La primera vez que vi el Partenón lloré. Todo lo que mi Maestro, allá, en la recóndita Peñarrubia, me contaba sobre el personaje que nos dio nombre a mi padre y a mí, Arístides el Justo, todo lo que, ya en Elche de la Sierra, mi bien amado Magister Raimundo, a quien sé festejando con Perséfone y con algún otro sátiro en el Hades, y mi Didaskalos Pepe Franco me enseñaron sobre los mitos, la historia y el arte griegos cobraba sentido ante lo que algunos descastados consideraban sólo ruinas.
A Atenas, a Grecia, hay que ir bien leídos. Como diría mi admirado Pérez-Reverte, es preciso llevar una mochila de lecturas a tus espaldas para poder libar cada centímetro, cada sensación que la Hélade puede imprimir en quienes se acercan a ella magnánimos. También hay que ir vacunado psicológicamente para asimilar el caos y la desidia que se hallan en determinadas partes de la metrópolis.
Si uno no lleva un bagaje de libros vividos a sus costales, corre el riesgo de pensar que lo que está viendo son piedras mondas y lirondas. Entonces, no sé para qué viajan y por qué no se quedan en su chiringuito de cabecera rascándose la sementera, mientras apuran el enésimo cubo de quintos.
En estos tiempos de vacuidad y postureo he visto a zotes hispanos recomendándoles a otros congéneres igual de zotes que no subieran a la Acrópolis (“pa ver cuatro piedras por ahí desparramás”), sino que se fueran a la terraza de tal hotel, desde el que se disfrutaban de privilegiadas vistas sobre la misma, se tomaran una cerveza y se hicieran unas fotos cojonudas: les iban a quedar mejor que si se daban la paliza de triscar hasta allá arribota. “Total: el Paredón (sic) está to lleno de andamios y pa cuatro columnas que quedan en pie…”. Acémilas, como las meigas, haberlas hailas.
A fin de paladear todo lo que Atenas aportó a la cultura occidental conviene haber leído antes algunos manuales sobre la historia de Grecia. Podemos iniciarnos en el clásico de Indro Montanelli Historia de los griegos y continuar con Javier Negrete, La gran aventura de los griegos, ambos muy amenos y divulgativos.
Es preciso también proveerse de un buen diccionario de mitología clásica. Las redes están llenas de excelentes páginas desde las que zambullirse en el mundo de los mitos grecolatinos, pero este insignificante fauno se atreve a recomendar los tradicionales manuales de Pierre Grimal Diccionario de mitología griega y romana o de Robert Graves Los mitos griegos. Para los más exigentes es también indispensable Antonio Ruiz de Elvira y su Mitología clásica.
Luego hay que acudir a los Clásicos, porque, queridos lectores, los lugares que van a hollar vuestros pies fueron antes pisados por Sófocles o Eurípides. Aquel montón de piedras arrinconado en un ángulo del ágora son los restos de la cárcel donde Sócrates tomó la cicuta. Esa aglomeración de pedruscos esparcidos en ese jardín del barrio de Colono son los vestigios de la Academia en la que Platón impartía sus enseñanzas. En esa explanada frente a la Acrópolis, que se llama la Pnix, se creó la democracia y desde esa tribuna Pericles o Temístocles se dirigieron a sus conciudadanos.
Con esta alforja de lecturas a cuestas uno está preparado para adentrarse en los mil recovecos que atesora la ciudad, aunque conviene llevar consigo la Descripción de Grecia que hiciera Pausanias, cuyo Libro I está dedicado a Atenas y al Ática, con el fin de comprender cómo eran aquellos monumentos en todo su esplendor.
Entre los muchos dones que la Hélade ofrece está el que los mitos se hacen pìedra, río, fuente o árbol. La mitología griega tiene espacios reales: existe la laguna Estínfalia, escenario de uno de los trabajos de Heracles. Se conserva en Beocia la fuente Hipocrene, surgida al golpear la roca el caballo alado Pegaso. Son innumerables los espacios dispersos a lo largo y ancho de la geografía de la Grecia antigua (mucho más extensa que la actual) que fueron escenario de alguno de los mitos que constituyen el florilegio de la mitología clásica.
