«¿No habéis visto a estas muchachas en las ferias de los pueblos, o en los bailes o paseando por el andén de la estación un día que habéis pasado en el tren y os habéis asomado soñolientos, cansados de leer un rimero de periódicos que dicen todos lo mismo?»
Azorín vuelve sobre sus pasos y se reencuentra con espacios de su pasado. Destaca las ausencias en su tránsito; entre ellas, la de Julín brilla sobre las demás.
Una elegía, un cuento de Azorín
—Señor Azorín, ¿esto es una elegía?
—Amigo lector, esto es una elegía.
Se llamaba Julín. ¿Cómo os imagináis vosotros a Julín? ¿Creéis que este nombre varonil es el de algún niño rubio, vivaracho, revoltoso? No; os engañáis: Julín era Julia. Y Julia era una muchacha delgada, esbelta, con unos grandes ojos melancólicos, azules… Yo la he recordado cuando, tras largo tiempo de ausencia, he vuelto a poner los pies en esta monótona ciudad, donde ha transcurrido mi infancia. Ya bien de mañana, yo me he encaminado por las calles anchas, de casas bajas, con las puertas, a esta hora, entornadas, con los zaguanes silenciosos. El sol va bañando lentamente las blancas fachadas; de cuando en cuando se oyen las campanas rítmicas y cristalinas de la iglesia, y las herrerías, todas las herrerías de la ciudad, las herrerías negras, las herrerías calladas durante la noche, comienzan a cantar.
Os diré que estos son los instantes supremos en que despiertan todos estos oficios seculares, venerables, de los pueblos. Y si vosotros los amáis, si vosotros sentís por ellos una profunda simpatía, podéis ver a esta hora, fresca, clara y enérgica, cómo se abren los talleres de los aperadores, de los talabarteros, de los peltreros; y de qué manera comienzan a marchar los pocos y vetustos telares que aún perduran, como sobrecogidos, como atemorizados, como ocultos en un lóbrego zaguán, allá en una calleja empinada y silenciosa; y con qué joviales, fuertes y rítmicos tintineos entonan sus canciones las herrerías. Yo tengo predilección por estos hombres que forjan y retuercen el hierro: que mis amigos los carpinteros me dispensen esta confidencia, hasta ahora secreta; en estas palabras no hay para ellos ni el más ligero agravio; otro día dedicaré unas líneas cordiales a estos otros hombres, también excelentes y afables, que labran la madera.
Ahora voy a sentarme en una herrería. La llama de la fragua surge briosa en el hogar; el fuelle va resoplando sonoramente; en medio del taller, el viejo yunque, patriarcal, venerable, alma de la herrería, espera el rojo hierro que ha de ser martilleado. Y el hierro es sacado de entre las brasas. Y los martillos, recios, caen y tornan a caer sobre él, y van cantando alegres su canción milenaria, en tanto que el grueso yunque parece que se ensancha de satisfacción —tal vez de vanidad—, pensando que sin él no se podía hacer nada en la herrería.
Y de rato en rato, el martilleo cesa; entonces el maestro y yo hablamos de las cosas del pueblo, es decir, del mucho o poco trabajo que hay, de las casas que se están construyendo, de lo deleznables que son —no os quepa duda de esto— los trabajos de hierro que vienen de las fábricas. Yo pienso que todas estas cerraduras, estos pasadores, estas fallebas, fabricadas en grande, mecánicamente, en los enormes talleres cosmopolitas, entre la multitud rápida y atronadora de los obreros, no tienen alma, no tienen este algo misterioso e indefinible de las piezas forjadas en las viejas edades, que todavía en las pueblos se forjan, y en que parece que el espíritu humano ha creado una polarización indestructible, perdurable…
Los martillos van cantando, cantando con sus sones claros y fuertes; el fuelle sopla y resopla ronco. Y ahora el maestro y yo ya no hablamos de las cosechas, ni de las fábricas, ni de las casas; hablamos de los amigos que han desaparecido para siempre. Si vais a vuestro pueblo después de haber estado lejos de él, pocos o muchos años, estos recuerdos serán inevitables. Ya otro día apuntaba yo en otra parte algo de esto. ¿Qué se ha hecho de don Ramón, de don Luis, de don Juan, de don Rafael, de don Antonio? ¿Cómo acabó don Pedro? ¿Es verdad que don Jenaro hizo una casa nueva, una casa soberbia, en que él había puesto todas sus ilusiones, y murió a los ocho días de mudarse a ella? ¿Le dejó don Rafael la labor de los Tomillares a su sobrina Juanita, la hija de don Bartolomé el médico?
