La he encontrado. En el metro. Lucía envejecida; vestida con ropa pasada de moda. Como en el relato. Durante cuatro estaciones no le he quitado la vista de encima, pero en ningún momento ella posó su ojos en mí. Se la ve ausente. Como aquellos que después de haberlo visto todo ya no tienen más que descubrir.
Fue fácil saber que era ella. Un haz de oscuridad iluminaba su tristeza. El apagón había cruzado el charco y la acompañaba por toda la ciudad. De Caracas a Madrid. Como si no fuese suficiente con tener el corazón emponzoñado.
Al fondo del vagón suena la canción de un músico que pide para comer, aunque ella piensa que solo está allí para atormentarla: “Hasta que no suene el plomo no me voy de aquí. Ay, garabí…”
Me vuelvo a saltar mi parada. Mis piernas no me obedecen. Quizás no les di la orden muy convencido. Quiero seguir mirándola un poco más.
El cantante se larga arrastrando su guitarra. Sube un grupo de jóvenes. Ruidosos. Impacientes. Rabiosos. Llevan móviles y un altavoz. Lo pegan a una de las ventanas. La música suena atronadora esta vez. Comienzan a bailar. Poseídos. “Tu-tumba-la-casa-mami, tumba-la-casa-mami, pero que-tu-tumba-la-casa-mami”. Uno de ellos se acerca hasta ella y le susurra al oído: “Sabemos quién eres. La hija de la española. Sabemos lo que hiciste allá. Nunca te dejaremos en paz”.
No puede llorar. Tampoco reír. Los chicos se van del tren. Ella sigue allí y yo también. Había leído su historia. Me la contó Karina Sainz Borgo. Pero necesitaba saber más cosas de ella.
“Regresé al salón y cogí la única carta sin abrir que permanecía sobre la mesa. Era una carta del consulado de España en la ciudad. Intenté leerlo a contraluz, pero fue imposible. Volví sobre las cartas abiertas. Una, el recibo de la luz. La otra, también con el sello de la bandera rojigualda, una comunicación en la que el Estado español solicitaba una fe de vida de Julia Peralta, esa señora había muerto por lo menos cinco años antes. Doblé la carta del consulado español y la solicitud de la fe de vida por la mitad y las escondí en mi pantalón, cogí las llaves y cerré la puerta.
Aurora Peralta estaba muerta, pero yo seguía viva”.
La hija de la española es sola una y muchas a la vez. Una legión de mujeres que gritan aunque no queramos escucharlas. Todas forman un vertedero alimentado por corazones destrozados. Antes esperaban un milagro, ahora ya no aguardan nada. Solo un final, sea el que sea, que termine de una vez con su agónico sufrimiento.
“Al observar el césped rasurado alrededor de su tumba, entendí que mi único muerto me ataba a una tierra que expulsaba a los suyos con la misma fuerza con la que los engullía. Aquello no era una nación. Era una picadora”.
Me bajo en Goya. Quiero girar la cabeza. Mirarla una última vez, pero yo no soy tan valiente. Quizás ahora sí me esté viendo: huyendo del vagón, de ella, de su drama, de su país, de Venezuela. Ni una lágrima verdadera derramada en España por nuestra catira, a la que solo mencionamos para lanzarnos reproches, para odiarnos un poco más.
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