Por ello no estaría mal incorporar a vuestras alforjas viajeras como fiel vademecum el monumental trabajo de Pedro Olalla Atlas mitológico de Grecia. Casi imposible hallarlo en papel, el autor lo ha editado en formato PDF, cosa que nos permite comprarlo y descargarlo en cualquier dispositivo electrónico. Se trata de un atlas crucial con el que conocer los lugares en los que ocurrieron la mayoría de los mitos, con una cuidadísima selección de mapas y excelentes fotografías. Olalla bebe directamente de los mitógrafos grecolatinos y nos ofrece uno de los mejores compañeros de viaje para saborear la Hélade.
Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit in agresti Latio (Grecia conquistada conquistó a su fiero vencedor e introdujo las artes en el agreste Lacio), cantaba Horacio en sus Epístolas. Roma, una de las mayores potencias militares de la antigüedad, en tiempos del poeta había forjado un imperio sin parangón. Nada pudieron hacer las falanges griegas cuando las águilas romanas decidieron anexionarse sus diferentes patrias. Pero cobró venganza poética conquistando las almas de los fieros vástagos de Marte: a partir de la Segunda Guerra Púnica las élites romanas pusieron de moda lo griego. Les copiaron sus géneros literarios, empezando a escribirlos en griego hasta que el latín estuvo lo suficiente maduro como para hacerlo en esta lengua. En la mayoría de las mansiones de las grandes familias había esclavos helenos como preceptores de su prole, de modo que se preciaban de ser bilingües. No saber griego o hablarlo con acento latino era signo de incultura. La Hélade era la cuna de la literatura, los mitos y las artes, cosas que incorporó Roma a su idiosincrasia.
Consecuencia de esto es que otro de los libros imprescindibles para acercarse al florilegio de los mitos grecolatinos haya sido escrito por el itálico Ovidio, poco más joven que Horacio. Nos referimos a sus Metamorfosis, una deliciosa recopilación de casi 250 mitos, usada entre otros por Velázquez, Bernini o Gluck como inspiración para sus creaciones.
Con esta impedimenta de lecturas ya estamos medianamente preparados para paladear lo que Atenas nos puede ofrecer en sus monumentos, colinas y plazas, aunque no está de más confiar en alguno de los excelentes guías turísticos profesionales que ofrecen su servicio, bien a través de agencias de viaje, bien de sus propias páginas digitales.
Hace cosa de dos años, en una cena con vistas al Hefestión del ágora y a la Acrópolis, regada con jarras de excelente nemea, me hablaron de Nadia Pavlikaki, licenciada en Arqueología y máster en Historia del Arte, amén de desenvolverse en español y en inglés a nivel casi bilingüe. Buceando en su web descubrí que ofrecía también rutas personalizadas según los intereses del viajero. Me prometí a mí mismo acudir a ella la siguiente vez que volviera a la Madre Grecia, promesa que he podido cumplir a finales del último abril. Nos citamos en las puertas del Olimpeion, el santuario a Zeus Olímpico. El taxi nos dejó a la vera del discreto monumento con el que los atenienses honran la memoria de la polifacética Melína Mercoúri.
Encontramos a nuestra cicerone aguardándonos ante las taquillas del complejo. Habíamos contratado una ruta mitológica por Atenas, que incluía la visita a varios enclaves arqueológicos de primera categoría. Nos recomendó sacar un bono para los principales yacimientos, con la Acrópolis incluida. Fue un acierto el lugar de la cita, pues apenas había cola ante sus taquillas, a diferencia de las que hay en los accesos al Partenón, y con las entradas que compráramos aquí podríamos entrar directamente a aquél, saltándonos las interminables filas.
Estábamos intrigados sobre por qué nos había convocado allí para empezar su ruta. El Olimpeion o templo de Zeus Olímpico, a unos 500 metros al sureste de la Acrópolis, es uno de los escasísimos ejemplos de monumento de estilo corintio conservados en Grecia. Nuestra guía nos informó de que fue comenzado por el tirano Pisístrato en el siglo VI a.C. con la pretensión de erigir el templo más grande hasta entonces levantado. Como atestigua el inmenso estilóbato (basamento sobre el que se habían de levantar las columnas) que nos iba señalando. El trabajo hubo de interrumpirse tras ser derrocado Hipias, el hijo de Pisístrato, cuando el pueblo se hartó de su tiranía, muy poco parecida a la de su progenitor.
Los atenienses vieron en la interrupción de la erección del templo un castigo de los dioses a la hybris de los tiranos y decidieron dejarlo inconcluso. El mismo Aristóteles lo puso de ejemplo de cómo las tiranías usaban las obras faraónicas de estado para atraerse al pueblo y dejarlo sin tiempos ni energías y rebelarse contra los abusos de los poderosos.