Y cuando yo pronuncio el nombre de Juanita, el maestro se queda un momento en suspenso, con el martillo en una mano y las tenazas en la otra, y me dice:
—¡Hombre! ¿No sabe usted que se murió Julín? ¿Se acuerda usted? Julia, la chica de don Alberto…
Yo sí me acuerdo; yo siento al oír al maestro una tristeza honda. ¿No os encanta este contraste entre un nombre varonil y una muchacha fina, blanca, suave, con los ojos azules, soñadores, pensativos, tristes? Vosotros acaso no sabréis que en los pueblos es quizá donde las muchachas son aún románticas, es decir, donde hay niñas tristes que tocan en el piano cosas tristes, que pasan horas enteras inmóviles, que leen novelas, que saben versos de memoria, y, sobre todo, que tienen sonrisas inefables, sonrisas de una ingenuidad adorable, divina. ¿No habéis visto a estas muchachas en las ferias de los pueblos, o en los bailes o paseando por el andén de la estación un día que habéis pasado en el tren y os habéis asomado soñolientos, cansados de leer un rimero de periódicos que dicen todos lo mismo?
Los martillos prosiguen con su canción alegre y fuerte; el fuelle hace «fa-fa-fa-fa…» Yo ya no puedo estar sosegado en esta herrería; una irreprimible tristeza invade mi espíritu. Cuando salgo, don Baltasar está en su puerta.
Yo le digo:
—Buenos días, don Baltasar.
Él me dice:
—¡Caramba, Azorín! ¿Tanto bueno por aquí?
Don Baltasar es el fotógrafo. ¿Afirmaréis vosotros que en los pueblos hay un hombre más interesante que el fotógrafo? Que no pase jamás por vuestra imaginación tal disparate. Ya estimo también cordialmente a los fotógrafos; otro día les dedicaré también unas líneas cariñosas. Ahora voy a entrar un momento en casa de mi amigo don Baltasar. Yo quiero charlar con este hombre sencillo y ver de paso las fotografías que él tiene colocadas en anchos cuadros. Os confesaré que siempre que yo llego a una ciudad desconocida, mi primer cuidado es contemplar los escaparates de los fotógrafos. Yo veo en ellos los retratos de los buenos señores que viven en el pueblo y a quienes no conozco —y esto acaso me los hace simpáticos— y las caras, tan diversas, tan enigmáticas de estas muchachas de que antes hablaba. ¿Qué dicen estos rostros? ¿Qué ideas, qué ambiciones, qué esperanzas, qué desconsuelos hay detrás de todas estas frentes femeninas, juveniles? ¿Se podrá adivinar todo esto por los ojos, por los pliegues y contracturas de la boca, por la forma y la actitud de las manos?
Yo me acerco al escaparate de mi amigo don Baltasar. Yo voy viendo estos señores, estas damas, estas muchachas. Y de pronto mis miradas caen sobre una fotografía que me causa viva y honda emoción. ¿Lo habéis sospechado ya? Es Julín. Yo la miro absorto, olvidado de todo, emocionado.
Don Baltasar me dice:
—¿Qué mira usted, Azorín?
Yo le digo:
—Miro a Julín, la hija de don Alberto.
Don Baltasar exclama:
—¡Ah, sí! Cuando yo la retraté estaba ya muy enferma…
Julín aparece sentada en un banquillo rústico; su cara es más ovalada y más fina que cuando yo la vi por última vez; su cuerpo es más delgado; sus ojos parecen más pensativos y más grandes; sus brazos caen a lo largo de la falda con un ademán supremo de cansancio y de melancolía. Y un abanico a medio abrir yace entre los dedos largos y transparentes…
En el zaguán de la casa reina un profundo silencio; un moscardón revuela en idas y venidas incongruentes, con un zumbido sonoro.
Yo me despido de mi amigo don Baltasar. Los martillos cantan sobre los yunques con sus sones alegres; unas campanadas lejanas llaman a las últimas misas de la mañana. Yo camino despacio; yo digo: «Las cosas bellas debían ser eternas»…
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