer un texto que da muestra de una promesa de poesía, porque la mirada sintética y simbólica hace que lo invisible, lo pequeño, adquiera una extraordinaria dimensión sobre la realidad, que solamente puede plasmar quien está constantemente estudiando el lenguaje para entender el alma humana:
“Miro el pasado como las moscas, con cientos de ocelos, para detectar los espectros luminosos de la memoria que habitualmente no podemos ver. Y San José aparece y desaparece entre la nostalgia y el miedo”.
Para Gabriel, el protagonista de Donde nadie me espere, la vida está durando demasiado. No hay nada extraño en sentir que las difíciles costuras que teje el tiempo, las necesidades que crea el consumo, los sacrificios a los que nos expone la familia, la vía práctica que nos impone cualquier forma de conocimiento, pueden convertir esto que llamamos vida en un camino difuso, donde el siguiente paso siempre conlleva decepción y el futuro termina siendo algo muy parecido a todo lo que nos ocurrió ayer. Por eso Gabriel, como un héroe épico o un poeta enamorado, desciende a los infiernos para conversar con la memoria del dolor, la que nos trae la muerte de los seres queridos, la desaparición del amor, las aspiraciones malogradas.
En ese doloroso diálogo con el pasado, Gabriel coquetea con la idea de convertirse en un estoico: la ausencia de turbación, la relativización de los males mundanos, es la gran tentación que tienen los seres que han fracasado en sus ideales:
“Los epicúreos, los estoicos, los escépticos hablaron de la ataraxia como un camino a la felicidad. En mi caso ha sido mi eterno purgatorio”.
Tal vez porque Gabriel carece de una personalidad pragmática que le proteja del pensamiento autodestructivo, es incapaz de vivir plenamente en la abulia, de asumir el caos del mundo como algo llevadero, de ser una persona normal.
Por ello se desliza hacia lo que Guimarães Rosa llamaría “la tercera orilla del río”, el no mundo de los alcohólicos, refugio de almas asociales y vida nómada de los invisibles vagabundos.
“Entonces me decía que había caído allí por pura necesidad, que era una cuestión de supervivencia, que esa era una vida transitoria, que sólo había apretado el botón de pausa, que estaba jugando a ser otro, como don Quijote, y que, ya que yo era un postergador irremediable, finalmente sería la misma vida la que me desenmascararía. Así, de esa manera mentirosa, apagaba mi conciencia y me sumergía en otro río. El del tiempo, al que supuestamente había ido a entregarle lo mejor de mí”.
En su última novela, la poeta y narradora Piedad Bonnett hace un ejercicio de introspección sobre el sentido de la vida a través de la voz de un hombre de mente excepcional que, sometido a diversas situaciones dolorosas, termina por convertirse en un ser asocial, incapaz de asumir lo cotidiano.
“Había descubierto, no sin horror, que toda actividad práctica me significaba un esfuerzo desmesurado, que me irritaba y terminaba postergando, diciéndome a mí mismo que esas tareas eran un pérdida de tiempo”.
Es, evidentemente, la dimensión que todo el que ha padecido una depresión o tiene tendencia a la autodestrucción podrá entender perfectamente, pero la poesía de Bonnett reside en darle a este personaje una voz de extraordinaria profundidad, capaz de llegar a resquicios del alma humana que solo una maestra de la palabra puede abordar con naturalidad.
La autora se recrea en la voz de su personaje para contar este viaje hacia la nada a través de un pensamiento filosófico que destila constantemente una humanidad abrumadora, desde la libertad que proporciona la falta de ataduras morales y sociales:
“Me sentí ingrávido, casi libre de mí y del mundo del que venía huyendo desde siempre, pero también errático, jalado sólo por la inercia y por el desasosiego”.
Hasta la crítica a una sociedad incapaz de asumir a aquellos que no se amoldan a las normas, como alegoría, tal vez, de una incapacidad colectiva de entender la otredad.
“Dios castigó a Caín con la errancia perpetua. Porque para Dios y la sociedad sólo eres bueno cuando echas raíces. Cuando siembras, cuando cultivas, cuando tienes hábitos. El mundo les teme a los desarraigados”.
Una novela que no puede dejar indiferente porque es promesa de poesía, implacable con la realidad que se esconde en los márgenes y con la insignificancia de nuestra existencia:
“Nadie preguntó por mí en aquella temporada, y yo supe de una vez por todas que la libertad y la soledad van siempre de la mano”.
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Autora: Piedad Bonnett. Título: Donde nadie me espere. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon
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