Nadia nos comentó también que el sanguinario Sila se llevó dos columnas a Roma para decorar el templo a Júpiter Capitolino, que estaba erigiendo por entonces, introduciendo de esta manera el estilo corintio en el mundo romano. Fue otro romano, el emperador Adriano, apasionado filoheleno, quien mandó concluir las obras entre el 129 y el 131 de nuestra era. En su honor los atenienses construyeron la puerta vecina que aún hoy podemos disfrutar.
Nuestra cicerone sacó una ilustración a colores en la que se veía el templo reconstruido de manera ideal. Al llegar a casa, acudí a la descripción que de él y su interior hacía Pausanias en el siglo II.
[6] Antes de entrar en el templo de Zeus Olímpico, es correcto decir que el emperador romano Adriano ha dedicado esta bella estatua que atrae a los ojos de todos, no por su tamaño, porque son mayores las de Rodas y Roma, sino por su riqueza, porque es de oro y marfil, y proporcionado en todas sus partes, lo que es especialmente difícil, dada su dimensión. Verá en este templo estatuas del emperador Adriano, de mármol de Tasos, y dos de mármol de Egipto. En las columnas del templo están representadas ciudades coloniales de bronce que los atenienses llaman. El recinto del Templo es de al menos cuatro estadios, en su circuito no se puede encontrar un lugar que esté vacío de estatuas, porque cada ciudad ha dedicado una a Adriano, pero los atenienses se han distinguido particularmente por su hermoso coloso dedicado a este príncipe, que se encuentra detrás del templo.
[8] Entre estas antigüedades hay una columna con una estatua de Isócrates, un hombre digno de memoria, que dejó tres ejemplos para posteridad, el primero de la coherencia en su trabajo: a la edad de noventa y ocho años no había dejado de enseñar ni tener discípulos, la segunda de una rara modestia, que siempre le mantuvo alejado de los asuntos públicos y las intrigas del gobierno, el tercero de un gran amor por la libertad, que quería más que a la vida, porque tras las noticias de la derrota de los atenienses en Queronea terminó sus días voluntariamente. Están unos persas en mármol Frigio, que sujetan un trípode de bronce, obra digna de ver ellos y el trípode.
Pausanias, Libro I, Descripción de Grecia
El edificio debió de derrumbarse tras un terremoto en la Edad Media y muchas de sus columnas fueron usadas, por mandato del gobernador otomano Mustapha Agha Tzistarakis, para hacer cal con ellas en la construcción de la mezquita de la plaza de Monastiraki.
Nadia nos cautivó con la historia de tan colosal edificación, cuyas 16 columnas supervivientes nos ofrecían un marco inigualable, con la Acrópolis asomándose al fondo. Pero, ¿qué tenía que ver aquello con la mitología? ¿Por qué empezaba allí su ruta? La respuesta estaba, de nuevo, en Pausanias:
[8] El templo de Zeus Olímpico es muy antiguo, se afirma que lo construyó Deucalión, lo que prueba que Deucalión vivió en Atenas. Está su tumba suficientemente cerca del templo.
¿Deucalión? ¿El único superviviente junto con su prima y esposa Pirra tras el diluvio universal? Los ojos de Nadia, de una belleza semejante a los que debía de tener Atenea, la diosa protectora de la polis, a quien los poetas alababan por su mirada glauca, se iluminaron. Acudió a Ovidio, a su primer libro de las Metamorfosis, para resumirnos la historia de Licaón, a quien Zeus convirtió en lobo por haberle servido en la cena carne humana. El soberano del Olimpo, asqueado de la perversión de la raza mortal, decidió exterminarla mediante un diluvio. El titán Prometeo intercedió ante el Crónida para que salvara, al menos, a su hijo Deucalión y a su sobrina Pirra, quienes siempre se habían mostrado devotos para con los dioses. Zeus les ordenó construir una barca de madera, que estuvo navegando hasta que el agua que había inundado la tierra entera desapareció por una abertura cercana al templo que estábamos visitando.
[7] La cámara también contiene varias antigüedades: un bronce de Zeus, un antiguo templo de Crono y Rea, un recinto sagrado de Gea, que llaman Olímpica. Hay una apertura de ancho alrededor de un codo, a través del cual, dicen, salió el agua después de la inundación de Deucalión, y cada año lanzan allí una especie de pasta hecha con harina de trigo y miel.
