Después del trauma llega el vacío, la sensación de vértigo producto de una caída libre cuyas consecuencias desconocemos. El miedo a la incertidumbre oprime el estómago, como si intuyéramos que cuanto está por venir será peor que lo que dejamos atrás.
Si las tragedias individuales nos sacuden hasta cambiar la percepción de nosotros mismos, las colectivas nos recuerdan que compartimos el mismo mundo y, quienes la tienen, la misma memoria. Hace poco vivimos uno de esos momentos de tristeza compartida: el fuego consumió buena parte de Notre-Dame de París e hizo realidad uno de los pasajes del célebre libro de Victor Hugo. Una inesperada consecuencia fue la relectura de Nuestra Señora de París (1831), cuyos ejemplares desaparecieron con rapidez de los bouquinistes del Sena y de muchas librerías. La tragedia volvió nuestra mirada a la literatura y nos recordó, además, que las iglesias eran las bibliotecas de la Edad Media, a las que cualquiera podía acceder para leer sobre sus piedras. La sociedad analfabeta reconocía las historias que narran las fachadas, los retablos, las vidrieras y los cuadros que los templos contienen. La simbología y las leyendas asociadas eran transmitidas oralmente, alentadas por las evocadoras figuras, cual inmenso cómic. El trasfondo era religioso, una demostración del aplastante poder que controlaba a la sociedad, y aunque la ideología que había detrás haya perdido hoy su fuerza original, esas maravillosas construcciones perduran y conservan intacta la soberbia que les permitió surgir de las manos de geniales artistas. Tal vez por eso creemos que son eternas y reaccionamos con estupor cuando la vida reclama su trozo del pastel y nos obliga a asumir la fugacidad de toda existencia.
Eso fue lo que sucedió en Venecia hace más de un siglo. El 14 de julio de 1902 se derrumbó el campanario de la basílica de San Marcos ante la mirada atónita de los escasos transeúntes que paseaban a primera hora de la mañana. Según las crónicas de la época, “nunca la pérdida de un monumento provocó una emoción similar a la levantada, tanto en Italia como en el extranjero, por la desaparición del campanario de San Marcos. En Venecia, el día en que se desplomó, el dolor sentido por la población fue inimaginable; los hombres parecían consternados y las mujeres daban gritos desgarradores”. El día siguiente a la tragedia se donaron grandes sumas para la reconstrucción. El alcalde de Venecia acuñó un lema que se haría célebre cuando aseguró que el campanario se reconstruiría “donde estaba y como era” (“dov’era e com’era”). Solo un periódico local se atrevió a decir que “si contemplamos fríamente todos los aspectos de la perspectiva, debemos aceptar que la plaza ha ganado mucho gracias a las líneas ininterrumpidas de sus edificios, la luz, los efectos de los colores”.
Notre Dame nos ha demostrado el carácter cíclico de la historia: el desamparo ha vuelto a alimentar la idea de la reconstrucción desde el primer momento, como si la realidad fuera demasiado dura para ser aceptada. No se ha dejado tiempo para la duda o la reflexión. Pero, como arquitecto, me veo en la obligación de formular unas cuantas preguntas, tan pertinentes como incómodas. ¿Tiene sentido, en pleno siglo veintiuno, construir un tejado con las mismas técnicas de hace ochocientos años? ¿Tiene sentido recuperar un estilo medieval cuando Viollet-le-Duc trabajó a su antojo en la restauración del siglo diecinueve, en la que creó la aguja y las célebres quimeras? ¿Tiene sentido movilizar insultantes cifras de dinero para reconstruir un único edificio mientras incontables monumentos se degradan, fruto de la desidia? Por mi parte, propondría restaurar los elementos tocados por el incendio, pero construir una cubierta plana transitable, que se convertiría en una nueva plaza pública. Un lugar de encuentro en donde disfrutar de unas estupendas vistas y de un espacio urbano entendido como escenario de lo inesperado. Se trataría, en definitiva, de conservar las cicatrices que nos recuerdan que somos vulnerables, dejando a un lado la arrogancia de quienes piensan que todo volverá a ser como antes.
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