Tras acudir a consultar un oráculo al Parnaso, Temis desveló a Deucalión y Pirra cómo repoblar la tierra con la raza humana: lanzando a sus espaldas los huesos de su madre. Deucalión interpretó el oráculo y justo en esa explanada que acogía las ruinas del Olimpeion iba cogiendo piedras del suelo y las arrojaba a sus espaldas, instando a su esposa a que hiciera lo mismo. De las que lanzaba él nacieron los nuevos hombres y de las que tiraba Pirra las mujeres.
Los atenienses se ufanaban de haber poblado estos lares desde el segundo nacimiento de la raza humana sin interrupción. Por ello honraron a Deucalión construyéndole una sepultura en las inmediaciones y haciendo ofrendas en la gruta que absorbió las aguas del diluvio.
Mientras abandonábamos el recinto, rendidos ya al buen hacer de Nadia, ésta nos hizo observar una planta de acanto en plena floración: fascinados, observamos sus hojas, en las que los escultores clásicos se inspiraron para tallar los capiteles corintios.
Penetramos en el recinto de la Acrópolis por la puerta que hay frente al nuevo museo de la misma. La primera parada fue el teatro de Dionisos, el más antiguo de los conservados, el lugar en el que cobró forma otro de los dones que Atenas ofrendó a la humanidad: el teatro, nacido como una ceremonia en honor a Dionisos.
Casi simultáneamente a que mi añorado Magister Raimundo y mi Didaskalos Pepe Franco me atraparan en las redes del amor por la Antigüedad Grecolatina, Mariví y Adela Franco, otras profesoras de las que tuve la fortuna de ser pupilo en Elche de la Sierra en los primeros 80, me introdujeron en otra de mis pasiones: el teatro. Desde entonces llevo más de 35 años vinculado a este arte bien como actor, director o, incluso, escritor.
Saber que en los antecedentes de las ruinas romanas que ahora podemos contemplar estrenaron Esquilo, Sófocles, Eurípides o Aristófanes es algo que me conmueve hasta el estremecimiento.
Nadia, poseída por una musa, relataba con su verbo de miel cómo nacieron la tragedia, “el canto de los machos cabríos”, y la comedia, “la canción del desfile o de la aldea”, vinculadas a los cultos dionisíacos. Mi mente divagaba sobre que el gobierno de los atenienses usó el teatro para educar a una ciudadanía mayoritariamente analfabeta, pero que acudía a las representaciones con la misma veneración con la que participaban en una ceremonia religiosa. Los espectadores debían de quedar impactados al comprobar cómo los dioses castigaban la hybris, la desmesura de Creonte. Se estremecerían con las desdichas y la dignidad en las mismas de Hécuba. Aprenderían a apiadarse de los vencidos (vae victis, rezarían después los romanos) en un mundo en guerra: así lo canta Esquilo en sus Persas o Eurípides en Las troyanas.
Nos dirigimos hacia la entrada monumental a la Acrópolis, los Propileos. Antes nuestra lazarillo fijó nuestra atención en los vestigios del Asclepeion, aledaño al teatro, donde los enfermos intentaban recuperar la salud corporal.
Admiramos la perspectiva que nos regalaban los Propileos, con el Areópago y la Pnix, cuna de la Democracia, a nuestras espaldas. Pavlikaki señaló hacia el templo de Atenea Niké, a nuestra derecha. Según algunas versiones, en época minoica se erguía ahí una torre desde la que se lanzó el legendario rey Egeo, padre de Teseo, el matador del Minotauro, al ver cómo el navío con el que zarpó su hijo hacia Creta retornaba, por un funesto olvido del príncipe, con velas negras. También nos comentó que otra fuente situaba este acontecimiento en el Cabo Sunion.
La sensación que uno experimenta al ascender por las escalinatas de los Propileos, traspasar éstos y ser impactado por la visión del Partenón al frente y el Erecteion a tu siniestra es inenarrable. Si uno acude allí bien leído y con la mente presta a dejarse seducir por la Belleza sin adjetivos, es una de esas experiencias que justifica una vida. Poco te importan las hordas de turistas, que parecen afanarse sólo por sacarse el autorretrato más chuliguay y fardar de su vacuidad en sus redes sociales, sin importarles lo que pregonan esos venerables mármoles.
Nadia nos condujo hacia el Erecteion, en el que se reverenciaban reliquias del pasado mitológico de la polis. Nos sugirió el mejor sitio para inmortalizarlo con nuestras cámaras, mientras que nos explicaba que la maravillosa tribuna de las Cariátides se erigió sobre la tumba de Cécrope, el mítico primer rey de esta ciudad estado, mitad humano, mitad serpiente.
Nos hizo detenernos ante un olivo anexo al templo y, como si la diosa de glauco mirar la hubiera poseído, casi nos cantó el mito de la disputa entre Atenea y Poseidón para ver quién de los dos se quedaba con el patronazgo de la polis y le daba su nombre. El dios del mar golpeó la roca con su tridente e hizo brotar una fuente, pero resultó que el agua era salada. Atenea, por su parte, clavó en tierra su lanza y de ella brotó el primer olivo, cuyo descendiente admirábamos frente a nosotros.
Nos remitió de nuevo a consultar en casa la guía de Olalla y a leer el pasaje de Apolodoro donde se narraba el mito:
El autóctono Cécrope, que tenía cuerpo híbrido de hombre y serpiente, fue el primer rey del Ática, y a esta tierra denominada antes Acte la llamó con su nombre, Cecropia. Se dice que en su época los dioses decidieron tomar posesión de las ciudades en las que cada uno había de recibir honores. Posidón llegó el primero al Ática y golpeando con su tridente hizo brotar un mar, al que ahora llaman Erecteo. Después llegó Atenea, y habiendo puesto a Cécrope como testigo de su posesión, plantó un olivo, que ahora se muestra en el Pandrosío. Al surgir entre ambos dioses una disputa por el dominio del país, Zeus los separó y designó jueces, no a Cécrope y Cránao como dijeron algunos, ni tampoco a Erisictón, sino a los doce dioses. Por su veredicto el país fue otorgado a Atenea, pues según el testimonio de Cécrope ella había sido la primera en plantar el olivo. Entonces Atenea denominó a la ciudad Atenas, según su nombre; pero Posidón, indignado, inundó la llanura Triasia y sumergió el Ática bajo el mar.
Apolodoro, Biblioteca III, 14
A continuación nos condujo hacia el pórtico norte, levantado sobre la abertura que dejó en la roca Poseidón al golpear con su colosal tridente (los dioses son varias veces mayores que los hombres). Nos contó que según otra versión del mito no fueron los dioses los que votaron dar el patronazgo a la diosa, sino los mortales. Es más, el voto estuvo muy igualado y sólo se decantó porque las mujeres votaron mayoritariamente por Atenea, cosa que irritó al dios del mar. Para apaciguarlo los atenienses prometieron erigirle un templo en el cabo Sunion y que las mujeres jamás volverían a votar. De esta manera pretendían explicar los contemporáneos de Pericles el hecho de que en pleno apogeo de la Democracia se privara a las féminas de sus derechos y del voto, aunque fueran igual de ciudadanas que sus esposos.
El Partenón merece por sí solo una serie de artículos monográficos. El sueño de Pericles se hizo mármol bajo la supervisión de Fidias y la dirección técnica de Ictino y Calícrates, convirtiéndose en paradigma de la belleza. Nuestra guía nos hizo notar que en el frontón este se representaba el mito del nacimiento de Atenea, a quien estaba consagrado el templo, mientras que en el oeste se narraba la disputa entre la diosa y Poseidón por el patronazgo sobre el Ática. La mayoría de los vestigios de estos frontones, así como muchas de las metopas y de los frisos fueron saqueados por el embajador inglés ante los otomanos, Lord Elgin, quien mandó llevarlos al British Museum, junto con una de las cariátides.
Nadia nos señaló el monte Pentélico, en el que se hallaban las canteras de las que se extrajeron los mármoles con los que se erigieron la mayoría de los monumentos atenienses. Luego nos llevó a otro punto desde el que pudimos disfrutar de la vista de la colina de Filopapo, aledaña al Areópago y la Pnix: en ella los venecianos instalaron el cañón que el 26 de septiembre de 1687 hizo saltar por los aires el polvorín que los turcos habían instalado en el interior del Partenón, causando la destrucción casi total del mismo.
Detrás de ésta vislumbramos el puerto de Pireo y la isla de Salamina, donde los aliados helenos batieron a la flota persa en la Segunda Guerra Médica, después de la gesta de las Termópilas y la destrucción total de Atenas por las tropas medas.
Después de tomar un refrigerio en la abarrotada y caótica plaza de Monastiraki, nos encaminamos hacia el Ágora, donde admiramos el templo de Hefesto y de Atenea Ergané, el mejor conservado en el Ática. Algunas de nuestros acompañantes mostraron interés por conocer el lugar en el que Sócrates fue encarcelado y tomó la cicuta, mas se hallaba al otro extremo del ágora y aún nos aguardaba otro hito en el itinerario mitológico. Nadia nos recomendó volver al ágora en otro momento trayendo con nosotros Grecia en el aire, otro título imprescindible del mencionado Olalla, en el que se hace un detallado recorrido por las instituciones de la democracia ateniense primigenia comparándolas con lo que hoy en día nos venden como democracia, pero que, en realidad, se trata de una oligarquía encubierta. En él podemos encontrar una explicación de qué eran en realidad lo que a simple vista nos parecían ruinas, pero que tuvieron un papel crucial en la historia de la democracia.
Nos encaminamos hacia el cementerio del Cerámico, en el que iba a concluir nuestra ruta, por una calle peatonal paralela al tren que va al Pireo, repleta de cafés y restaurantes. En un punto determinado, Pavlikaki nos marcó unas míseras piedras: eran los restos del pórtico donde Zenón de Citio impartía sus enseñanzas, creando el movimiento filosófico del estoicismo.
Desde un mirador nos asomamos al emplazamiento sobre el que se levantaría la Dípilon, la legendaria puerta doble por la que se accedía a la polis por el noroeste y desde la que partía la Ierá Odós, la vía sacra que comunicaba Atenas con el santuario a Deméter y Perséfone en Eleusis. Por ella transitaban los atenienses que acudían a los misterios eleusinos, de los que tanto se ha escrito y tan poco se sabe en realidad, por su carácter mistérico.
Seguimos a Nadia hasta el cementerio del Cerámico, a continuación del Dípilon. Nos hablaba del rapto de Perséfone por parte de su tío Hades y de la búsqueda desesperada de ésta por su madre, Deméter, que descuidó que las tierras dieran sus frutos, provocando gran hambruna, hasta que le fue devuelta su hija, aunque fuera por unos meses al año. Así explicaban los griegos los cambios de las estaciones: en primavera y verano madre e hija estaban juntas, por lo que la vida en los campos explosionaba, al contrario de lo que acontecía en invierno, cuando Perséfone vivía en las mansiones subterráneas del Hades.
Me alejé del grupo admirando las réplicas de las estelas funerarias que se levantaban en la antigua necrópolis. Siempre me ha emocionado la serenidad con la que los antiguos griegos afrontaban la muerte, semejante a cómo lo hacían los etruscos. El difunto suele aparecer sentado despidiéndose de sus deudos, con tristeza, pero sin patetismo, o bien es representado realizando alguna de las actividades que amó en vida. Me vino a la memoria otro título de Pedro Olalla, Historia menor de Grecia, en el que, con un lirismo conmovedor, se glosa una estela semejante a éstas.
Perdido en mis ensoñaciones, recapacité que, en un lugar próximo a donde me hallaba, Pericles pronunció su famosísimo Discurso fúnebre, recogido por Tucídides en su libro II de la Historia de la guerra del Peloponeso. Se trata de un conmovedor canto a la democracia y a los derechos y deberes que tienen los atenienses, por los que los muertos que iban a ser sepultados en un túmulo de este cementerio dieron su vida en batalla. Eché de menos haberme traído un ejemplar de Tucídides para haber leído sus palabras inmortales en el mismo lugar en el que fueron pronunciadas.
Concluimos la visita en el museo del Cerámico, pequeño pero de una excelencia sobresaliente. Me detuve ante uno de los ostraca o piezas de cerámica reutilizadas con los que sus conciudadanos mandaron al exilio a Arístides el Justo, de quien heredé el nombre y mi amor por la justicia y la dignidad humana.
Acabamos la jornada cenando al pie del santuario del cabo Sunion, desde el que se goza de una de las puestas de sol más bellas del Egeo, observando cómo el sol poniente tuesta las columnas del templo de Poseidón, con el mar de una hermosura prístina. Nadia nos había recomendado un restaurante a pie de playa, en el que servían un pescado exquisito. El saborearlo, regado por un digno blanco de barril, con el templo iluminado en lo alto del acantilado, es una emoción que por sí sola merece un viaje.
Es difícil explicarlo, pero cuanto más vuelvo a Grecia, aun doliéndome sus carencias y defectos como lo hacen las de España, más aumenta mi amor hacia la Hélade y el reconocimiento de que sin ella, sin sus enseñanzas, sin su arte, sin su música, sin su legado, seríamos huérfanos. El Mediterráneo sería una sombra de lo que es.
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